8/2/12
De lo que quisiera hablarles [1] no
es tanto de la crisis actual como de lo que está ocurriendo más allá de la
crisis: de algo que se nos oculta tras su apariencia. Para explicarlo
necesitaré empezar un tanto atrás en el tiempo.
Nos educamos con una visión de la
historia que hacía del progreso la base de una explicación global de la
evolución humana. Primero en el terreno de la producción de bienes y riquezas:
la humanidad había avanzado hasta la abundancia de los tiempos modernos a
través de las etapas de la revolución neolítica y la revolución industrial.
Después había venido la lucha por las libertades y por los derechos sociales,
desde la Revolución francesa hasta la victoria sobre el fascismo en la Segunda
guerra mundial, que permitió el asentamiento del estado de bienestar. No me
estoy refiriendo a una visión sectaria de la izquierda, ni menos aun marxista,
sino a algo tan respetable como lo que los anglosajones llaman la visión whig
de la historia, según la cual, cito por la wikipedia, “se representa el pasado
como una progresión inevitable hacia cada vez más libertad y más ilustración”.
Hasta cierto punto esto era verdad,
pero no era, como se nos decía, el fruto de una regla interna de la evolución
humana que implicaba que el avance del progreso fuese inevitable –la ilusión de
que teníamos la historia de nuestro lado, lo que nos consolaba de cada
fracaso-, sino la consecuencia de unos equilibrios de fuerzas en que las
victorias alcanzadas eran menos el fruto de revoluciones triunfantes, que el
resultado de pactos y concesiones obtenidos de las clases dominantes, con
frecuencia a través de los sindicatos, a cambio de evitar una auténtica revolución
que transformase por completo las cosas.
Para decirlo simplemente, desde la
Revolución francesa hasta los años setenta del siglo pasado las clases
dominantes de nuestra sociedad vivieron atemorizadas por fantasmas que
perturbaban su sueño, llevándoles a temer que podían perderlo todo a manos de
un enemigo revolucionario: primero fueron los jacobinos, después los
carbonarios, los masones, más adelante los anarquistas y finalmente los
comunistas. Eran en realidad amenazas fantasmales, que no tenían posibilidad
alguna de convertirse en realidad; pero ello no impide que el miedo que
despertaban fuese auténtico.
En un articulo sobre la situación
actual de Italia publicado en La Vanguardia el pasado mes de octubre se podía
leer: “los beneficios sociales fueron el fruto de un pacto político durante la
guerra fría”. No sólo durante la guerra fría, a no ser que hablemos de una
“guerra” de doscientos años, desde la revolución francesa para acá. Lo que este
reconocimiento significa, por otra parte, es que ahora no tienen ya
inconveniente en confesar que nos engañaron: que no se trataba de establecer un
sistema que nos garantizase un futuro indefinido de mejora para todos, sino que
sólo les interesaba neutralizar a los disidentes mientras eliminaban cualquier
riesgo de subversión.
Los miedos que perturbaron los sueños
de la burguesía a lo largo de cerca de doscientos años se acabaron en los
setenta del siglo pasado. Cada vez estaba más claro que ni los comunistas
estaban por hacer revoluciones –en 1968 se habían desentendido de la de París y
habían aplastado la de Praga-, ni tenían la fuerza suficiente para imponerse en
el escenario de la guerra fría. Fue a partir de entonces cuando, habiendo
perdido el miedo a la revolución, los burgueses decidieron que no necesitaban
seguir haciendo concesiones. Y así siguen hoy.
Déjenme examinar esta cuestión en su
última etapa. El período de 1945 a 1975 había sido en el conjunto de los países
desarrollados una época en que un reparto más equitativo de los ingresos había
permitido mejorar la suerte de la mayoría. Los salarios crecían al mismo ritmo
a que aumentaba la productividad, y con ellos crecía la demanda de bienes de
consumo por parte de los asalariados, lo cual conducía a un aumento de la
producción. Es lo que Robert Reich, que fue secretario de Trabajo con Clinton,
describe como el acuerdo tácito por el que “los patronos pagaban a sus
trabajadores lo suficiente para que éstos comprasen lo que sus patronos
vendían”. Era, se ha dicho, “una democracia de clase media” que implicaba “un
contrato social no escrito entre el trabajo, los negocios y el gobierno, entre
las élites y las masas”, que garantizaba un reparto equitativo de los aumentos
en la riqueza.
Esta tendencia se invirtió en los
años setenta, después de la crisis del petróleo, que sirvió de pretexto para
iniciar el cambio. La primera consecuencia de la crisis económica había sido
que la producción industrial del mundo disminuyera en un diez por ciento y que
millones de trabajadores quedaran en paro, tanto en Europa occidental como en
los Estados Unidos. Estos fueron, por esta razón, años de conmmoción social,
con los sindicatos movilizados en Europa en defensa de los intereses de los
trabajadores, lo que permitió retrasar aquí unas décadas los cambios que se
estaban produciendo ya en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde los
empresarios, bajo el patrocinio de Ronald Reagan y de la señora Thatcher,
decidieron que éste era el momento para iniciar una política de lucha contra
los sindicatos, de desguace del estado de bienestar y de liberalización de la
actividad empresarial.
La lucha contra los sindicatos se
completó con una serie de acuerdos de libertad de comercio que permitieron
deslocalizar la producción a otros países, donde los salarios eran más bajos y
los controles sindicales más débiles, e importar sus productos, con lo que los
empresarios no sólo hacían mayores beneficios, al disminuir sus costes de
producción, sino que debilitaban la capacidad de los obreros de su país para
luchar por la mejora de sus condiciones de trabajo y de su remuneración: los
salarios reales bajaron en un 7 por ciento de 1976 a 2007 en los Estados
Unidos, y lo han seguido haciendo después de la crisis.
Asi se inició lo que Paul Krugman ha
llamado “la gran divergencia”, el proceso por el cual se produjo un
enriquecimiento considerable del 1 por ciento de los más ricos y el
empobrecimiento de todos los demás. En los Estados Unidos, que citaré con
frecuencia por dos razones –porque disponemos de buenas estadísticas sobre su
evolución y porque lo que sucede allí es el anuncio de lo que va a pasar aquí
más adelante-, se pudo ver en vísperas de la crisis de 2008 que este 1 por
ciento de los más ricos recibía el 53 por ciento de todos los ingresos (esto es
más que el 99 por ciento restante).
En las primeras etapas este proceso
tal vez resultaba poco perceptible; pero cuando sus efectos se fueron
acumulando acabaron despertando la conciencia de una desigualdad social en
constante aumento. En mayo de 2011 Joseph Stiglitz publicó un artículo que se
titualaba: “Del 1%, para el 1% y por el 1%”, donde decía que los
norteamericanos, que estaban contemplando cómo se producían en muchos países,
por ejemplo en los de la primavera árabe, protestas contra regímenes opresivos
que concentraban una gran masa de riqueza en las manos de una élite integrada
por muy pocos, no se daban cuenta de que esto ocurría también en su propio
país.
Este del 1 por ciento ha sido uno de
los lemas principales de los movimientos de ocupación que se han desarrollado
en diversas ciudades norteamericanas. Pero Krugman ha hecho un análisis aún más
afinado que muestra que es en realidad el 0’1 %, esto es el uno por mil de los
norteamericanos, los que concentran la mayor parte de esta riqueza. “¿Quiénes
son estos del 1 por mil?, se pregunta ¿Son heroicos emprendedores que crean
lugares de trabajo? No. En su mayor parte son dirigentes de compañías (...) o
ganan el dinero en las finanzas”.
Los resultados a largo plazo de la
gran divergencia, que se iniciaba en Estados Unidos y en Gran Bretaña en los
años setenta y se extendió después a Europa, transformaron profundamente
nuestras sociedades. Las consecuencias de una inmensa redistribución de la
riqueza hacia arriba no sólo se han manifestado en el empobrecimiento relativo
de los trabajadores y de las clases medias, sino que han dado a los empresarios
una influencia política con la cual, a partir de ese momento, les resulta cada
vez más fácil fijar las reglas que les permiten consolidar su poder.
Esta redistribución hacia arriba no
es el resultado natural del funcionamiento del mercado, como se pretende que
creamos, sino el de una acción deliberada. Su origen es netamente político. El
primer programa que inspiró este movimiento lo expresó Lewis Powell en agosto
de 1971 en un “Memorándum confidencial. Ataque al sistema americano de libre
empresa”, escrito para la “United States Chamber of Commerce”, que se encargó
de hacerlo circular entre sus asociados. Powell denunciaba el riesgo que
implicaba el avance en la sociedad norteamericana de ideas contrarias al
“sistema de libre empresa”, expuestas no sólo por extremistas de izquierda,
sino por “elementos totalmente respetables del sistema”, e insistía en la
necesidad de combatirlas, sobre todo en el terreno de la educación.
El memorándum tenía una primera parte
sobre la amenaza que representaban los “estudiantes universitarios, los
profesores, el mundo de los medios de comunicación, los intelectuales y las
revistas literarias, los artistas y los científicos”, y proponía planes de
ataque para limpiar las universidades y vigilar los libros de texto, para lo
cual pedía a las organizaciones empresariales que actuasen con firmeza. No me
ocuparé ahora de esta batalla de las ideas, que ha llegado hoy al extremo de
proponer la eliminación de la escuela pública, sino de otra parte del
memorándum que tendría consecuencias más inmediatas y trascendentales. Powell
advertía: “No se debe menospreciar la acción política, mientras esperamos el
cambio gradual de la opinión pública que ha de conseguirse a través de la educación
y la información. El mundo de los negocios debe aprender la lección que hace
tiempo aprendieron los sindicatos y otros grupos de intereses. La lección de
que el poder político es necesario; que este poder debe cultivarse asiduamente
y que, cuando convenga, hay que usarlo agresivamente y con determinación”.
Para emprender este programa se
necesitaban organizaciones empresariales potentes, que dispusieran de recursos
suficientes. “La fuerza reside en la organización, en una planificación y
realización persistentes durante un período indefinido de años”. Este
llamamiento a la lucha política tuvo efectos de inmediato en la actividad de
las asociaciones empresariales y sobre todo de la “United States Chamber of
Commerce”, que pretende ser hoy “la mayor federación empresarial del mundo, en
representación de los intereses de más de 3 millones de empresas”. Estas
asociaciones no solo emprendieron grandes campañas de propaganda, sino que
acentuaron su participación en las campañas electorales a través de Comités de
Acción Política, en una actividad que ha aumentado considerablemente desde
2009, tras la decisión del Tribunal supremo Citizens United, que ha
liberalizado las inversiones de las empresas en la política, en nombre del
derecho a la libre expresión (esto es, considerando a las empresas como
personas y atribuyéndoles los mismos derechos). La gran cuantía de recursos
proporcionados por los empresarios explica, por ejemplo, que la United States
Chamber of Commerce invirtiese en las elecciones norteamericanas de 2010 más
que los comités de los dos partidos, demócrata y republicano, juntos.
No se trata tan sólo de donativos
para las campañas, sino también de formas diversas de pagar sus servicios a los
políticos, entre ellas la de asegurarles una compensación cuando dejan la
política. Y, sobre todo, de la aactuación constante de los llamados
“lobbyists”, que atienden las peticiones de los políticos. En el pasado año
2011 se calcula que las empresas han gastado 3.270 millones de dólares en
atender a los congresistas y a los altos funcionarios federales. Las 30 mayores
compañías gastaron entre 2008 y 2010 más en esto que en pagar impuestos.
¿Que ha conseguido el mundo
empresarial con este asalto al poder? En julio del año pasado, Michael
Cembalest, jefe de inversiones de JPMorgan Chase, escribía, en una carta
dirigida tan sólo a sus clientes, que se conoció porque la descubrió un
periodista, que “los márgenes de beneficio han conseguido niveles que no se
habían visto desde hace décadas”, y que “las reducciones de salarios y
prestaciones explican la mayor parte de esta mejora”. “La compensación por el
trabajo está en los Estados Unidos en la actualidad al mínimo en cincuenta años
en relación tanto con las cifras de ventas de las empresas como del PIB de los
Estados Unidos”.
Otro beneficio indiscutible ha sido
la disminución de sus contribuciones al sostén del estado. El peso político
creciente de las empresas ha conducido a la situación paradójica de que éstas
escapen a la fiscalidad por la doble vía de negociar recortes de impuestos y
exenciones particulares, y de tener libertad para aflorar los beneficios en las
subsidiarias que tienen en paraísos fiscales, donde apenas pagan impuestos. Un
estudio de noviembre de 2011 concluye que el conjunto de las 280 mayores
empresas de los Estados Unidos no han pagado en los tres años últimos más que
un 18’5 % de sus beneficios. Pero es que una cuarta parte de éstas han pagado
menos del 10%, y 30 de las más grandes no han pagado nada en tres años, sino
que encima han recibido devoluciones. Lo que se dice de las empresas se aplica
también a los empresarios: de 1985 a 2004 los 400 americanos más ricos han
pasado de pagar un 29 por ciento de sus ingresos a tan sólo un 18 por ciento,
mucho menos que los pequeños comerciantes o los trabajadores a sueldo. Y cuando
Obama pretendió que quienes ganasen más de un millón de dólares al año pagasen
el mismo tipo que el ciudadano medio norteamericano, no consiguió que el
congreso aprobase la medida. Como ha dicho Stiglitz "Los ricos están
usando su dinero para asegurarse medidas fiscales que les permitan hacerse aun
más ricos. En lugar de invertir en tecnología o en investigación, obtienen
mayores rendimientos invirtiendo en Washington”.
Hay un tercer aspecto de estos
beneficios que es la desregulación de la leyes que controlan algunos aspectos
de la actividad empresarial. Un estudio reciente de dos economistas del Fondo
Monetario Internacional, que han analizado el papel de las contribuciones
económicas de las empresas en la política, llega a la conclusión, que les leo
literalmente, de que “el gasto realizado está directamente relacionado con la
posibilidad de que un legislador cambie de postura en favor de la
desregulación”. Esto, que en el sector de la industria les ha permitido reducir,
o incluso anular, los gastos relacionados con el control de la polución, ha
tenido en la actividad financiera unas consecuencias que son las que han
conducido directamente a la crisis de 2008.
Gracias a la supresión de controles
sobre sus actividades, que culminó durante la presidencia de Clinton, las
entidades financieras pudieron lanzarse a un juego especulativo con derivados y
otros productos de alto riesgo, que parecían más propios de un casino de juego
que de la banca, mientras los dirigentes de la Reserva Federal estimulaban el
optimismo de los especuladores, rebajando los tipos de interés y animando al
público a que gastase, a que comprase casas con créditos hipotecarios e
invirtiese en operaciones financieras de riesgo.
Esta fiebre especuladora se producía
en un país que, como resultado de su desindustrialización, estaba convirtiendo
en una actividad fundamental el sector FIRE (Finance, Insurance and Real
Estate; o sea Finanzas, seguros y negocio inmobiliario). Una
desindustrialitzación semejante se ha producido en Gran Bretaña, que de ser “la
fábrica del mundo” quiso convertirse en “el banco del mundo”, y que vive ahora
con la angustia de lo que puede suceder si pierde esta gran fuente de
exportación de servicios, teniendo en cuenta la situación de una economía en
que “la demanda doméstica será probablemente escasa en muchos años (...),
mientras los consumidores se esfuerzan en hacer frente a sus deudas y el
gobierno batalla por reducir el déficit presupuestario”.
Nuestra situación es más compleja, ya
que si bien hemos perdido el tejido industrial tradicional, contamos con una
consideable industria de propiedad extranjera a la que proporcionamos trabajo
barato, o sea que nos ha tocado el papel de receptores de la industria que
otros países más prósperos deslocalizan, y que conservaremos mientras les
sigamos garantizando salarios bajos. Lo cual me mueve a preguntarme cómo se
explica que, si el trabajo de nuestros obreros es poco competitivo, como se
argumenta para proponerles rebajas de sueldos y derechos, Volkswagen, Ford, o
Renault se vengan a fabricar coches aquí. En lo que sí nos vamos pareciendo a
las economías avanzadas es en el peso dominante que ha adquirido entre nosotros
el sector financiero.
La influencia política adquirida por
los empresarios explica por qué, cuando se ha producido la crisis -en
Norteamérica, en Gran Bretaña o en España- el estado ha corrido a salvar las
empresas financieras con rescates multimillonarios; pero no ha hecho un
esfuerzo equivalente por remediar la situación de los muchos ciudadanos que
pierden sus hogares, al ser incapaces de seguir pagando las hipotecas, ni por
asegurar estímulos a las actividades productivas con el fin de combatir el
paro.
Lejos de ello, lo que se ha hecho,
para justificar los sacrificios que se están imponiendo a la mayoría, es
difundir la fábula de que la crisis económica se debe al excesivo coste de los
gastos sociales del estado, y que la solución consiste en aplicar una brutal
política de austeridad hasta que se acabe con el déficit del presupuesto, lo
cual, como veremos, resulta imposible a partir de esta política.
Merece la pena escuchar esta historia
como la cuenta Krugman: “En el primer acto los banqueros se aprovecharon de la
desregulación para lanzarse a una especulación desbordada, hinchando las
burbujas con préstamos incontrolados; en el segundo las burbujas estallaron y
los banqueros fueron rescatados con dinero de los contribuyentes, mientras los
trabajadores sufrían las consecuencias, y en el tercero, los banqueros
decidieron emplear el dinero que habían recuperado en apoyar a políticos que
les prometían bajarles los impuestos y desmontar las pocas regulaciones que se
habían impuesto tras la crisis”. ¿Piensan ustedes que esta es una historia
exótica, que sólo puede referirse a los Estados Unidos? Pues no; nosotros
también tuvimos una burbuja inmobiliaria desbordada, hinchada con los créditos
que concedieron bancos y cajas de ahorro. Ahora estamos en el segundo acto, el
del rescate “mientras los trabajadores sufren las consecuencias”. Nos queda el
desenlace, ese tercer acto que, si no se hace algo para evitarlo, será
parecido: esto es, que se recuperarán los bancos, pero no los puestos de
trabajo, tal como está ocurriendo hoy en los Estados Unidos.
Nadie ignora que la austeridad es incompatible
con el crecimiento económico. Peter Radford lo sintetiza en pocas palabras: “La
austeridad disminuye una economía. Es un acto de retroceso. Disminuye la
demanda. Los ingresos caen. Pagar las deudas a partir de una menor cantidad de
dinero significa que hay menos dinero para otros gastos. Del crecimiento se
pasa a la decadencia”.
Una revisión del pasado demuestra que
la política de austeridad nunca ha funcionado y que no tiene sentido en la
situación actual. Lo sostiene, por ejemplo, Richard Koo, economista jefe del
Nomura Research Institute de Tokio, quien, tras haber analizado
comparativamente la crisis económica de los años treinta, las décadas perdidas
de Japón y la crisis actual en Estados Unidos y en la “eurozona”, concluye que:
“Aunque evitar el gasto público
exagerado es el modo adecuado de proceder cuando el sector privado de la
economía está en plena forma y maximiza los beneficios, nada resulta peor que
la restricción del gasto público cuando un sector privado en mal estado está
reduciendo sus deudas”. Actuar sobre una economía que ahorra pero no invierte
reduciendo el gasto público no hace más que agravar su situación. Koo sostiene
que la crisis, que empezó en el sector inmobiliario estadounidense, sigue
siendo una crisis bancaria, que ha acabado contagiando a la economía y a las
cuentas públicas, y que pensar que estos problemas se resuelven “con una
sobredosis de ajustes” y con reformas constitucionales “es un completo
disparate”.
Más contundente aun es la opinión que
Krugman ha expresado esta misma semana: “Lo más indignante de esta tragedia es
que es totalmente innecesaria. Hace medio siglo, cualquier economista (…) os
podía haber dicho que austeridad en tiempos de depresión era una muy mala idea.
Pero los políticos, los entendidos y, siento decirlo, muchos economistas
decidieron, sobre todo por razones políticas, olvidar lo que sabían. Y millones
de trabajadores están pagando el precio de su deliberada amnesia”.
No ha sido la deuda pública la causa
de la crisis de los países del sur de Europa. Un análisis de las cifras de las
últimas décadas muestra que los problemas de estos países no proceden de un
exceso de gasto público, sino que son una consecuencia de la propia crisis. Un
análisis de la relación que ha existido entre la deuda pública y el PIB de
estos países, demuestra que estuvo mejorando (esto es disminuyendo) hasta 2007.
El endeudamiento posterior del estado es consecuencia de las cargas que ha
asumido como consecuencia de la crisis bancaria, no de un exceso anterior de
gasto público. Si leen ustedes la prensa, fijándose en los datos que ofrece y
no en la doctrina que predica, verán que lo que realmente preocupa a nuestros
gobernantes es cómo remediar el problema que para el sistema bancario
representan las grandes inversiones inmobiliarias efectuadas en años de euforia
en que estas fantasías se estaban financiando con nuestros ahorros.
No importa que economistas
galardonados con el Premio Nobel, como Stiglitz y Krugman, condenen la política
de austeridad. Porque resulta que, en realidad, esta política beneficia a los
mismos que han causado el desastre y favorece la continuidad de su
enriquecimiento. Como dice Michael Hudson: “No hay ninguna necesidad (...) de
que los dirigentes financieros de Europa impongan una depresión a la mayor
parte de su población. Pero es una gran oportunidad de ganancia para los
bancos, que han conseguido el control de la política económica del Banco
Central Europeo (...). Una crisis de la deuda permite a la la élite financiera
doméstica y a los banqueros extranjeros endeudar al resto de la sociedad”.
Los resultados se pueden ver ya en la
experiencia de Grecia, donde las medidas de austeridad impuestas por la Unión
Europa y el FMI están poniendo en peligro el propio crecimiento económico, y
tienen unas durísimas consecuencias sociales: los suicidios y el crimen
aumentan, la masa de los nuevos pobres está integrada por jóvenes que no
encuentran trabajo y por personas de media edad que han perdido el suyo,
mientras faltan en los hospitales los medicamentos esenciales, incluyendo las
vacunas, lo que puede conducir a que resurjan allí la poliomielitis o la
difteria.
Este comienza a ser también el caso
de España, donde la prensa anuncia que el PP se propone ahorrar este año 6.000
millones en medicamentos. Como dice Peter Radford: “¡Que se lo digan a los
españoles! Ellos han probado ya toda esta historia de la austeridad. Tanto que
la tasa de paro es del 23%, mientras las medidas que lo han producido no han
conseguido frenar el déficit público, que está a punto de superar el límite del
8% que el gobierno español se había fijado como objetivo. ¿Se imaginan lo que
ocurrirá ahora? Que los españoles van a ver aumentar su sufrimiento. Están
insistiendo en más austeridad para estrujar su economía cada vez más”. Y ello,
añade, “para reducir un déficit que es menor que el de los Estados Unidos o el
de Gran Bretaña”.
Una reflexión adicional acerca del
carácter más “empresarial” que “público” de la crisis nos la puede proporcionar
una información publicada por el New York Times el 25 de diciembre pasado, que
nos advierte que la crisis de los bancos europeos, que les está obligando a
deshacerse de activos, crea buenas oportunidades de negocio para las empresas
financieras norteamericanas que, a pesar de sus problemas, están lanzándose a
comprar en Europa. En efecto, en un artículo publicado en La Vanguardia del 15
de enero pasado –y el hecho mismo de que un periódico conservador publique este
tipo de análisis demuestra el desconcierto reinante entre nuestra burguesía- no
sólo se explica que los fondos de inversión norteamericanos se han lanzado a
comprar “gangas” europeas, como empresas y bancos devaluados por la propia
política de austeridad, sino que se nos dan las razones: “La crisis bancaria
europea está beneficiando a los fondos extranjeros que aguardan a las puertas
de Europa”. Por una parte compran empresas que han perdido valor porque los
bancos se niegan a darles crédito, a lo cual se añade que las medidas de
recapitalización impuestas a los bancos les han forzado a “vender activos por
un valor de billones de euros”. Wim Butler, del Citi Group, no dudó en decir en
una conferencia pronunciada en Bruselas: “De aqui a unos años todos los bancos
europeos pertenecerán a extranjeros”.
Las políticas restrictivas han
llegado a tal punto de irracionalidad que desde el propio Fondo Monetario
Internacional se ha comenzado a advertir a los dirigentes políticos europeos:
“En la medida en que los gobiernos piensan que deben responder a los mercados,
pueden ser inducidos a consolidar demasiado aprisa, incluso desde el simple
punto de la sostenibilidad de la deuda”. Como ustedes saben, el presidente
actual de nuestro gobierno ya ha dicho, cuando se aprestaba a rendir pleitesía
a la señora Merkel, que lo primero es cumplir con el deber de sanear los bancos
y reducir el gasto público: los puestos de trabajo, los hospitales o las
escuelas no son prioritarios.
Hay razones que ayudan a entender la
inhumanidad de este capitalismo depredador. Richard Eskow, que trabajó en un
tiempo para Wall Street dice: “La gente que sufre por los efectos de los
presupuestos austeros no son de la clase de los que [estos capitalistas]
conocen personalmente, sino que se trata de empleados públicos, como maestros,
policías, bomberos o funcionarios de programas sociales; de gente que necesita
de ayudas del gobierno, como los pobres; y de otros de la clase media que han
tenido la temeridad o de hacerse viejos o de sufrir una incapacidad”. En
realidad los “super-ricos” no sólo se sienten ajenos a todos estos, sino que en
el fondo los desprecian.
Lo ocurrido en los últimos años en la
sociedad norteamericana, que fue la primera en implantar estas reglas, nos
indica la clase de futuro a que nos conduce a todos la austeridad. Dos noticias
de prensa publicadas alrededor de la Navidad del año pasado ilustran sus dos
caras. Sabemos, por una parte, que la “paga” de los dirigentes de las 500
mayores empresas aumentó en un 36’5 por ciento en 2010, al propio tiempo que
aumentaba en 1.600.000 el número de los niños norteamericanos sin hogar, lo que
representa un aumento de un 38 por ciento respecto de 2007. El año pasado, el
de 2011, no ha sido tan bueno para los negocios de Wall Street; pero sabemos ya
que esto no va a afectar las pagas millonarias de los dirigentes de Citigroup o
de Morgan Chase, que van a cobrar más de veinte millones de dólares.
Los empresarios son conscientes de
que el aumento de la desigualdad es nefasto para el crecimiento económico, en
términos globales. Como señala Robert Reich: “Con tanta parte de los ingresos y
de la riqueza concentrada en los más ricos, la amplia clase media no tiene ya
el poder adquisitivo necesario para comprar lo que la economía es capaz de
producir (...). El resultado es la generalización del estancamiento y del
paro”. Un memorándum de la Reserva Federal norteamericana de 4 de enero
recuerda que el 70 por ciento de la economía nacional depende del gasto de los
consumidores, y que la recuperación no será posible si no aumenta la capacidad
de consumo de la clase media.
Este planteamiento sobre el interés
general no afecta sin embargo a los intereses inmediatos de los más ricos,
puesto que una reducción global del crecimiento no implica una reducción
simultánea de sus beneficios, que han seguido aumentando. Y se están, además,
adaptando a la nueva situación, con la esperanza de obtener cada vez mayores
beneficios. El 16 de octubre de 2005 Citigroup, la mayor empresa financiera del
mundo, publicaba un informe con el título de Plutonomía, al que de momento se
prestó poca atención, hasta que, cuando comenzó a hacerse famoso, Citigroup se
preocupó de eliminarlo por completo de la red.
El informe proponía el término
“plutonomía” para designar los países en que el crecimiento económico se había
visto promovido, y en gran medida consumido, por el pequeño grupo de los más
ricos. Sostenía que “el encarecimiento de los activos, una participación
creciente en los beneficios y el trato favorable por parte de gobiernos
partidarios del mercado han permitido a los ricos prosperar y capitalizar una
proporción creciente de la economía en los países de plutonomía”. Lo ilustraba
con las cifras de la desigualdad de la distribución de la riqueza en los
Estados Unidos, que comentaba con estas palabras: “No tenemos una opinión moral
acerca de si esta desigualdad de los ingresos es buena o mala; lo que nos
interesa es que es importante”. Opinaban, además, que las fuerzas que habían
llevado a este aumento de la desigualdad en los veinte años últimos era
probable que continuasen en los años próximos. De lo cual había que deducir que
se crearía un entorno positivo para la actividad de empresas que vendiesen
bienes o servicios a los ricos.
Su conclusión final era: Hemos de
preocuparnos menos de lo que el consumidor medio vaya a hacer, ya que la
conducta de este consumidor es menos relevante para el agregado final, que de
lo que los ricos vayan a hacer. Esta es simplemene una cuestión de matemáticas,
no de moralidad, concluían.
Y debían tener razón, porque sabemos
que las empresas de bienes de lujo (o, como se dice en el negocio, de “bienes
para individuos de un valor extremo”, que The Economist nos aclara que son
aquellos pra los que “un bolso de 8.000 dólares es una ganga”) están aumentando
espectacularmente. LVMH –o sea Louis Vuitton Moët Hennessy- creció en un 13% en
la primera mitad de 2011 con ventas de 10.300 millones. Una noticia publicada
recientemente en la prensa nos dice que mientras la matriculación de
automóviles disminuyó en su conjunto en España en el año 2011, la excepción han
sido los de lujo, cuya matriculación ha aumentado en un 83’1 por ciento.
“En algún momento –habían avisado los
analistas de Citigroup- es probable que los trabajadores se opongan al aumento
de beneficios de los ricos y puede haber una reacción política contra el
enriquecimiento de los más acomodados”, pero “no vemos que esto esté
ocurriendo, aunque hay síntomas de crecientes tensiones políticas. De todos
modos mantendremos una extrecha observación de los acontecimientos”.
La ofensiva empresarial no se limita,
por otra parte, a buscar ventajas temporales, sino que aspira a una
transformación permanente del sistema político. En los Estados Unidos se está
tratando de dificultar el acceso al voto a amplias capas de la población que se
consideran poco afines a los principios de la derecha: ancianos, minorías
étnicas, pobres... En la actualidad hay en Norteamérica 12 estados que han
introducido medidas restrictivas del derecho a votar (otros 26 las están
gestionando), la más importante de las cuales es la exigencia de un documento
de identidad como votante, para cuya obtención se exige la presentación de
documentos como el carnet de conducir o la acreditación de una cuenta bancaria.
No sin problemas. En julio de 2011 el documento le fue negado en Wisconsin a un
joven, con el argumento de que el comprobante de su cuenta de ahorro, que
presentaba como identificación, no mostraba bastante actividad reciente com
para servir para esta finalidad. Más del 10 por ciento de ciudadanos
norteamericanos no tienen estas identificaciones, y la proporción es todavía
mayor entre sectores que normalmente votan por los demócratas, incluyendo un 18
por ciento de votantes jóvenes y un 25 % de los afroamericanos.
Pero la amenaza a la democracia no
necesita formularse con medidas legales de limitación del voto, porque el camino
más efectivo es el control de los políticos por parte de la oligarquía
financiera. Robert Fisk hacía recientemente una comparación entre las revueltas
árabes y las protestas de los jóvenes europeos y norteamericanos en un artículo
que se titulaba “Los banqueros son los dictadores de Occidente”, en que decía:
“Los bancos y las agencias de evaluación se han convertido en los dictadores de
occidente. Como los Mubarak y Ben Alí, creen ser los propietarios de sus
países. Las elecciones que les dan el poder –a través de la cobardía y la
complicidad de los gobiernos- han acabado siendo tan falsas como las que los
árabes se veían obligados a repetir, década tras década, para ungir a los
propietarios de su propia riqueza nacional”. Los partidos políticos, afirma
Fisk, entregan el poder que han recibido de los votantes “a los bancos, los
traficantes de derivados y las agencias de evaluación, respaldados por la
deshonesta panda de expertos de las grandes universidades norteamericanas, (…)
que mantienen la ficción de que esta es una crisis de la globalización en lugar
de una trampa financiera impuesta a los votantes”.
Michael Hudson, profesor de la
Universidad de Missouri, que había sido analista y asesor en Wall Street,
denuncia en un texto sobre lo que llama “la transición de Europa de la
socialdmeocracia a la oligarquía financiera”, los efectos de las políticas de
austeridad: “Una crisis de la deuda facilita que la élite financiera doméstica
y los banqueros extranjeros endeuden al resto de la sociedad (...) para apoderarse
de los activos y reducir el conjunto de la población a un estado de
dependencia”. A lo que añade que la clase de guerra que se extiende ahora por
Europa tiene objetivos que van más allá de la economía, puesto que amenaza
convertirse en una línea de separación histórica entre una época caracterizada
por la esperanza y el potencial tecnológico, y una nueva era de desigualdad, a
medida que una oligarquía financiera va reemplazando a los gobiernos
democráticos y somete a las poblaciones a una servidumbre por deudas. El
resultado es “un golpe de estado oligárquico en que los impuestos y la
planificación y el control de los presupuestos están pasando a manos de unos
ejecutivos nombrados por el cártel internacional de los banqueros” (no sé si
será oportuno recordar que nuestro actual ministro de economía procede del
sector bancario norteamericano).
Hay un aspecto de estos problemas en
el que nos conviene reflexionar. Randall Wray sostiene que la crisis
norteamericana de 2008 no la causó la insolvencia de las hipotecas basura,
porque su volumen no era suficiente como para haber provocado por si sólo este
desastre, sino que ésta fue simplemente la chispa que desencadenó un incendio
cuyas causas profundas eran el estancamiento de los salarios reales y la desigualdad
creciente, que empujaban a la economía lejos de una actividad centrada en la
producción hacia otra esencialmente financiera, dedicada al manejo del dinero.
Lo más grave de esta interpretación –advierte- es que, dado que estas causas
profundas no sólo no se han remediado, sino que son más graves ahora que en
2008, pudiera ocurrir que una chispa semejante, como la insolvencia de uno de
los grandes bancos norteamericanos o un problema grave en la banca europea,
volviera a iniciar una nueva crisis, tal vez peor.
Es por esto que necesitamos evitar el
error de analizar la situación que estamos viviendo en términos de una mera
crisis económica –esto es, como un problema que obedece a una situación
temporal, que cambiará, para volver a la normalidad, cuando se superen las
circunstancias actuales-, ya que esto conduce a que aceptemos soluciones que se
nos plantean como provisionales, pero que se corre el riesgo de que conduzcan a
la renuncia de unos derechos sociales que después resultarán irrecuperables. Lo
que se está produciendo no es una crisis más, como las que se suceden
regularmente en el capitalismo, sino una transformación a largo plazo de las
reglas del juego social, que hace ya cuarenta años que dura y que no se ve que
haya de acabar, si no hacemos nada para lograrlo. Y que la propia crisis
económica no es más que una consecuencia de la gran divergencia.
¿Qué hemos de hacer? Hay,
evidentmente, un primer nivel de urgencia en que resulta obligado luchar por
salvar los puestos de trabajo y los niveles de vida. El Banco de España se ha
encargado de comunicarnos hace pocos días que lo que vamos a tener este año, y
muy probablemente el siguiente, es más recesión y más de seis millones de
parados. Cuesta poco imaginar la cantidad de EREs y de recortes que esto va a
implicar, lo que nos va a obligar a muchos esfuerzos puntuales para salvar todo
lo que se pueda.
Pero lo que revela la naturaleza
especial de la situación actual es el hecho de que para la generación que ahora
tiene entre 20 y 30 años no va a haber ni siquiera EREs, sino una ausencia
total de futuro. Y eso sólo podrá resolverse con una política que vaya más allá
de la defensa inmediata de nuestras condiciones de vida, para enfrentarse a las
políticas de austeridad y que, sobre todo, se proponga acabar con el gran
proyecto de la divergencia social que las inspira.
Como demostró la gran depresión de
los años treinta, cuando eran muchos los que pensaban que el viejo sistema
capitalista se había acabado y que el futuro era de la economía planificada por
el estilo de la de la Rusia soviética, la capacidad del capitalismo para
superar sus crisis y rehacerse es considerable.
El problema inmediato al que hemos de
enfrentarnos hoy no es, como algunos pensábamos hace unos años, la liquidación
del capitalismo, que debe ser en todo caso un objetivo a largo plazo, porque la
verdad es que no disponemos ahora de una alternativa viable que resulte
aceptable para una mayoría. Y lo que no puede ser compartido con los más, por
razonable que parezca, está condenado a quedar en el terreno de la utopía, que
es necesaria para alimentar nuestras aspiraciones a largo plazo, pero inútil
para la lucha política cotidiana.
Lo que nos corresponde resolver con
urgencia es decidir si luchamos por recuperar cuanto antes un capitalismo regulado,
con el estado del bienestar incluido, como se había conseguido cuando los
sindicatos y los partidos de izquierda eran interlocutores eficaces en el
debate sobre la política social, o nos resginamos a seguir sufriendo bajo la
garra de un capitalisno depredador y salvaje como el que se nos está
imponiendo. De hecho, lo que nos proponen las políticas de austeridad es
simplemente que paguemos la factura de los costes de consolidar el sistema en
su situación actual, renunciando a una gran parte de las conquistas que se
consiguieron en dos siglos de luchas sociales.
No es que no haya signos
esperanzadores de resistencia. No cabe duda de que las ocupaciones de plazas y
las manifestaciones de protesta van a volver a brotar esta primavera, empujadas
por la desesperación. Pero lo más importante es saber si la experiencia de los
efectos combinados de los recortes y del aumento de las cargas servirá para
devolver el sentido común a quienes dieron el voto a una derecha que prometía
soluciones y se limita ahora a pedirnos sacrificios, o si sus votantes se
resignarán a aceptar mansamente las consecuencias de su error.
Pienso que es urgente, para dar
sentido y coherencia a las protestas, que la izquierda –una izquierda real que
nazca de más allá de la traición de la socialdemocracia de las terceras vías-
elabore nuevas formas de lucha y de mejora, ahora que ya hemos aprendido que la
idea de que el progreso era el motor de la historia es un engaño y que los
avances para el conjunto de los hombres y las mujeres solo se han conseguido a
través de las luchas colectivas. La semana pasada me pidieron en un diario de
Barcelona que opinase acerca de cómo sería dentro de cinco años este
capitalismo con el que nos ha tocado vivir. Y lo que respondí fue que eso
dependía de nosotros: que lo que tengamos dentro de cinco años será lo que
habremos merecido.
Nota: [1] Texto íntegro de la
conferencia pronunciada en León por el profesor Josep Fontana (salvo pequeñas
variaciones, es la misma que pronunció en la sede de Comisiones Obreras de
Catalunya en el consell de Comfia).
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