1ro de noviembre de 2007
Ponencia |1|
Arturo Guillén |2|
Introducción
América Latina se
encuentra en un momento decisivo de su historia. En más de dos décadas de
políticas neoliberales se desmembraron sus incipientes sistemas productivos
nacionales construidos en la etapa anterior, se estancaron sus economías y se
extendieron la el desempleo abierto, precariedad en el empleo, la informalidad,
la migración hacia los centros capitalistas y la pobreza. Actualmente varios
países de la región, sobre todo de América del Sur, con gobiernos de izquierda
o de centro-izquierda, están abandonando las recetas del Consenso de
Washington, y diseñan y aplican estrategias de desarrollo alternativas, que les
permitan obtener un crecimiento duradero de sus economías, resolver los
ingentes problemas sociales de sus pueblos y recuperar autonomía frente a los
imperialismos.
No existe una vía
única en la construcción de alternativas. Cada país, de acuerdo con su grado de
desarrollo y sus condiciones políticas específicas, trata de encontrar su
propio camino. Los proyectos van desde construir “el socialismo del Siglo XXI”,
como lo plantean los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, hasta darle “un
perfil humano” a la economía abierta y liberal de la Chile de Bachelet. Pero
todos ellos, se identifican, en mayor o menor grado, en la necesidad de
recuperar “un proyecto nacional de desarrollo” y de avanzar en la integración
latinoamericana.
El objetivo principal
de esta ponencia es reflexionar sobre las implicaciones del proceso de
declinación hegemónica del imperialismo norteamericano en el devenir
latinoamericano. La tesis central de este texto, es que el empantanamiento de
Estados Unidos en la Guerra de Irak y la primacía de sus intereses estratégicos
en el Medio Oriente, han facilitado el avance de los movimientos de izquierda
en América Latina. Sin embargo es dable esperar, y de hecho ya está ocurriendo,
una reconcentració n del interés estadounidense en el espacio latinoamericano y
una rearticulació n de las derechas asociadas del capital financiero
globalizado, para impedir el avance de las izquierdas. Ese escenario se
reforzaría si Estados Unidos logra encontrar una “salida” de la guerra iraquí y
puede “liberar” tropas y recursos para otras acciones, incluyendo América
Latina, si las opciones transformadoras amenazan los intereses de la
superpotencia declinante y en descomposición: Estados Unidos.
En los apartados 1 y 2
se presenta una versión resumida de las tesis sobre imperialismo y declinación
de la hegemonía estadounidense desarrolladas por el autor en un libro reciente
(Guillén, 2007). En el apartado 3 se exponen algunos de los principales cambios
ocurridos en los países de América del Sur, a partir del ascenso de gobiernos
de izquierda. El análisis se centra en tres aspectos claves interrelacionados:
la búsqueda de estrategias de desarrollo alternativas; las transformaciones en
los “bloques de poder”; y el proceso de integración económica latinoamericana.
Finalmente se establecen algunas conclusiones sobre las implicaciones de la
declinación hegemónica del imperialismo estadounidense sobre el devenir
latinoamericano.
Sobre el concepto de imperialismo
En 1989 al caer el
Muro de Berlín, cobró fuerza el discurso sobre la instauración de un nuevo
mundo pacífico y armonioso. El derrumbe del socialismo real en la Unión
Soviética aseguraba las condiciones para una globalización pacífica y sin
contradicciones, regida por el mercado. Bastaba, según el discurso neoliberal,
con eliminar las barreras existentes al comercio y a la circulación del
capital, para que la globalización eliminara las rivalidades entre las naciones
e integrara a los países “en vías de desarrollo” y a los países ex-socialistas
de Europa en la senda del progreso.
Una globalización
pacífica sin cañoneras ni colonias sería la perspectiva del mundo, una vez
zanjada la división de éste en dos sistemas antagónicos – capitalismo y
socialismo -, partición inaugurada con la revolución soviética y
formalizada en Yalta al término de la Segunda Guerra Mundial. De nueva cuenta,
se revivió el mito del “fin del imperialismo” y se decretó hasta el “fin de la
historia” (Fukuyama, 1992). Este mito fue alimentado en los noventa con el auge
de la nueva economía en los Estados Unidos
y con la pacificidad relativa y el “multilateralismo blando”, para usar la
expresión utilizada por Wallerstein (2004), de la administració n de William
Clinton en materia de política exterior. Desde la “izquierda” Hardt y Negri
(2000) se unieron al coro sobre el “fin de la historia” y el fin del
“imperialismo” . En su opinión, el Imperio sustituía al imperialismo. A
diferencia del periodo de Entreguerras en que predominaron las contradicciones
inter-imperialistas entre las grandes potencias capitalistas, en la actualidad
dichos conflictos han adoptado un papel enteramente secundario. El imperialismo
ha cedido su lugar a un nuevo poder global: el Imperio “un poder único” que
sobredetermina a todas las potencias capitalistas. El Imperio en Hardt y Negri
no es, tampoco, el poder hegemónico de Estados Unidos, en la medida en que
estos autores asumen que los Estados nacionales están en vía de desaparición,
sino un poder desterritorializado , sin fronteras, por lo que no existe ningún
centro de poder. Consideran, inclusive que el Imperio constituye un paso
adelante en la historia, de la misma manera como el capitalismo lo fue de
regímenes de producción anteriores. Por añadidura, la humanidad se habría
deshecho de esos monstruos opresivos del pasado que eran los Estados
nacionales, dejando atrás sus oprobiosas guerras. Desde la ultraderecha,
autores como (Kaplan, 2005: 22) desbordan cinismo y aceptan sin recato que el
Imperio es Estados Unidos, pero que trata de un “imperio bueno”, “democrático y
liberal”, “fomentador del cambio dinámico” en el mundo, a través de la
diseminación de bases y fuerzas especiales de intervención.
En mi concepto, el
imperialismo, es decir la dominación de unos pueblos por otros, es un fenómeno
tan viejo como el capitalismo. El imperialismo representa una continuidad en el
funcionamiento de la economía-mundo (Amin, s/f)). |3|
La característica
principal de toda economía-mundo es la existencia de un centro y una periferia,
las que constituyen unaestructura, una totalidad (Braudel, 1985). Entre centros y periferias existen
relaciones comerciales, de inversión y financieras basadas en la dominación de
los primeros. Esto fue así inclusive en la época lejana de las ciudades –estado
europeas del Mediterráneo, como después entre las potencias mercantilistas
europeas y los pueblos colonizados de América, o, más tarde, entre Holanda y su
periferia en la época en que los Países Bajos se convirtieron en la potencia
hegemónica del capitalismo en el siglo XVI.
Desde su nacimiento,
el capitalismo ha estado marcado por la alternancia de periodos de dominación
colonial directa, que implican la ausencia de autonomía política de parte de la
periferia, con periodos donde predominan formas de dominación “económica” que
admiten la soberanía política formal de las naciones dominadas. América Latina,
durante la llamada etapa del modelo primario–exportador (1830-1929), fue un
buen ejemplo de una dominación imperialista basada en mecanismos económicos, en
un primer momento respecto de Gran Bretaña, en un segundo momento respecto de
Estados Unidos.
En la Tríada se
concentra el poder de los imperialismos: Estados Unidos – la todavía potencia
hegemónica -, Alemania, Japón, Gran Bretaña y Francia siguen siendo los
centros de la economía-mundo. Sin desconocer la existencia de contradicciones
entre esas potencias, es un hecho que prevalecen entre ellas intereses comunes
frente al resto del mundo.
El poder acrecentado
de las empresas transnacionales (ETN), el fortalecimiento de agentes privados
frente a los gobiernos y la existencia de intereses compartidos por parte de
las principales potencias imperialistas, no significan, como piensan Fukuyama o
Hardt y Negri, el fin del imperialismo, ni el arribo al Imperio, una etapa
posthistórica armoniosa y pacífica. La existencia de un poder global en
ciernes, no implica tampoco el fin de los Estados nacionales, ni la eliminación
de contradicciones entre las grandes potencias capitalistas, ni mucho menos la
solución de las contradicciones entre los centros y las periferias, ostensibles
en los últimos años.
Es cierto que los
agentes principales de la globalización son las ETN y el capital financiero de
los países desarrollados, principalmente de los Estados Unidos, y que estos
apoyan su accionar global en sus respectivos Estados nacionales y en los
Estados de los países en donde operan. Es verdad también, que ciertas
instancias de la sociedad civil como el Foro de Davos y Montpellegrin y los
organismos multilaterales se comportan como instancias estatales globales. Los
organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el
Banco Mundial (BM) reflejan los intereses de los capitales globalizados, y
establecen reglas generales para su operación en escala mundial, así como
condicionan la política económica de los países de la periferia. En ese sentido
es totalmente correcto hablar de que la soberanía de los Estados nacionales se
ve severamente restringida por el accionar de esos organismos, así como también
aceptar la existencia de un “poder global” en proceso de formación conforme la
globalización avanza.
Sin embargo, es
necesario definir lo límites de ese “poder global”. Es difícil aceptar, como la
hacen algunos autores, que los agentes privados de las ETN conforman ya un
“poder global” constituido. Le dan al concepto un sentido de clase (¿burguesía
mundial?) que no tiene. Menos acertada me parece la tesis de Hardt y Negri, que
sostienen también los globalizadores pop,en el sentido de que los agentes privados de la
globalización actúan al margen de los Estados nacionales de su país sede y de
los Estados de los países huéspedes.
El poder global en
ciernes no ejerce su poder directamente, sino por intermedio de los Estados. La
globalización neoliberal ha sido impulsada activa y directamente por estos,
tanto en los centros como en las periferias del sistema. La apertura comercial y
financiera, la desregulación, los tratados de libre comercio, las
privatizaciones, la flexibilizació n de las legislaciones laborales, etc., han
sido todas ellas medidas tomadas y aplicadas en la esfera estatal. En esta
caracterizació n caben los organismos multilaterales como el FMI y el BM, los
cuales si bien son instancias supranacionales, constituyen prolongaciones
estatales de los Estados Unidos y de los países del Grupo de los Siete (G7).
Los Estados nación
aunque disminuidos en su capacidad de defender los intereses nacionales, están
lejos de ser sólo un holograma, un esqueleto vacío de poder. Por el contrario,
los intereses de los imperialismos – y en particular del imperialismo
norteamericano, el cual busca encauzar la globalización en una dirección
conveniente para el mantenimiento de su hegemonía declinante- se expresan, como
nunca antes, por intermedio de lo que queda de las burguesías nativas. En
sentido estricto, puede decirse que los capitales globalizados se han
internalizado, y esto desde hace varias décadas, mediante su asociación con los
capitales nativos, en los “bloques de poder” de las naciones (Poulantzas, 19).
Por tanto los estados nación solamente expresan los intereses de esos bloques
de poder, digamos globalizados.
Los Estados de la
periferia, pues, no han desaparecido; siguen teniendo el control sobre sus
territorios y sobre la gestión de su fuerza de trabajo y ejercen, dentro de
límites cada vez más estrechos, una política económica (monetaria, cambiaria,
fiscal, etc.) compatible con los intereses de la globalización neoliberal. Por
otra parte, el Estado no es un ente pasivo de la globalización, sino, por el
contrario, un agente activo de la misma, ya que ha sido y es uno de los
principales instrumentos utilizados para favorecer los intereses comprometidos
con la mundializació n de la economía. Es claro que el tránsito al modelo
neoliberal en América Latina fue posible por una recomposición del bloque de poder dominante, en la que confluyeron los intereses del capital financiero internacional,
las ETN y los grupos internos que reconvirtieron sus empresas hacia el mercado
externo. El Consenso de Washington, en mi opinión, no consistió meramente en un
decálogo de política económica impuesto desde Washington, con la colaboración
del FMI y el Banco Mundial, ni reflejó únicamente una convergencia de ideas de
las elites gubernamentales de América Latina, como pretendía convencernos
Williamson (1989), sino que expresó, ante todo, uncompromiso político,
un entramado de intereses, entre el capital financiero globalizado del hegemon
estadounidense y las élites internas de América Latina. Ambas buscaban con la
globalización una salida de la crisis y un nuevo campo de acumulación para sus
capitales. En la recomposición de los bloques de poder el accionar de los Estados fue determinante
Estoy de acuerdo con
Meiksins (2003: 68-69) cuando afirma, al criticar a Hardt y Negri, que “el
capital global se beneficia de la globalización pero no la organiza”. En su
opinión:
“El mundo hoy es, más
que nunca, un mundo de estados-nació n. La forma política de la globalización
(del Imperio?) no es un estado global o una soberanía global, sino un sistema
global de múltiples Estados y soberanías locales, estructuradas en una compleja
relación de dominación y subordinación” .
La presencia de un poder global emergente no implica la
existencia de una burguesía mundial, es decir de una clase propietaria sin base
nacional, ni tampoco la creación de un verdadero Estado mundial. Si éste fuera
el caso sería plausible suponer la existencia del ultraimperialismo, el fin del
imperialismo y su sustitución por el Imperio, así como el fin de las
contradicciones entre las grandes potencias del planeta y entre éstas y las
naciones de la periferia. Pero no es así. La última ola globalizadora no ha
creado un sistema productivo global, ni siquiera sistemas productivos
regionales en los espacios de “integración profunda” como los creados por la
Unión Europea (UE) o el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Lo que existe siguen siendo sistemas productivos nacionales internacionalizados
, liderados por ETN “multilocales” para usar la expresión de Vesseth (1998),
cuya base nacional sigue siendo fundamental.
En resumen, los
Estados nacionales no han desaparecido ni han sido sustituidos por actores
globales privados, ni se han creado estados supranacionales – si bien la
globalización provoca la creación de instancias de ese carácter, tanto en la
esfera pública (Parlamento Europeo, banco central europeo, la metamorfosis de
las funciones originales del FMI, etc.) como en la privada (Foro de Davos,
Montpellegrin) . La nación se conserva como espacio económico privilegiado,
como frente principal de la lucha de clases y como entidad cultural. Los
vínculos entre estado y nación no se han roto.
El poder global en
ciernes refleja, en todo caso, un proceso de transición, de desenlace incierto.
Dicho “poder global” sintetiza los intereses comunes, aunque no carentes de
contradicciones, que se han creado en el seno de la llamada Tríada. Pero esos
intereses se expresan por medio de los Estados, llámense gobiernos o aparatos
de Estado insertados en la sociedad civil.
La declinación de la hegemonía estadounidense
La existencia de un
“poder global” emergente y la coincidencia de intereses de las ETN dentro de la
globalización, no elimina la existencia de contradicciones entre las naciones.
No suprime tampoco la existencia de un poder hegemónico, ni la competencia y
lucha entre las distintas potencias que componen el sistema para asumir el
liderazgo. Desde sus orígenes, la economía-mundo capitalista, ha funcionado a
través de un hegemon que dirige, regula y organiza el sistema en su conjunto.
Es cierto que la preocupación por definir el problema de la hegemonía, oscureció, como plantea Strange (1996), el estudio de otros actores sociales u otras formas de poder en el capitalismo contemporáneo, pero de allí no se deduce, como queda implícito en el análisis de esta autora, que el asunto de la hegemonía haya pasado a un segundo plano. Por el contrario, la hegemonía estadounidense juega un papel de primer orden en la globalización y en el curso futuro del capitalismo.
Es cierto que la preocupación por definir el problema de la hegemonía, oscureció, como plantea Strange (1996), el estudio de otros actores sociales u otras formas de poder en el capitalismo contemporáneo, pero de allí no se deduce, como queda implícito en el análisis de esta autora, que el asunto de la hegemonía haya pasado a un segundo plano. Por el contrario, la hegemonía estadounidense juega un papel de primer orden en la globalización y en el curso futuro del capitalismo.
La hegemonía en un
sistema de Estados nacionales, entendida como un poder desproporcionado en
manos de la potencia líder, se ejerce por medio de la fuerza, es decir de la
coerción, y por medio del consenso; en realidad, por una combinación de ambas.
La hegemonía implica que el país líder aplica medios violentos cuando resulta
necesario para imponer sus intereses, pero también que su liderazgo es
reconocido por los otros Estados. Es decir, para que una potencia sea
hegemónica su poder debe ser no solamente aceptado pasivamente por su capacidad
de coerción, sino porque logra establecer el consenso en el conjunto del
sistema.
El concepto de
hegemonía se asienta sobre bases nacionales (Cox, 1983). No puede haber
hegemonía a nivel mundial si el “bloque dominante” de la potencia hegemónica,
es decir, las clases y grupos que ejercen el poder en el seno de la formación
social de esa potencia, no la tienen en el espacio nacional. La hegemonía se
refiere a lo que Gramsci llamaba bloque histórico, es decir el conjunto de fuerzas sociales que en
un contexto nacional establecen “su liderazgo intelectual y moral” para
gobernar al universo de clases en conflicto.
De acuerdo con Cox
(1983), la hegemonía mundial no es más que la extensión a nivel internacional
de la hegemonía establecida a nivel nacional por los grupos sociales
dominantes. Es decir, la hegemonía se construye dentro del marco de Estados
nacionales y de allí se proyecta hacia fuera. Esta es una razón adicional para
comprender por qué la globalización no puede entenderse al margen de los
Estados-nació n, por disminuidos que estos se encuentren frente a actores
privados. Por el contrario, la globalización es uno de los medios principales
que utiliza la potencia hegemónica estadounidense para preservar su liderazgo y
poder.
Al término de la
Segunda Guerra Mundial, la hegemonía de Estados Unidos en el mundo era
indiscutible e incontestable. No sólo era la economía más fuerte del planeta,
sino que ejercía su liderazgo tanto dentro del capitalismo, como frente al
socialismo real. Los intereses particulares de EE.UU. coincidían con los
intereses generales de las naciones que integraban la economía-mundo
capitalista.
A lo largo de más de
dos décadas (1950-1970) la mayoría de los países capitalistas desarrollados, y
muchos países de la periferia experimentaron un auge económico duradero.
Sin embargo, hacia
finales de los años sesenta las cosas comenzaron a cambiar. La hegemonía
estadounidense evidenció un claro proceso de deterioro por la combinación de un
conjunto de factores económicos y políticos, entre los que sobresalían: la
ruptura del sistema monetario internacional de Bretton Woods; el fin de la
larga fase de expansión de la posguerra y el inicio de una “gran crisis” que se
manifestó en una baja de la tasa de ganancia y el surgimiento de presiones
inflacionarias en los principales países desarrollados; la consolidación de
Japón y Alemania como potencias económicas emergentes; y el fin de la guerra de
Vietnam, la que entrañaría la primera derrota militar del imperialismo
estadounidense. La derrota derrumbó el mito de la invencibilidad del
imperialismo norteamericano. Se demostró que una guerrilla organizada que
contaba con el apoyo de su pueblo y con la solidaridad internacional, estaba en
condiciones de derrotar al ejército más poderoso de la Tierra.
Estados Unidos no
tiene ya el liderazgo tecnológico y productivo aplastante que ejerció en el
periodo 1945-1970. Japón y Alemania compiten al tú por tú en varios sectores y
ramas económicas. La Tríada y los países emergentes son los espacios
preferentes en donde se procesa la competencia entre los principales capitales
financieros del mundo. No existe ninguna ventaja clara de Estados Unidos. en
materia de productividad o de control de los sectores de punta. La competencia
internacional se ha intensificado con los avances logrados en la integración
económica europea, sobretodo a partir de la creación del mercado único europeo
y del lanzamiento del euro, así como con el surgimiento de nuevas potencias
industriales en Asia (China, India, Corea del Sur, Taiwán y Singapur).
El deterioro de la
hegemonía estadounidense es un fenómeno relativo, no absoluto. Se trata como ya
lo había advertido Poulantzas (1976: 80) desde los setentas, de un
“retraimiento” de su hegemonía “respecto de las formas excepcionales que había
revestido durante la etapa precedente”, no del fin de su hegemonía, tal como se
había planteado en algunas discusiones de esa época.
Cuando una potencia
hegemónica se encuentra en su cenit y entra en crisis, utiliza su dominación
monetaria y financiera para desplegar un proceso de financiarizació n que tiene
por objeto preservar su hegemonía (G.Arrighi,1994) . Esto lo hacen las
potencias declinantes aprovechándose del hecho de que aún conservan su posición
de centro financiero mundial. En la actualidad, el centro financiero mundial
sigue siendo Nueva York y Estados Unidos utiliza esa ventaja para competir con
sus rivales: la Unión Europea y Japón. Los periodos de financiarizació n de la acumulación de capital son resultado de las grandes crisis y de los reacomodos que estas provocan en la
estructura del capital. En otras palabras, son consecuencia de la competencia
agudizada entre los capitales individuales que tales crisis provocan. Así, los
procesos de “financiarizació n” son procesos históricos en el transcurso de los
cuales se intenta “construir” un nuevo modo de regulación del sistema, y en los
que ocurre un proceso de transición
hegemónica, es decir, de
declinación de la potencia dominante y de ascenso de un nuevo hegemon. Estos
procesos están vinculados con la crisis de un régimen de acumulación y con la
búsqueda de uno nuevo. Mediante la dominación monetaria y financiera que aún
ejerce una determinada potencia hegemónica, ésta busca preservar su liderazgo
por esa vía.
Supongo como Arrighi
(1994), que Estados Unidos, a semejanza de Gran Bretaña en el periodo de
Entreguerras, utiliza su dominación monetaria y financiera para tratar de
conservar su hegemonía y evitar el ascenso de sus rivales. Este país ha sido el
principal impulsor y beneficiario de los procesos de globalización y
financiarizació n de las últimas tres décadas, los cuales han sido
consecuencia, no sólo de una política estatal y de un proyecto de las
fracciones más globalizadas del capital, sino también de un proceso objetivo,
resultado de la crisis del modo de regulación fordista y de la persistencia de
problemas en la valorización del capital.
Pero ese redespliegue
financiero tiene sus costos y el principal ha sido la imparable debilidad del
dólar y la conversión de Estados Unidos en el principal deudor del mundo. El
déficit en cuenta corriente ha aumentado año con año desde los setentas, pero
principalmente a partir de la década de los noventa. Al cierre de 2006, el
déficit en cuenta corriente alcanzó 811,477 millones de dólares, lo que
representa un 6.1% del PIB.
Si el desequilibrio
externo de los Estados Unidos no logra mantenerse bajo control, tarde o
temprano los inversionistas externos y los bancos centrales decidirán abandonar
el dólar y colocar sus recursos en otros valores de reservas. Desde enero de
1999, un nuevo personaje llamado euro, ha entrado en escena. Se trata de una
nueva divisa fuerte que opera en un bloque económico que ha alcanzado un alto
grado de integración. El euro puede constituirse en el rival más poderoso del
dólar, tanto en la esfera comercial como financiera (Bergsten, 1999).
La definición de una
nueva hegemonía en el mundo pasa por la definición de la hegemonía monetaria.
Para que el euro se convierta en un real competidor del dólar se requiere no
sólo la de la existencia de una moneda fuerte, sino de que Europa se decida a
avanzar en su unificación política y militar y en la aplicación de una
estrategia internacional diferente a la enarbolada por el imperialismo
norteamericano. El fin de la hegemonía estadounidense parece acercarse, pero lo
único cierto en la hora presente, es el carácter incierto de las posibles
salidas.
La economía de Estados
Unidos vive en el filo de la navaja con una contradicción difícil de resolver.
La depreciación del dólar es indispensable para atenuar el enorme déficit de la
balanza de pagos, que ha alcanzado un nivel sin precedente. Pero la
depreciación de la divisa verde conspira contra el interés estadounidense de
mantener el dólar como la principal reserva de valor y la divisa clave del
mundo; su depreciación va en la dirección contraria de la necesidad de
financiar su desequilibrio externo, mantener, por esa vía, el dinamismo de su
economía interna y seguir siendo la locomotora de la economía mundial.
Con la llegada de
George W. Bush y el retorno de los neoconservadores al gobierno de Estados
Unidos, las prédicas sobre la globalización pacífica y el “fin del
imperialismo” quedaron enterradas. La tesis de Hardt y Negri (2000) de que la
Guerra de Vietnam fue la última aventura militar del imperialismo
norteamericano, se convirtió en una ironía. Regresaron las cañoneras y las
aventuras coloniales de la única superpotencia militar de la posguerra fría. El
pretexto para reorientar la estrategia imperialista fueron los ataques
terroristas del 11 de septiembre de 2001.
El “regreso de las
cañoneras” no significa que el ascenso de la administració n George Bush II
representó una vuelta a la vía militarista. Eso sería tanto como suponer que
las administraciones anteriores se distinguieron por su pacifismo. ¡No! El
militarismo es un fenómeno estructural de Estados Unidos desde el término de la
Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría. (Wrigth Mills, 1956). Y
el expansionismo marca su historia desde la Independencia. Entonces lo nuevo en
la administració n bushista no es el militarismo, sino el abandono del
“multilateralismo blando” de las administraciones anteriores y el uso
preponderante de medios militares para preservar la hegemonía estadounidense.
La elaboración de la
estrategia imperialista de la ultraderecha estadounidense venía de varios años atrás. Meses antes del ascenso
de Bush II al gobierno, un grupo llamado Proyecto para un Nuevo
Siglo Americano y al cual pertenecen entre otros el vicepresidente
de EE.UU., Dick Cheney, el ex-secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, su
subsecretario Paul Wolfowitz – después Presidente del Banco Mundial -, así
como otros connotados funcionarios de las administraciones de Ronald Reagan y
Bush padre, publicaron un documento intitulado Reconstruyendo las
defensas de Estados Unidos: estrategia, fuerzas y recursos para un nuevo siglo.
Este documento planteaba
los objetivos geoestratégicos de EE.UU. para el siglo XXI. El objetivo
principal de este país es consolidar su posición hegemónica para que el siglo
XXI sea un nuevo siglo americano. Para conseguirlo proponía, entre otras
recomendaciones, extender el modelo globalizador neoliberal a todo el mundo: la
democracia y la apertura de los mercados; utilizar una estrategia preventiva y
de largo plazo frente al nuevo enemigo: el terrorismo internacional;
incrementar el gasto militar; tener una presencia creciente en la región del
Golfo Pérsico; desarrollar armas nucleares y químicas tácticas, para evitar su
proliferación entre naciones o grupos enemigos; y mantener la preeminencia
estadounidense en el mundo impidiendo el ascenso de una gran potencia rival.
Irak fue el campo de
experimentació n de la nueva estrategia de “guerra preventiva”. La destrucción
de las Torres Gemelas de Nueva York fue aprovechada por los neoconservadores
estadounidenses para implementar una nueva estrategia de redefinición del mapa político
del mundo.
El control de recursos
naturales estratégicos, como el petróleo, el gas, el agua u otros minerales
juega un papel central en la nueva estrategia imperialista. Los motivos de la
guerra de Irak iban más allá del petróleo, pero el control de éste contó y
contó mucho en la decisión de ocupar Irak. Al preguntársele a Paul Wolfowitz,
uno de los mayores halcones de la administració n Bush II, por qué se había
decidido atacar a Irak en vez de Corea del Norte, que es más peligroso pues
cuenta con poder nuclear, aquél se sinceró al contestar (Fisk, 2003: 32):
“Veámoslo de forma simple: La diferencia más importante entre Corea del Norte e Irak es que económicamente no teníamos otra opción que Irak. El país está nadando en un mar de petróleo”. |4|
“Veámoslo de forma simple: La diferencia más importante entre Corea del Norte e Irak es que económicamente no teníamos otra opción que Irak. El país está nadando en un mar de petróleo”. |4|
Entonces, la guerra de
Irak no es, esencialmente, una lucha entre civilizaciones o culturas
diferentes, entre el mundo cristiano occidental y el mundo islámico
fundamentalista o una lucha civilizatoria por la democracia, sino una guerra
imperialista por el control de una materia prima estratégica, lo cual implica
tener en aquel país un régimen neocolonial pronorteamericano que entregue el
control de ese recurso a las trasnacionales y asegure el control geopolítico de
esa región.
La ocupación de Irak forma parte una estrategia imperialista integral de Estados Unidos. Tiene por objetivo preservar su posición hegemónica aprovechando su supremacía militar. Refiriéndose al escudo antimisiles que planea ahora instalar Estados Unidos en Europa, a pesar de la objeción de Rusia, un alto militar de este país, Leonid Ivashov, señala que:
La ocupación de Irak forma parte una estrategia imperialista integral de Estados Unidos. Tiene por objetivo preservar su posición hegemónica aprovechando su supremacía militar. Refiriéndose al escudo antimisiles que planea ahora instalar Estados Unidos en Europa, a pesar de la objeción de Rusia, un alto militar de este país, Leonid Ivashov, señala que:
“Implantándolo,
Estados Unidos procura asegurarse la hegemonía mundial. Su estrategia de
seguridad nacional indica explícitamente la necesidad de garantizar el acceso
sostenible, es decir, controlado, hacia las regiones clave del planeta, las
comunicaciones estratégicas y los recursos globales (…) Washington se empeña en
construir un sistema capaz de neutralizar el potencial nuclear de sus rivales
estratégicos, Moscú y Pekín, para lograr un monopolio militar” (Citado por
Castro, 2007).
La guerra contra el
terrorismo, convertida en una “guerra perpetua”, justifica el mantenimiento de
una economía permanente de guerra (Meiksins, 2003). Mediante la ocupación de
Irak y la redefinición del mapa político de Medio Oriente, así como mediante su
presencia militar en Afganistán y en las republicas asiáticas ex-soviéticas, se
pretende controlar un área vital del mundo, el abastecimiento externo de
petróleo y evitar la emergencia de potencias rivales que pongan en peligro su
hegemonía. El control sobre una materia prima fundamental para la continuidad
de la acumulación de capital, limita la capacidad de la Unión Europea
(¿Alemania?) o de Asia (¿Japón? ¿China?) para erigirse en polos hegemónicos
alternativos.
La estrategia
militarista de la ultraderecha estadounidense actualmente en el poder, conlleva
riesgos importantes, no sólo porque pone en riesgo la paz mundial, sino también
porque cuestiona, de alguna manera, el proyecto hegemónico estadounidense. La
estrategia unilateral y militarista de Estados Unidos enfrenta dos problemas principales,
que están estrechamente vinculados: a) la pérdida de consenso y b) la
sobreextensió n de sus fuerzas militares.
El unilateralismo
implica una pérdida de consenso del imperialismo norteamericano dentro del
sistema imperialista. Las acciones unilaterales de la administració n
estadounidense no son tanto, como bien apunta Sutcliffe (2003), un reflejo de
la hegemonía indiscutible de Estados Unidos, sino, por el contrario, una
expresión de su pérdida de hegemonía, entendida ésta en el sentido gramsciano
del término, que involucra el consenso como un elemento imprescindible de la
misma. En otras palabras, el abuso de la fuerza es una muestra de su
incapacidad creciente de para representar el interés general del sistema y
hacer valer sus posiciones por otras vías diferentes a la militar. Nunca
Estados Unidos se había encontrado más aislado del mundo que en la actualidad,
no sólo de gobiernos otrora aliados sino, también, de los pueblos de muchos
países. Como dice Brzezinski, ex-consejero nacional de seguridad durante el
gobierno de Carter, en su último libro, la imagen más poderosa de Estados
Unidos ya no es la estatua de la Libertad, sino el campo de prisioneros de
Guantánamo. En su opinión, si no se dan pasos urgentes para restaurar el
consenso, “la crisis de la superpotencia estadounidense se volverá terminal”
(citado por La Jornada, 2007a).
El peligro principal
es el sobredimensionamien to de los conflictos ¿Cuántas guerras puede
desarrollar exitosamente Estados Unidos al mismo tiempo? Considero, que dado su
empantanamiento en la guerra de Irak y la reactivación de la lucha en
Afganistán, no muchas, tal vez ni una más. Difícil pensar que se intente una
nueva aventura militar en Irán, Siria, Corea del Norte, o en contra de
cualquiera de los enemigos declarados del llamado Eje del Mal, cuando, sus
gobiernos títeres en Afganistán e Irak enfrentan crecientes obstáculos. La
lucha armada de los talibanes en Afganistán se ha reactivado. Aunque
debilitados, los talibanes han logrado reagruparse y se incrementan las bajas
en el ejército del gobierno afgano así como en el estadounidense y en los
efectivos de la OTAN. En Irak, la resistencia parece estarle ganando la batalla
al ejército de ocupación: los ataques se multiplican y la reconstrucció n de la
economía y de la infraestructura petrolera se han vuelto tareas imposibles.
Los casos de Irak y
Afganistán comprueban de nuevo como antes Vietnam, que el poderío militar
incontrastable de Estados Unidos puede servir para ocupar un país rápidamente o
para arrasarlo mediante el bombardeo aéreo, pero no es garantía de triunfo
militar. El imperialismo norteamericano es vulnerable.
La declinación
relativa de Estados Unidos como potencia hegemónica es un hecho real. Estamos
en una fase de transición hegemónica cuyo desenlace, sin embargo, es incierto. La vía
militarista y unilateralista elegida por la administració n de George Bush II
limita enormemente la construcción de un liderazgo por consenso en el seno de
la Tríada y con el resto del mundo
En ese marco, ¿Existen
posibilidades reales para la emergencia de un nuevo hegemon en la economía
mundial globalizada? O, de no ser este el caso, ¿Es viable pensar, como lo
sugieren algunos autores, en un orden multipolar regido por reglas claras entre
las potencias, y entre éstas y una periferia cada vez más heterogénea? O peor
aún, ¿El mundo se desenvolverá dentro de un proceso de descomposició n y
ruptura, con un hegemon declinante y agresivo que se resiste al surgimiento de
un nuevo orden más plural?
Ninguno de esos escenarios
se puede descartar a priori, pues son opciones reales dentro de las condiciones actuales del mundo.
Resulta imposible dar respuestas acabadas a estos interrogantes que dependen de
una multitud de factores económicos, políticos y culturales. En todo caso lo
único que parece estar claro es que nos encontramos en un periodo detransición
hegemónica, cuyo desenlace es imprevisible, como imprevisible
es también la salida de una gran crisis estructural añeja, que
se remonta al último tercio del siglo pasado, y el retorno a un periodo de
crecimiento duradero, como el experimentado en la segunda posguerra, que haga
viable además el desarrollo de la periferia, opción que la globalización
neoliberal ha bloqueado en la mayor parte de la misma. Sin embargo, como bien
advierte Serfati (2004: 120), el concepto de transición hegemónica, puede
resultar un concepto insulso y equivoco, que opaca el tipo de transformaciones
requeridas para el ascenso de un nuevo hegemon. El tránsito de la hegemonía
británica a la estadounidense reclamó un amplio periodo de trastornos, que
incluyó la mayor depresión de la historia del capitalismo, la de los años
treinta, y dos guerras mundiales. Ello nos indicaría que el problema es muy
complejo y muy lejos de una transición suave, por lo que “sería necesario
bastante más que la dinámica de una parte de los países de Asia, para modificar
las relaciones de fuerza interimperialistas” .
El surgimiento de un
nuevo hegemon no parece, pues, contemplable en el futuro cercano. Ni Japón ni
Europa están condiciones ni desean asumir el papel de líderes de un nuevo
orden, aunque la balanza económica sigue inclinándose hacia Asia. Desde hace
varias décadas las economías japonesa y europea han experimentado un proceso de
integración orgánica con el capital transnacional estadounidense. Los bloques
de poder en Asia y Europa están compenetrados con los intereses de la potencia
hegemónica. La coincidencia de intereses entre las ETN estadounidenses,
japonesas o europeas es mayor que las diferencias entre ellas o entre sus
respectivos Estados. Aunque las rivalidades y la competencia persisten,
comparten el objetivo de un mundo abierto de conformidad con sus intereses. La
Tríada en su conjunto se beneficia de la existencia de una periferia
heterogénea, pero acotada y subordinada a sus intereses comunes.
Así, que más que una
reedición de las rivalidades interimperialistas del periodo de Entreguerras que
desembocaron en la Gran Depresión y en dos guerras mundiales, así como en el
surgimiento de un nuevo hegemon, como resultado de ese trastocamiento, lo que
tenemos hacia adelante no son tanto confrontaciones entre las potencias, sino
una agudización de las contradicciones Norte-Sur. Este escenario no es
contradictorio con avances en la integración en cada uno de los polos de la
Tríada y con nuevas alianzas con países emergentes, tanto en Europa como en
Asia.
Las confrontaciones
Norte-Sur pueden presentarse en el discurso, como ahora la guerra en Irak, como
luchas del imperialismo estadounidense contra el Eje del Mal o como expresión
del “choque de civilizaciones” , aunque en realidad tengan como objetivo
redefinir el mapa político del mundo, en favor de la potencia hegemónica
declinante o para el control de recursos estratégicos como el petróleo y el
gas, así como para impedir el ascenso de potencias emergentes. La eventualidad
de guerras o de “golpes de Estado”, inclusive en la periferia capitalista
occidental, por ejemplo América Latina, no se puede descartar. En este caso la
etiqueta de “fundamentalismo” carecería de sentido, pero en su lugar podría
emplearse la de “populista”, “narcopoder” o “dictadura”, para aquellos países
que aunque no representen un peligro antisistémico, intenten vías de desarrollo
más autónomas o formas democráticas distintas a las de Washington.
Por de pronto, el
escenario que parece más viable en los próximos años es la de una continuación
de la dominación estadounidense, en un marco de descomposició n creciente de su
poder y hegemonía (de un liderazgo consensual, se entiende), con crecientes y
más complejos conflictos en y contra el Sur, así como el tejido de nuevas
alianzas, unas estables y otras inestables, entre las grandes potencias y las
potencias emergentes (China, India, Brasil), así como un rechazo en ascenso a
la política unilateralista y militarista de Washington. Coincido con
Wallerstein (2007) en que el futuro de la pugna hegemónica es sumamente
incierto y que vivimos una etapa de transición caracterizada por un “caos
sistémico.
La “rebelión en la granja”
La “revuelta
latinoamericana” contra la hegemonía estadounidense, como afirma Bellamy Foster
(2007), constituye un momento histórico nuevo donde nuestros pueblos están, en
las palabras de Chomsky (2007), “reafirmando su independencia” . Se trata de
una revuelta en el “patio trasero” del imperialismo norteamericano,
auténticamente de una “rebelión en la granja”. La rebelión se ubica en tres
planos principales interrelacionados: a) la aplicación de estrategias internas
de desarrollo alternativas; b) la construcción de nuevos “bloques de poder” y
formas de democracia avanzada; y c) los avances en la integración económica y
política latinoamericana.
Estrategias alternativas de
desarrollo
Está demostrado, tanto
en los hechos como en la teoría, que las políticas neoliberales del Consenso de
Washington solo han conducido a América Latina a un callejón sin salida de
estancamiento, desigualdad y pobreza (Guillén, 2007 b). El ingreso de ahorro
externo (fundamentalmente especulativo) , que es la base financiera del modelo
neoliberal (MN) no crea condiciones para el crecimiento sostenido de las
economías. La apertura irrestrictita e indiscriminada de la cuenta de
capitales, lejos de provocar un incremento sostenido de la inversión como lo
postula la teoría estándar o la “ortodoxia convencional” como prefiere llamarla
Bresser-Pereira (2007), desplaza el ingreso de ahorro externo hacia el consumo
privado, lo que impide que la reactivación se sostenga. Además, el influjo de
ahorro externo provoca, por un lado, el incremento del déficit en cuenta corriente
por las crecientes importaciones derivadas del aumento del consumo privado, de
la mayor concentración del ingreso y de la ruptura de las cadenas productivas
internas. Por el otro lado, induce a un creciente endeudamiento externo de los
agentes económicos.
El MN no ha permitido
elevar sustancialmente la tasa de inversión y, por ende, los niveles de empleo
en la economía formal. Al comparar el periodo 1983-1991 con 1991-1998, Frrench
Davis (2005: 69) encuentra que mientras el ahorro externo utilizado (flujos
netos de capital del exterior menos acumulación de reservas) en América Latina
aumentó en 2.4 puntos porcentuales del PIB, el coeficiente de inversión creció
apenas en 0.8 puntos del PIB. La tasa de inversión bruta se mantuvo en México
durante los noventa en niveles entre el 18-20%, superior a las mediocres cifras
de la década perdida, pero inferiores a las alcanzadas durante el modelo
de sustitución de importaciones. En Argentina, la tasa de inversión bruta en el
periodo neoliberal se movió en niveles parecidos. En 1998 la tasa de inversión
bruta en ese país era del 20% del PIB, pero con la crisis se desplomó al 12 %
en 2002.
El modelo neoliberal
(MN) se sustenta en dos pilares básicos: una política monetaria restrictiva y
procíclica y un tipo de cambio sobrevaluado (Guillén, 2007c). La política
monetaria restrictiva, enmarcada en objetivos antiinflacionarios, ha sido una
condición para atraer flujos privados de capital del exterior y evitar la fuga
de capitales. La entrada de capitales, a su vez, provoca la sobrevaluació n
persistente de la moneda. Tasas de interés reales altas y tipo de cambios
sobrevaluados se convierten así, en el tributo indispensable que reclaman los
capitales externos para ingresar a los países emergentes, lo que, sin embargo tiene
un impacto desfavorable en el crecimiento económico y en la creación de
empleos.
El crecimiento
sustentado en el ahorro externo, como el que se promueve bajo las premisas del
Consenso de Washington, resulta efímero y, por tanto, no sustentable. El ingreso
de capitales del exterior, en el marco de políticas monetarias pasivas y
restrictivas, puede tener, temporalmente, un efecto positivo en el crecimiento
económico, pero no crea las condiciones para una expansión perdurable, aspecto
fundamental en cualquier política auténtica de desarrollo. En efecto, la
reactivación de los flujos externos de capital generalmente ocurre después de
un periodo de crisis, en el cual existe un alto margen de capacidad productiva
ociosa. El ingreso de capitales produce un efecto reactivador en la demanda
agregada, sobretodo del consumo privado (acicateado además por la tendencia a
la concentración del ingreso). El PIB real crece, pero por debajo de la oferta
potencial, la cual está definida por la capacidad productiva instalada. De allí
que el efecto de ese crecimiento en la tasa de inversión sea marginal. Al mismo
tiempo, crecen las importaciones de bienes de consumo de lujo y las
importaciones de insumos y con ellas el déficit en cuenta corriente financiado
por el superávit de la cuenta de capital. Si bien puede presentarse una
elevación de la productividad, esta resulta de un mejor uso de los recursos
existentes, no de una expansión de la capacidad productiva.
Pero justamente en ese
punto se detienen los efectos “virtuosos” del crecimiento económico sustentado
en el ahorro externo. Como afirma Frrench Davis, “al completarse la
reactivación, alcanzándose la frontera productiva, cualquier demanda agregada
adicional requerirá nueva capacidad productiva para satisfacerla y, por consiguiente,
de nueva inversión para generarla”. En otras palabras, en esa fase del ciclo,
sostener el crecimiento implicaría incrementar sustancialmente la tasa de
inversión. Sin embargo, ello no sucede. El ingreso de capital externo provoca,
más que un crecimiento de la tasa de inversión, un desplazamiento del ahorro
interno hacia el gasto: hacia el consumo privado y el ahorro financiero
(Bresser-Pereira, 2007). Al mismo tiempo, genera la apreciación de la moneda,
fomenta la especulación en los mercados de valores e incrementa el
endeudamiento externo de los agentes, creando las condiciones para una crisis
financiera.
La crisis mexicana de
1994-1995 como después la asiática, la rusa, la brasileña y argentina
demostraron que cuando los operadores financieros globalizados consideran que
los desequilibrios provocados en gran medida por la propia operación de los
capitales que representan ya no son sostenibles, inician los ataques
especulativos sobre las monedas y provocan la estampida de los capitales. Como
he señalado en otro trabajo (Guillén, 2007a: capitulo VII), el efecto
desequilibrador de los flujos externos de capital sobre variables económicas
claves se presenta, tanto en la fase anterior a la crisis financiera, como al
precipitarse ésta. En el periodo anterior al estallido de una crisis, cuando el
ingreso de capital especulativo es intenso, éste genera, como dije arriba,
sobrevaluació n de la moneda, aumento del déficit externo, sobreendeudamiento,
etc. En otras palabras, el ingreso de capital afecta los fundamentales de la economía, pero
en un sentido negativo. Una vez que irrumpe la crisis, se producen los efectos
contrarios. La estampida de los capitales hacia otros mercados precipita la
devaluación abrupta de la moneda, el derrumbe de los precios de los activos
financieros e inmobiliarios, la contracción del crédito y demás efectos
deflacionarios que acompañan a todas las crisis financieras importantes.
No pretendo efectuar
un análisis comprehensivo de las políticas económicas de los gobiernos de izquierda
y centro-izquierda de la región pero las experiencias contrastantes en materia
de crecimiento económico de Argentina y de Venezuela, por un lado, y de Brasil
por el otro, ilustran la importancia de modificar lo que llamo “los nudos
críticos” de una estrategia alternativa de desarrollo, a saber: las política
monetarias y fiscales restrictivas y la política cambiaria de tipo de cambio
alto o “populismo cambiario” (Guillén, 2007c).
Argentina superó la
crisis cuando decidió abandonar la camisa de fuerza del “consejo monetario” y
estableció una política de tipo cambiario “bajo”, al tiempo que aplicó una
política monetaria expansiva manteniendo tasas de interés ligeramente
negativas. Además mediante la práctica cancelación de la deuda pública externa
con los acreedores privados, liberó importantes recursos para impulsar el gasto
público y los programas sociales. Durante los últimos cuatro años ha logrado
tasas de crecimiento del producto superiores al 8.5%. Entre 2003 y 2006, el PIB
logró un crecimiento acumulado de 40.5% habiéndose rebasado los niveles de
precrisis desde 2005. Este crecimiento sostenido del PIB ha permitido reducir
la tasa de desempleo abierto, abatir la informalidad y empezar a revertir los
índices de pobreza. El crecimiento se ha sustentado en un incremento importante
de las exportaciones de origen primario, pero también en el fortalecimiento del
mercado interno y en la reindustrializació n que la nueva política económica
volvió factibles.
Venezuela es otro
ejemplo claro de cómo revertir el estancamiento, cuando se dejan de lado los
dogmas neoliberales del Consenso de Washington. Ello fue posible cuando el
gobierno bolivariano abortó el golpe de Estado orquestado por la oligarquía y
el imperialismo norteamericano en 2002, y desbarató la nueva asonada derechista
de la huelga petrolera recuperando para el Estado el control de la empresa
PDVESA en 2003. Desde 2003, el PIB real ha crecido un 76%. Durante los últimos
tres años se han alcanzado tasas de crecimiento superiores al 10% anual. Es
cierto que la expansión económica se ha apoyado en la bonanza de los altos
precios internacionales del petróleo, pero los resultados habrían sido muy
distintos si el gobierno se hubiera adherido a los principios neoliberales del
equilibrio fiscal y las políticas monetarias y salariales pasivas. Al
contrario, se aplicaron políticas activas en materia monetaria y fiscal. Como
lo reconocen Weisbrot y Sandoval (2007: 3), analistas de un centro de
investigación estadounidense:
“Es probable que las
políticas fiscales y monetarias expansionistas, así como los controles sobre el
tipo de cambio aplicados por el gobierno, hayan contribuido a este auge
económico presente. El gasto del gobierno central se incrementó del 24 por
ciento del PIB en 1998 al 30 por ciento en 2006. Las tasas reales de interés a
corto plazo han sido negativas durante todo o prácticamente todo el periodo de
recuperación económica”.
Un asunto pendiente es
la sobrevaluació n de la moneda venezolana, que el gobierno no ha querido
corregir, en virtud del aumento de la inflación. La apreciación de la moneda
limita la sustitución de importaciones y la necesaria diversificació n del
sistema productivo venezolano. Los efectos negativos de la sobrevaluació n han
sido paliados mediante el control de cambios
El crecimiento durable
del aparato productivo ha permitido abatir el desempleo abierto (el cual pasó
del 15% en 1999 y del 18,5% en el pico de la recesión de 2003 al 8.3% en 2007),
elevar el empleo formal, así como reducir la informalidad y los índices de
pobreza.
No solamente ha habido
crecimiento durable, sino que se han introducido, auténticas políticas de
desarrollo, si por desarrollo entendemos un proceso de elevación de las
capacidades y habilidades de la población. El mejoramiento en materia de
alimentación, salud y educación es notable. El gasto social, como proporción
del PIB, se incrementó del 8.2% en 1998 al 13.6% en 2006. Si se incluyen los
gastos sociales que efectúa la petrolera PDVESA, el gasto social como
porcentaje del PIB se eleva al 20.9% (Ibid: 4).
En contraposició n,
los resultados de Brasil en materia de crecimiento económico (con tasas anuales
inferiores al 4%) son bastante mediocres, más parecidos a los de México, cuya
adherencia al Consenso de Washington es innegable, que a la de sus socios del
sur. El cuasi-estancamiento brasileño tiene mucho que ver con el mantenimiento
de una política macroeconómica neoliberal, asentada en la apertura externa
irrestricta de la cuenta de capitales y en la aplicación de políticas
monetarias y fiscales restrictivas que dicha apertura provoca. El mantenimiento
de esa política se explica por la alianza establecida por el gobierno de Lula y
sectores del PT desde su ascenso al gobierno, con el capital financiero
globalizado. Pese a la continuidad de las políticas neoliberales en Brasil, se
ha logrado mantener un relativo dinamismo en la creación de empleos formales y
una reducción de los índices de pobreza mediante la reorientación de la
política social y el éxito de programas focalizados contra la pobreza como
Bolsa Familia. |5|
Desmontar la estructura de poder
antinacional y antipopular del neoliberalismo, y construir una democracia
avanzada
América Latina está
urgida de una estrategia política para desmontar el andiamaje del
neoliberalismo, que no es otra cosa que una estructura de poder antinacional.
Atrás de las altas tasas de interés, del mito del equilibrio fiscal, de la
“independencia de los bancos centrales” y de la sobrevaluació n de las monedas,
se esconden poderosos intereses, que no son otros que los del capital
financiero internacional y de las élites internas que se han beneficiado de la
apertura comercial y financiera. El Consenso de Washington conviene
enfatizarlo, no sólo representó la adherencia dogmática a políticas
neoliberales, sino que significó un compromiso político del capital financiero
globalizado y los gobiernos de los centros con las elites y gobiernos de los
países de la periferia.
La puesta en marcha de
una estrategia alternativa de desarrollo, no es un problema técnico, sino
fundamentalmente político. En contra de lo que piensan algunos, en el sentido
de que la globalización anula la posibilidad de aplicar estrategias
alternativas en el espacio nacional, y de a que los perdedores del proceso de globalización
neoliberal sólo les queda la resistencia global, la historia reciente nos
muestra que la Nación sigue siendo un espacio privilegiado de la lucha de
clases y para el diseño y ejecución de estrategias diferentes al
neoliberalismo. Ello incluye el espacio electoral. Para revertir el
neoliberalismo no basta con la resistencia global. La unión internacional de
los movimientos desde abajo es un elemento importante, pero insuficiente
Coincido con Tarik Ali (2006) en que la máxima del movimiento altermundialista
de que “es posible cambiar el mundo sin tomar el poder”, tomada de la
experiencia zapatista, se convierte en un llamado a la inacción política”.
A diferentes ritmos y
atendiendo a especificidades nacionales, Brasil, Argentina, Venezuela, Uruguay
y Bolivia, son ejemplos vívidos de que el ascenso al gobierno de partidos y
movimientos progresistas, ha creado las condiciones para la construcción de
proyectos económicos alternativos. Pero al mismo tiempo esos procesos nos
muestran que el ascenso al gobierno no basta y que se requiere de voluntad
política y de la profundizació n de la democracia, así como de deshacerse de
los dogmas y de la ideología neoliberal para desmontar el andamiaje del poder
oligárquico, nacional y antipopular.
Poner a nuestros
países en el sendero de un proyecto nacional de desarrollo – proyecto que
desapareció durante veinticinco años de neoliberalismo y políticas
fundamentalistas de mercado - no implica superar el capitalismo por decreto,
sino solamente enrumbarlos de nuevo en la vía del desarrollo, es decir, en el
camino de un crecimiento económico durable, de la construcción de un sistema
productivo más articulado y autónomo y de poner en el centro de la estrategia
la solución de los ingentes problemas sociales (alimentarios, educativos, de
salud y de vivienda) de las grandes mayorías de nuestros pueblos.
En la medida que
“proyecto nacional” no es igual a “socialismo”, durante varios años existirá en
los países que logren construir una alternativa y derrotar el neoliberalismo,
una contradicción entre la lógica del capital, definida por la ley de
acumulación y la ley de la maximización de beneficios, con la lógica de los
fines y de las necesidades de la población. La solución de esa contradicción no
es económica, sino ante todo, política. Depende en lo esencial de la capacidad
de la sociedad organizada (partidos, movimientos y organizaciones ciudadanas)
para construir una democracia avanzada, es decir, participativa, que garantice
que la lógica de los fines se imponga sobre la lógica de la acumulación de
capital. En eso consiste creo la bandera del “socialismo del siglo XXI”
enarbolada por Hugo Chávez y la revolución bolivariana. Como con toda razón
afirma Lebowitz (2007: 4), para construir una alternativa que vaya “más allá del
capital”:
“un aspecto crítico
(…) es el reconocimiento de que la capacidad humana se desarrolla sólo a través
de a la actividad humana, solamente a través de lo que Marx entendía por
‘práctica revolucionaria’ , el cambio simultáneo de modificación de las circunstancias
y de autocambio (…)”.
En su opinión:
“La concepción que
verdaderamente amenaza la lógica del capital en la batalla de las ideas, es una
que explícitamente reconoce la centralidad del autogobierno en el lugar de
trabajo y de autogobierno en la comunidad, como el medio para la liberación del
potencial humano”.
No es un accidente de
la historia, que más allá de la opción cubana, la vanguardia de la
transformació n latinoamericana resida ahora en Venezuela, donde el pueblo y
sus líderes han sido capaces de llevar adelante una estrategia de construcción
de un nuevo “bloque de poder” y de minar las bases del poder oligárquico y
proimperialista, propinándole a la oligarquía tres grandes derrotas: el fracaso
del golpe de estado, el fracaso de la huelga petrolera y su derrota en el
referéndum revocatorio de 2004 (Harnecker, 2007). Son muchos los avances en el
proceso de construcción de una democracia participativa avanzada en Venezuela,
donde destacan la creación de los consejos comunales, como instancias de base
de poder popular y regional, la profundizació n del proceso de
nacionalizaciones en el núcleo estratégico de la energía y de las
telecomunicaciones; la erosión parcial y aún insuficiente del poder ideológico
de los medios de comunicación, mediante la cancelación de una canal de
televisión de la oligarquía comprometido con el frustrado golpe de Estado de
2002; y la creación del Partido Unido de Venezuela.
No es un accidente
tampoco que el cambio adquiera mayor profundidad en países como Bolivia y Ecuador.
Si bien Evo Morales y Rafael Correa llegaron al gobierno por la vía electoral,
lo hicieron gracias a una larga lucha de resistencia y de organización de los
trabajadores y de los grupos indígenas, quienes se levantaron para expulsar del
poder a los gobiernos de Sánchez de Losada y de Luciano Gutiérrez. Lo mismo en
Argentina, donde la magnitud de la crisis de 2000-2002, provocó formas inéditas
de organización popular, desde abajo, que son la base principal de apoyo del
kirchnerismo. A diferencia de Venezuela donde la revolución bolivariana ha
logrado consolidarse en el poder, los gobiernos progresistas de Evo Morales en
Bolivia y Correa en Ecuador si bien cuentan con un amplio respaldo popular,
enfrentan un abierto desafío de sus oligarquías. La confrontación es
especialmente aguda en Bolivia con la poderosa oligarquía de Santa Cruz. En
palabras del vicepresidente boliviano, García Linera, “una derecha racista,
separatista, violenta y antidemocrática” trata de impedir el cambio y alienta
un golpe de estado contra Evo. Se han repartido volantes entre la población
para derrocar al indio de mierda”. La suerte de los procesos de cambio en
Bolivia y Ecuador dependerá, en mucho, de que logren culminar con éxito los
trabajos de sus respectivas Asambleas Constituyentes.
La división maniquea
que a veces se realiza en sectores de la izquierda de los procesos de cambio
actuales en América Latina, distinguiendo entre “neodesarrollismo” y “proyectos
anticapitalistas” poco ayuda a para la comprensión de los retos presentes. Es
en cierta forma la misma taxonomía de la visión imperial y oligárquica, que
tiende a clasificar de “izquierda moderna” a los regímenes de Chile, Brasil y
Uruguay y de izquierda “populista” a los gobiernos de Venezuela, Bolivia y
Ecuador, dejando en un limbo “intermedio” a Argentina.
Un proyecto
“neodesarrollista” como el de Argentina no es en si mismo, procapitalista ni
anticapitalista, pero si antineoliberal, desde el momento que implica una
ruptura con las políticas del Consenso de Washington. Es verdad que el proyecto
alternativo argentino beneficia y es respaldado por sectores de la burguesía
industrial. Incluso debido a la fuerte expansión de las exportaciones
primarias, beneficia también a la oligarquía agroexportadora. Lo mismo sucede
en Brasil. Pero de allí no se desprende que la estrategia escogida sea
incorrecta. En todo caso lo que importa es la “dirección” del proceso de cambio
y la capacidad que tengan los grupos populares de ver representados sus
intereses en el “nuevo bloque en el poder”. Si la dirección se pierde, sí
existe el peligro de una “restauración oligárquica”, por ejemplo, en Brasil si
la derecha triunfa en las siguientes elecciones presidenciales. Pero ese
peligro existe inclusive en Venezuela y en los demás regímenes de izquierda,
porque aún no han sido erosionadas las bases económicas del poder oligárquico.
Un símil apropiado a
la situación actual fue lo escenificado durante las décadas de los treinta y
cuarenta. En ese entonces, los proyectos nacionales de desarrollo que
impulsaron la industrializació n sustitutiva de importaciones, fueron
encabezados por regímenes políticos antioligárquicos que respondían a los
intereses de una emergente burguesía industrial, pero que representaban también
amplios sectores populares de trabajadores y/o de campesinos. Ese fue el caso
de los gobiernos de Vargas en Brasil, Lázaro Cárdenas en México, Perón en
Argentina o Haya de la Torre en Perú. El verdadero significado del término
“populismo” tiene que ver con las alianzas políticas de esa época.
El modelo de
sustitución de importaciones no era en si mismo inviable, ni se “agotó”
solamente por razones económicas y por sus contradicciones. Como he planteado
en otro trabajo (Guillén, 2007 b), los obstáculos fueron fundamentalmente
políticos.
“Durante la década de
los sesenta y setenta – planteaba- se había conformado una oligarquía muy
distinta a del modelo primario-exportador , estructuralmente vinculada a las
empresas trasnacionales y al capitalismo financiero internacional por la vía de
la deuda externa. A esas alturas, el proyecto nacional de desarrollo que había
sido impulsado por los regímenes progresistas de los años cuarenta y cincuenta,
había sido prácticamente abandonado por las nuevas elites. Tampoco el escenario
político latinoamericano abonaba el terreno para experimentos nacionalistas y
populares. El ascenso y consolidación de la revolución cubana, había
recrudecido el la política de “guerra fría” y subordinado a las elites
políticas latinoamericanas a los intereses estadounidenses” .
Hoy como ayer, los
obstáculos son principalmente políticos y reencontrar el camino del verdadero
desarrollo dependerá de la capacidad que tengan los grupos populares y sus
vanguardias para profundizar la democracia y sus contenidos. Como decían Marx y
Engels en el Manifiesto (1976: 128) “el primer paso de la revolución obrera es la
elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia”.
Integración latinoamericana
Quizás ningún asunto
manifieste mejor la profunda división de los países de América Latina, entre
los seguidores del Consenso de Washington y los regímenes de izquierda, que el
de la integración económica. Las aguas se dividieron a partir de la cumbre del
ALCA de Mar del Plata en noviembre de 2005, la cual determinó la muerte del
plan de integración continental impulsado por Estados Unidos y las fuerzas de
la globalización neoliberal, cuando la potencia hegemónica se negó a discutir
el tema de los subsidios agrícolas y propuso llevar el asunto a la Ronda Doha
de la OMC, que se encuentra también es estado de coma profundo desde Seattle.
A partir del Mar del
Plata el proceso de integración ha caminado por senderos distintos. Por un
lado, México, Canadá, la mayoría de los países de Centroamérica y del Caribe,
así como los sudamericanos más cercanos del Consenso (Colombia y Perú),
afanados en aceptar los condicionamientos estadounidenses y en firmar acuerdos
bilaterales de libre comercio bajo “el modelo TLCAN perfeccionado” , con el
argumento, negado por la experiencia mexicana, de acceder al mercado
estadounidense para dizque acelerar el crecimiento económico y el empleo.
Canadá y México han accedido en subordinar sus políticas internas a la política
antiterrorista estadounidense |6|, mediante el Acuerdo para la Seguridad y al
Prosperidad de América Latina (ASPAN), en vez de discutirse las asimetrías en
el seno del TLCAN y la necesidad de de crear mecanismos compensatorios de
cooperación para reducirlas. Por el otro, los países del MERCOSUR junto con
Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador privilegiando el impulso de programas de
integración sur-sur, sin menospreciar los esfuerzos multilaterales en el seno
de la OMC desplegados por Brasil, y con el concurso de la India, China y otros
países.
No es el objeto de
este texto profundizar en estos temas, sino sólo remarcar, por un lado, el
papel que juega la política comercial estadounidense en su estrategia
imperialista global, mediante la cual trata, mediante la firma de acuerdos
bilaterales, de reforzar la integración y la subordinación de los países más
sumisos a sus dictados y de aislarlos del resto de América Latina. Por el otro
lado, la profundizació n de los mecanismos de integración sur-sur en el “bloque
anti-Alca”, los cuales juegan un papel central en la construcción de una
estrategia de desarrollo alternativa. Dentro de los esfuerzos integradores más
recientes en Sudamérica, destacaré los siguientes:
La ampliación del MERCOSUR con la
incorporación de Venezuela, y la futura de Bolivia y Ecuador se fortalece como
bloque comercial.
La creación de la Alternativa
Bolivariana de las Américas (ALBA) integrada inicialmente por Cuba y Venezuela,
y a la cual, se incorporaron recientemente Bolivia y Nicaragua, y mediante la
cual se establecen nuevas formas de cooperación solidaria entre pueblos y
Estados, para resolver acuciantes problemas sociales en el terreno de la salud,
la educación, la eliminación del analfabetismo, etc.
Los planes de integración
energética de Sudamérica impulsados por Venezuela con el apoyo de Argentina,
Bolivia y Ecuador, y en menor medida, por Brasil.
La creación del Banco del Sur
Por la importancia que
tiene el control de los recursos energéticos en la definición de la hegemonía
en el siglo XXI, los programas de cooperación energética que empuja Venezuela
son centrales, como es el caso, entre otros proyectos, del gasoducto del Sur,
el establecimiento de programas de cooperación para la refinación de crudo en
Ecuador, la explotación de los recursos gasíferos de Bolivia, que cuenta con la
segunda reserva de gas más importante del continente, etc. La integración
energética puede operar como catapulta de la integración económica, a la manera
de la Comunidad del Acero y del Carbón lo hizo en la integración europea. Además
empujaría al MERCOSUR a trascender el marco estrecho del libre comercio y a
ensayar formas más profundas de cooperación. Resulta evidente que Estados
Unidos tratará a toda costa a frustrar los planes de integración Sur-Sur.
Quizás el proyecto de
integración más relevante sea la próxima creación del Banco del Sur (BS),
integrado por Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Brasil y Paraguay. Aunque
su creación se ha venido posponiendo por diferencias entre sus miembros y por
detalles técnicos sobre su organización, se espera que entre pronto en
operación con un capital inicial de 7,000 millones de dólares (md), de los
cuales 600 md provendrían de Venezuela. La existencia de altas reservas
internacionales de los países miembros, por el auge regional en las exportaciones
de productos primarios, es una oportunidad inmejorable para su lanzamiento. A
ello se añade la creciente irrelevancia del FMI, con quien varios de los
fundadores del BS ya han liquidado sus deudas.
Habría que considerar
la acción del BS en varias etapas, de las menos complejas a las más complejas.
Podría iniciar como banco de desarrollo para el financiamiento de obras de
infraestructura y proyectos integradores de gran envergadura como el gasoducto
del sur. Una segunda función, en una segunda etapa, sería la creación de un
“fondo monetario regional” a la manera en que lo intentan también los países de
Asia. El BS actuaría para financiar desequilibrios importantes en las balanzas
de pagos de los países miembros, y como “prestamista de última instancia” en
situaciones de crisis, sin los condicionamientos de política económica y
“cambio estructural” tradicionales del FMI.
Más a largo plazo,
podría ser, junto con el MERCOSUR, el impulsor de una moneda común para
operaciones de comercio exterior y financieras en el seno de la región, en un
primer momento, y por qué no, una moneda interna única a la manera del euro, en
un segundo momento. La creación de una moneda común permitiría la
racionalizació n en el uso de las divisas, mercancía generalmente escasa en los
países subdesarrollados dado la “restricción externa”. Las divisas se
utilizarían exclusivamente para saldar las operaciones con el Norte, las cuales
perderían peso si la integración regional avanza a profundidad.
Conclusiones
Con la globalización
neoliberal el mundo está lejos de haberse convertido en una aldea global o de representar el fin de la geografía. Aun para los capitales más globalizados, no se diga para el resto, la
Nación sigue siendo un espacio fundamental para su operación: los mercados
internos siguen absorbiendo una proporción importante y mayoritaria de sus
ventas; el capital sigue siendo controlado por capitales del país sede; y las
decisiones estratégicas básicas (tecnológicas, financieras) son tomadas desde
las matrices. La Nación se conserva como espacio económico privilegiado y como
entidad cultural.
El Estado nacional no
ha desaparecido. Aunque la globalización y la creciente presencia de actores
privados como las ETN han mermado la soberanía de los Estados, sobretodo en los
países de la periferia, estos han jugado y juegan un papel central y activo en
el propio proceso de globalización. Los gobiernos han sido los principales
actores en los acuerdos de integración económica y en la definición de
políticas económicas funcionales con los intereses de la globalización.
El derrumbe del socialismo real en la Unión Soviética y en su periferia europea
hizo concebir ilusiones respecto al nacimiento de un orden global pacífico.
Pero en contra de ciertas especulaciones teóricas, no se trató del “fin de la
historia” ni del fin del imperialismo. Si bien la globalización implicó el
ascenso de un “poder global” en ciernes, asentado en las ETN y en el capital
financiero, ello no significó el fin de las contradicciones entre las grandes
potencias – aunque estas asumen ahora formas menos violentas que en la primera
mitad del Siglo XX -, ni el fin de las relaciones de dominación entre los
centros imperiales y los países de la periferia. En el centro del escenario
mundial se encuentra una superpotencia, aún hegemónica, los Estados Unidos,
rentista, parasitaria, agresiva y en proceso de descomposició n.
La gran crisis de los años setenta dio lugar a un proceso de de transición hegemónica similar al del periodo
de Entreguerras, cuando Gran Bretaña perdió el liderazgo y las potencias
emergentes no estaban incondiciones de asumirlo. Desde los años setentas,
Estados Unidos no tiene ya el liderazgo económico indisputable que tuvo en el
1945-1970. Alemania y Japón compiten al tú por tú en materia de productividad y
en los sectores de punta.
A semejanza de Gran
Bretaña al perder su liderazgo, Estados Unidos ha utilizado su dominación
monetaria y financiera, así como su supremacía militar sin parangón, para
mantener su hegemonía y evitar el ascenso de sus rivales. Estados Unidos ha
sido el principal impulsor y beneficiario de la globalización financiera. Pero
el redespliegue financiero tiene su costo, y el principal ha sido la conversión
de ese país en el principal deudor del mundo. La potencia hegemónica vive en el
filo de la navaja: necesita devaluar el dólar para atenuar el insostenible
déficit de su balanza de pagos. Sin embargo, ese objetivo choca con el interés
de mantener el dólar como la divisa clave del sistema, evitar el
fortalecimiento del euro y mantener el dinamismo de su economía.
Al tiempo que Estados
Unidos redespliega su poderío financiero, utiliza su incomparable poderío
militar para controlar las fuentes de materias primas estratégicas como el
petróleo, redefinir el mapa político del mundo en función de sus intereses y
evitar el ascenso y la supremacía de sus rivales de la Tríada. La política de
guerra preventiva impuesta por los neoconservadores, ha debilitado el consenso
de Estados Unidos en el mundo y entre sus aliados, lo que más que un signo de
fortaleza de su hegemonía, es una expresión más de su debilitamiento. Estados
Unidos vive de nuevo el síndrome de Vietnam en Afganistán y en Irak. Su poderío
militar le alcanza para borrar del mapa ciudades enteras, cercenar vidas
inocentes y ocupar países, pero no para ganar las guerras. Estados Unidos se
encuentra empantanado en el desierto iraquí, sin poder cumplir sus planes de
agresión contra Irán, Corea del Norte, Siria u otros países del llamado Eje del
Mal. El sobredimensionamien to tiene atrapado al imperialismo norteamericano.
“Uno, dos, tres Vietnam, esa es la consigna de los pueblos” divisa estratégica del
Ché Guevara, muestra ahora con fuerza su validez
Es difícil discernir
el desenlace del proceso de transición hegemónica. Las potencias emergentes:
Alemania y Japón (¿China?) no parecen poder ni querer ocupar, al menos en el
futuro previsible, el lugar de Estados Unidos. Otra opción, un mundo multipolar
regido por reglas claras y consensuadas no parece viable en la correlación
actual política de fuerzas en el mundo. Más factible es esperar una
continuación de la dominación estadounidense, en un escenario de creciente
descomposició n y erosión de las bases de su liderazgo, así como en medio de
crecientes diferencias con sus socios de la Tríada, y de conflictos en ascenso
con los países de la periferia, que no encuentran en la globalización
neoliberal una respuesta a sus aspiraciones de desarrollo.
Debido al atascamiento
de Estados Unidos en Irak, América Latina ha contado con condiciones favorables
para llevar adelante la “rebelión en la granja”, en el espacio de lo que la
superpotencia siempre ha identificado como su “patio trasero”. Uno tras otros
los países latinoamericanos se han ido inclinando, por la vía democrática, por
gobiernos de izquierda y por la búsqueda y puesta en práctica de estrategias de
desarrollo alternativas al neoliberalismo. Ello ha sucedido no sólo en América
del Sur, sino incluso en México donde fue necesario que el gobierno de derecha
de Fox, en alianza con la oligarquía, los medios masivos de comunicación y con
la complicidad velada del imperialismo norteamericano, implementara un “golpe
de estado preventivo” para impedir el ascenso del candidato de izquierda, López
Obrador, al gobierno.
Es de esperar una
contraofensiva del imperialismo y de la derecha contra los regímenes de
izquierda en América Latina. A pesar de que los pies del imperialismo
norteamericano siguen atrapados en Irak y Afganistán, dará mayor prioridad a
nuestra región, en los próximos años. Apenas el 20 de septiembre pasado, el
halcón John D. Negroponte, director supremo de los cuerpos de seguridad
estadounidenses señaló que 2007 es el año de “la gran interacción” con América
Latina, e instó a aprobar los acuerdos de libre comercio con Colombia, Panamá y
Perú pendientes de aprobación en el Congreso de su país. Considero que su
aprobación que casi todos los gobiernos latinoamericanos son “lideres
democrático comprometidos con las prácticas de libertad política y económica
que están produciendo un desarrollo real y crecimiento (sic)”. Concluyó que
“fracasar en la aprobación de esos acuerdos (…) sería un triunfo para el presidente
Hugo Chávez y una derrota para las fuerzas de la democracia en el hemisferio”
(La Jornada, 2007 b).
Coincido con Borón (
Arellano, 2007), en que la declinación hegemónica de Estados Unidos, obligará
este país a uncirse cada vez más a lo que es su “zona de influencia” histórica.
El carácter estratégico de América Latina para Estados Unidos está claramente
inscrito en la estrategia estadounidense. De acuerdo con un documento de la
Presidencia de ese país (2006, 37):
“Nuestro objetivo
sigue siendo un hemisferio totalmente democrático, vinculado por la buena
voluntad, la cooperación en la seguridad, y la oportunidad para prosperar de
todos nuestros ciudadanos. Los tiranos y aquéllos que los siguen, pertenecen a
una era pasada y no debe permitírseles revertir el progreso de las últimas dos
décadas. Los países del hemisferio deben ser ayudados en la vía del desarrollo
económico y político sostenido. El engañoso llamamiento del populismo
antimercado no debe ser permitido, porque erosionaría las libertades políticas
y atraparía a los más pobres del hemisferio en ciclos de pobreza. Si los más
cercanos vecinos no son seguros y estables, los estadounidenses estarían menos
seguros”.
Estados Unidos no necesita de la nueva doctrina de
la “guerra preventiva para intervenir en América Latina. Como bien afirma
Bellamy Foster (2007), esa doctrina está presente respecto a A.L. desde el
lanzamiento de la “Doctrina Monroe”. Cada vez que sus intereses se han visto
amenazados en algún país, ha recurrido a la intervención directa o velada, como
lo prueba la sucesión de golpes y asonadas registrados por la Historia. Aunque
es probable que, por ahora, no recurra a una intervención militar directa,
La estrategia estadounidense consiste
en provocar la división entre los países de América Latina. El uso del término
de “populismo” para calificar a los gobiernos o movimientos que deciden salirse
de los moldes del Consenso y del Postconsenso de Washington, pretende la
separación entre una “izquierda buena” en Chile, Brasil o Uruguay y una
“izquierda mala” encabezada por Chávez, Evo o Correa. Esa visión maniquea es
reproducida desde algunas posiciones ultraizquierdistas, las que sin entender
las dificultades y contradicciones de los procesos reales de cambio, dividen a
los gobernantes en “revolucionarios” y “traidores”. Para los Estados Unidos
resulta vital separar y dividir a los regímenes calificados de “populistas”,
con Chávez a la cabeza, de los que califican como “izquierda moderna”. En los
países donde la confrontación es abierta y un nuevo “bloque de poder” aun no se
consolida, como en Bolivia o Ecuador, el imperialismo puede promover la
división territorial y/o el asesinato de sus líderes. En cuanto a Venezuela la
estrategia estadounidense consiste en aislar a Chávez de su pueblo y del resto
de los gobiernos de la región. Los ejes de esa estrategia son: evitar cualquier
enmienda a la Constitución que implique la reelección indefinida de Chávez;
evitar su apoyo a otros movimientos latinoamericanos; vigilar su relación con
Irán u otros enemigos de los Estados Unidos (Bellamy Foster, 2007: 4).
Cada país tiene su propio camino
posneoliberal. Su historia, el grado de desarrollo de sus sistemas productivos,
sus formas de inserción específicas en la economía mundial sus formas de
organización política, entre otros factores, determinan caminos y estrategias
diferentes. Es responsabilidad de cada pueblo y de sus vanguardias, en todo
caso, enmendar errores, cuando sus líderes eligen el camino equivocado o
traicionan sus programas. Pero lo que la izquierda latinoamericana no puede
hacer es caer en el juego de los imperialismos y promover la división. Por el
contrario, en un sentido estratégico, una de sus tareas principales es avanzar
firmemente en el proceso de unidad e integración latinoamericana, lo que
implica: la ampliación y fortalecimiento del ALBA y del MERCOSUR; la
aceleración de la integración energética; la actuación conjunta, con posiciones
unitarias, en organismos multilaterales como la OMC; y la creación del Banco
del Sur.
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notes articles:
|1| Ponencia presentada en el Segundo Coloquio de la Sociedad
Latinoamericana de Economía Política y Pensamiento Crítico (SEPLA) “América
Latina: Desafíos y Perspectivas para la construcción de una Nueva Sociedad”,
efectuado en Caracas los días 14-16 de noviembre de 2007.
|2| Profesor - Investigador Titular del Departamento de Economía de la
Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Jefe del Area de Economía
Política de la misma Universidad. Coordinador de la “Red de Estudios para el
Desarrollo Celso Furtado”.
|3| Señalar que el imperialismo representa una continuidad en el
funcionamiento de la economía mundo no le resta validez a los análisis de
Hilferding, Bujarin y Lenin quienes, al comienzo del siglo XX, definieron al
imperialismo como la fase superior del capitalismo. Lo que su teorización puso
de relieve y demostró es la íntima relación que existía entre la consolidación
de empresas oligopólicas en la mayoría de los países capitalistas de su época,
la conversión de los capitales de esas empresas en capital financiero, mediante
la fusión del capital bancario y del capital industrial, así como el impulso
que la dominación del capital monopolista daba a la exportación de capital.
Ello, a su vez, explicaba la creciente competencia de las potencias
capitalistas en el mercado mundial y la lucha entre ellas por el reparto
colonial de las áreas de la periferia que permanecían sin dueño. El
colonialismo fue un instrumento del capital monopolista de la época para
imponer su dominación en vastas regiones de la periferia, en un mundo en que se
intensificaba la competencia en los mercados internacionales después de la gran
crisis de 1873-1895. Esa crisis coincidió e influyó en la declinación de la
hegemonía británica y en el ascenso de potencias emergentes: Estados Unidos,
Alemania y Japón. Cuando con la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, se
redefinió el mapa político del mundo, bajo la hegemonía indiscutible de Estados
Unidos, el colonialismo fue prácticamente borrado del mapa y se establecieron
nuevas formas de relación y de dominación entre los centros capitalistas y los
países de la periferia, basadas en mecanismos económicos y formas de gobierno
“neocoloniales” .
|4| El petróleo como razón poderosa de la Guerra de Irak es reconocido
ahora, tardíamente, por el expresidente de la FED, Alan Greespan en su reciente
libro “La era de las turbulencias” .
|5| No pienso como los “superrevolucionario s” a quienes se refería Fidel
Castro en un artículo reciente, que las dificultades o los tropiezos en los
procesos de cambio se identifiquen facilonamente con “traiciones” de los
dirigentes. Nadie puede dudar que el gobierno de Lula pese a sus coqueteos
neoliberales y sus compromisos con el capital financiero, ha jugado un papel
positivo en la defensa de la revolución bolivariana, el respeto a la revolución
cubana y el impulso al proceso de integración latinoamericano, así como en la
defensa de los intereses de los países del Sur en los foros multilaterales
|6| En México está en vías de implementar el “Plan México”, programa
similar al “Plan Colombia”. Aunque la canciller Patricia Espinosa, negó esas
similitudes informó que se está negociando con EE.UU. un plan de cooperación en
materia de seguridad. De acuerdo con el procurador mexicano Medina Mora, el
plan incluye equipamiento en espionaje telefónico, radares para interceptar
cargamentos de droga y entrenamiento espacial para agentes mexicanos. Según el
diario, The Dallas Morning el plan costaría 1,200 md. Ligado a es plan,
miembros del grupo parlamentario del PRI informaron que Sycoleman Corporation,
filial de Halliburton, con sede en Arlington, Texas, está contratando
mercenarios para operar un centro de espionaje aéreo en Veracruz.
Fuente: www.cadtm.org .
Fuente: www.cadtm.org .
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