lunes, 27 de agosto de 2012

La declinacion de la hegemonia estadounidense y sus implicaciones para America Latina - Arturo Guillén R.


1ro de noviembre de 2007
Ponencia |1|
 Arturo Guillén |2|

Introducción
América Latina se encuentra en un momento decisivo de su historia. En más de dos décadas de políticas neoliberales se desmembraron sus incipientes sistemas productivos nacionales construidos en la etapa anterior, se estancaron sus economías y se extendieron la el desempleo abierto, precariedad en el empleo, la informalidad, la migración hacia los centros capitalistas y la pobreza. Actualmente varios países de la región, sobre todo de América del Sur, con gobiernos de izquierda o de centro-izquierda, están abandonando las recetas del Consenso de Washington, y diseñan y aplican estrategias de desarrollo alternativas, que les permitan obtener un crecimiento duradero de sus economías, resolver los ingentes problemas sociales de sus pueblos y recuperar autonomía frente a los imperialismos.
No existe una vía única en la construcción de alternativas. Cada país, de acuerdo con su grado de desarrollo y sus condiciones políticas específicas, trata de encontrar su propio camino. Los proyectos van desde construir “el socialismo del Siglo XXI”, como lo plantean los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, hasta darle “un perfil humano” a la economía abierta y liberal de la Chile de Bachelet. Pero todos ellos, se identifican, en mayor o menor grado, en la necesidad de recuperar “un proyecto nacional de desarrollo” y de avanzar en la integración latinoamericana.
El objetivo principal de esta ponencia es reflexionar sobre las implicaciones del proceso de declinación hegemónica del imperialismo norteamericano en el devenir latinoamericano. La tesis central de este texto, es que el empantanamiento de Estados Unidos en la Guerra de Irak y la primacía de sus intereses estratégicos en el Medio Oriente, han facilitado el avance de los movimientos de izquierda en América Latina. Sin embargo es dable esperar, y de hecho ya está ocurriendo, una reconcentració n del interés estadounidense en el espacio latinoamericano y una rearticulació n de las derechas asociadas del capital financiero globalizado, para impedir el avance de las izquierdas. Ese escenario se reforzaría si Estados Unidos logra encontrar una “salida” de la guerra iraquí y puede “liberar” tropas y recursos para otras acciones, incluyendo América Latina, si las opciones transformadoras amenazan los intereses de la superpotencia declinante y en descomposición: Estados Unidos. 
En los apartados 1 y 2 se presenta una versión resumida de las tesis sobre imperialismo y declinación de la hegemonía estadounidense desarrolladas por el autor en un libro reciente (Guillén, 2007). En el apartado 3 se exponen algunos de los principales cambios ocurridos en los países de América del Sur, a partir del ascenso de gobiernos de izquierda. El análisis se centra en tres aspectos claves interrelacionados: la búsqueda de estrategias de desarrollo alternativas; las transformaciones en los “bloques de poder”; y el proceso de integración económica latinoamericana. Finalmente se establecen algunas conclusiones sobre las implicaciones de la declinación hegemónica del imperialismo estadounidense sobre el devenir latinoamericano. 

Sobre el concepto de imperialismo
En 1989 al caer el Muro de Berlín, cobró fuerza el discurso sobre la instauración de un nuevo mundo pacífico y armonioso. El derrumbe del socialismo real en la Unión Soviética aseguraba las condiciones para una globalización pacífica y sin contradicciones, regida por el mercado. Bastaba, según el discurso neoliberal, con eliminar las barreras existentes al comercio y a la circulación del capital, para que la globalización eliminara las rivalidades entre las naciones e integrara a los países “en vías de desarrollo” y a los países ex-socialistas de Europa en la senda del progreso. 
Una globalización pacífica sin cañoneras ni colonias sería la perspectiva del mundo, una vez zanjada la división de éste en dos sistemas antagónicos – capitalismo y socialismo -, partición inaugurada con la revolución soviética y formalizada en Yalta al término de la Segunda Guerra Mundial. De nueva cuenta, se revivió el mito del “fin del imperialismo” y se decretó hasta el “fin de la historia” (Fukuyama, 1992). Este mito fue alimentado en los noventa con el auge de la nueva economía en los Estados Unidos y con la pacificidad relativa y el “multilateralismo blando”, para usar la expresión utilizada por Wallerstein (2004), de la administració n de William Clinton en materia de política exterior. Desde la “izquierda” Hardt y Negri (2000) se unieron al coro sobre el “fin de la historia” y el fin del “imperialismo” . En su opinión, el Imperio sustituía al imperialismo. A diferencia del periodo de Entreguerras en que predominaron las contradicciones inter-imperialistas entre las grandes potencias capitalistas, en la actualidad dichos conflictos han adoptado un papel enteramente secundario. El imperialismo ha cedido su lugar a un nuevo poder global: el Imperio “un poder único” que sobredetermina a todas las potencias capitalistas. El Imperio en Hardt y Negri no es, tampoco, el poder hegemónico de Estados Unidos, en la medida en que estos autores asumen que los Estados nacionales están en vía de desaparición, sino un poder desterritorializado , sin fronteras, por lo que no existe ningún centro de poder. Consideran, inclusive que el Imperio constituye un paso adelante en la historia, de la misma manera como el capitalismo lo fue de regímenes de producción anteriores. Por añadidura, la humanidad se habría deshecho de esos monstruos opresivos del pasado que eran los Estados nacionales, dejando atrás sus oprobiosas guerras. Desde la ultraderecha, autores como (Kaplan, 2005: 22) desbordan cinismo y aceptan sin recato que el Imperio es Estados Unidos, pero que trata de un “imperio bueno”, “democrático y liberal”, “fomentador del cambio dinámico” en el mundo, a través de la diseminación de bases y fuerzas especiales de intervención.
En mi concepto, el imperialismo, es decir la dominación de unos pueblos por otros, es un fenómeno tan viejo como el capitalismo. El imperialismo representa una continuidad en el funcionamiento de la economía-mundo (Amin, s/f)). |3|
La característica principal de toda economía-mundo es la existencia de un centro y una periferia, las que constituyen unaestructura, una totalidad (Braudel, 1985). Entre centros y periferias existen relaciones comerciales, de inversión y financieras basadas en la dominación de los primeros. Esto fue así inclusive en la época lejana de las ciudades –estado europeas del Mediterráneo, como después entre las potencias mercantilistas europeas y los pueblos colonizados de América, o, más tarde, entre Holanda y su periferia en la época en que los Países Bajos se convirtieron en la potencia hegemónica del capitalismo en el siglo XVI. 
Desde su nacimiento, el capitalismo ha estado marcado por la alternancia de periodos de dominación colonial directa, que implican la ausencia de autonomía política de parte de la periferia, con periodos donde predominan formas de dominación “económica” que admiten la soberanía política formal de las naciones dominadas. América Latina, durante la llamada etapa del modelo primario–exportador (1830-1929), fue un buen ejemplo de una dominación imperialista basada en mecanismos económicos, en un primer momento respecto de Gran Bretaña, en un segundo momento respecto de Estados Unidos. 
En la Tríada se concentra el poder de los imperialismos: Estados Unidos – la todavía potencia hegemónica -, Alemania, Japón, Gran Bretaña y Francia siguen siendo los centros de la economía-mundo. Sin desconocer la existencia de contradicciones entre esas potencias, es un hecho que prevalecen entre ellas intereses comunes frente al resto del mundo.
El poder acrecentado de las empresas transnacionales (ETN), el fortalecimiento de agentes privados frente a los gobiernos y la existencia de intereses compartidos por parte de las principales potencias imperialistas, no significan, como piensan Fukuyama o Hardt y Negri, el fin del imperialismo, ni el arribo al Imperio, una etapa posthistórica armoniosa y pacífica. La existencia de un poder global en ciernes, no implica tampoco el fin de los Estados nacionales, ni la eliminación de contradicciones entre las grandes potencias capitalistas, ni mucho menos la solución de las contradicciones entre los centros y las periferias, ostensibles en los últimos años.
Es cierto que los agentes principales de la globalización son las ETN y el capital financiero de los países desarrollados, principalmente de los Estados Unidos, y que estos apoyan su accionar global en sus respectivos Estados nacionales y en los Estados de los países en donde operan. Es verdad también, que ciertas instancias de la sociedad civil como el Foro de Davos y Montpellegrin y los organismos multilaterales se comportan como instancias estatales globales. Los organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial (BM) reflejan los intereses de los capitales globalizados, y establecen reglas generales para su operación en escala mundial, así como condicionan la política económica de los países de la periferia. En ese sentido es totalmente correcto hablar de que la soberanía de los Estados nacionales se ve severamente restringida por el accionar de esos organismos, así como también aceptar la existencia de un “poder global” en proceso de formación conforme la globalización avanza.
Sin embargo, es necesario definir lo límites de ese “poder global”. Es difícil aceptar, como la hacen algunos autores, que los agentes privados de las ETN conforman ya un “poder global” constituido. Le dan al concepto un sentido de clase (¿burguesía mundial?) que no tiene. Menos acertada me parece la tesis de Hardt y Negri, que sostienen también los globalizadores pop,en el sentido de que los agentes privados de la globalización actúan al margen de los Estados nacionales de su país sede y de los Estados de los países huéspedes. 
El poder global en ciernes no ejerce su poder directamente, sino por intermedio de los Estados. La globalización neoliberal ha sido impulsada activa y directamente por estos, tanto en los centros como en las periferias del sistema. La apertura comercial y financiera, la desregulación, los tratados de libre comercio, las privatizaciones, la flexibilizació n de las legislaciones laborales, etc., han sido todas ellas medidas tomadas y aplicadas en la esfera estatal. En esta caracterizació n caben los organismos multilaterales como el FMI y el BM, los cuales si bien son instancias supranacionales, constituyen prolongaciones estatales de los Estados Unidos y de los países del Grupo de los Siete (G7). 
Los Estados nación aunque disminuidos en su capacidad de defender los intereses nacionales, están lejos de ser sólo un holograma, un esqueleto vacío de poder. Por el contrario, los intereses de los imperialismos – y en particular del imperialismo norteamericano, el cual busca encauzar la globalización en una dirección conveniente para el mantenimiento de su hegemonía declinante- se expresan, como nunca antes, por intermedio de lo que queda de las burguesías nativas. En sentido estricto, puede decirse que los capitales globalizados se han internalizado, y esto desde hace varias décadas, mediante su asociación con los capitales nativos, en los “bloques de poder” de las naciones (Poulantzas, 19). Por tanto los estados nación solamente expresan los intereses de esos bloques de poder, digamos globalizados.
Los Estados de la periferia, pues, no han desaparecido; siguen teniendo el control sobre sus territorios y sobre la gestión de su fuerza de trabajo y ejercen, dentro de límites cada vez más estrechos, una política económica (monetaria, cambiaria, fiscal, etc.) compatible con los intereses de la globalización neoliberal. Por otra parte, el Estado no es un ente pasivo de la globalización, sino, por el contrario, un agente activo de la misma, ya que ha sido y es uno de los principales instrumentos utilizados para favorecer los intereses comprometidos con la mundializació n de la economía. Es claro que el tránsito al modelo neoliberal en América Latina fue posible por una recomposición del bloque de poder dominante, en la que confluyeron los intereses del capital financiero internacional, las ETN y los grupos internos que reconvirtieron sus empresas hacia el mercado externo. El Consenso de Washington, en mi opinión, no consistió meramente en un decálogo de política económica impuesto desde Washington, con la colaboración del FMI y el Banco Mundial, ni reflejó únicamente una convergencia de ideas de las elites gubernamentales de América Latina, como pretendía convencernos Williamson (1989), sino que expresó, ante todo, uncompromiso político, un entramado de intereses, entre el capital financiero globalizado del hegemon estadounidense y las élites internas de América Latina. Ambas buscaban con la globalización una salida de la crisis y un nuevo campo de acumulación para sus capitales. En la recomposición de los bloques de poder el accionar de los Estados fue determinante
Estoy de acuerdo con Meiksins (2003: 68-69) cuando afirma, al criticar a Hardt y Negri, que “el capital global se beneficia de la globalización pero no la organiza”. En su opinión:
“El mundo hoy es, más que nunca, un mundo de estados-nació n. La forma política de la globalización (del Imperio?) no es un estado global o una soberanía global, sino un sistema global de múltiples Estados y soberanías locales, estructuradas en una compleja relación de dominación y subordinación” .
La presencia de un poder global emergente no implica la existencia de una burguesía mundial, es decir de una clase propietaria sin base nacional, ni tampoco la creación de un verdadero Estado mundial. Si éste fuera el caso sería plausible suponer la existencia del ultraimperialismo, el fin del imperialismo y su sustitución por el Imperio, así como el fin de las contradicciones entre las grandes potencias del planeta y entre éstas y las naciones de la periferia. Pero no es así. La última ola globalizadora no ha creado un sistema productivo global, ni siquiera sistemas productivos regionales en los espacios de “integración profunda” como los creados por la Unión Europea (UE) o el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Lo que existe siguen siendo sistemas productivos nacionales internacionalizados , liderados por ETN “multilocales” para usar la expresión de Vesseth (1998), cuya base nacional sigue siendo fundamental.
En resumen, los Estados nacionales no han desaparecido ni han sido sustituidos por actores globales privados, ni se han creado estados supranacionales – si bien la globalización provoca la creación de instancias de ese carácter, tanto en la esfera pública (Parlamento Europeo, banco central europeo, la metamorfosis de las funciones originales del FMI, etc.) como en la privada (Foro de Davos, Montpellegrin) . La nación se conserva como espacio económico privilegiado, como frente principal de la lucha de clases y como entidad cultural. Los vínculos entre estado y nación no se han roto.
El poder global en ciernes refleja, en todo caso, un proceso de transición, de desenlace incierto. Dicho “poder global” sintetiza los intereses comunes, aunque no carentes de contradicciones, que se han creado en el seno de la llamada Tríada. Pero esos intereses se expresan por medio de los Estados, llámense gobiernos o aparatos de Estado insertados en la sociedad civil.

La declinación de la hegemonía estadounidense
La existencia de un “poder global” emergente y la coincidencia de intereses de las ETN dentro de la globalización, no elimina la existencia de contradicciones entre las naciones. No suprime tampoco la existencia de un poder hegemónico, ni la competencia y lucha entre las distintas potencias que componen el sistema para asumir el liderazgo. Desde sus orígenes, la economía-mundo capitalista, ha funcionado a través de un hegemon que dirige, regula y organiza el sistema en su conjunto.
Es cierto que la preocupación por definir el problema de la hegemonía, oscureció, como plantea Strange (1996), el estudio de otros actores sociales u otras formas de poder en el capitalismo contemporáneo, pero de allí no se deduce, como queda implícito en el análisis de esta autora, que el asunto de la hegemonía haya pasado a un segundo plano. Por el contrario, la hegemonía estadounidense juega un papel de primer orden en la globalización y en el curso futuro del capitalismo.
 
La hegemonía en un sistema de Estados nacionales, entendida como un poder desproporcionado en manos de la potencia líder, se ejerce por medio de la fuerza, es decir de la coerción, y por medio del consenso; en realidad, por una combinación de ambas. La hegemonía implica que el país líder aplica medios violentos cuando resulta necesario para imponer sus intereses, pero también que su liderazgo es reconocido por los otros Estados. Es decir, para que una potencia sea hegemónica su poder debe ser no solamente aceptado pasivamente por su capacidad de coerción, sino porque logra establecer el consenso en el conjunto del sistema. 
El concepto de hegemonía se asienta sobre bases nacionales (Cox, 1983). No puede haber hegemonía a nivel mundial si el “bloque dominante” de la potencia hegemónica, es decir, las clases y grupos que ejercen el poder en el seno de la formación social de esa potencia, no la tienen en el espacio nacional. La hegemonía se refiere a lo que Gramsci llamaba bloque histórico, es decir el conjunto de fuerzas sociales que en un contexto nacional establecen “su liderazgo intelectual y moral” para gobernar al universo de clases en conflicto.
De acuerdo con Cox (1983), la hegemonía mundial no es más que la extensión a nivel internacional de la hegemonía establecida a nivel nacional por los grupos sociales dominantes. Es decir, la hegemonía se construye dentro del marco de Estados nacionales y de allí se proyecta hacia fuera. Esta es una razón adicional para comprender por qué la globalización no puede entenderse al margen de los Estados-nació n, por disminuidos que estos se encuentren frente a actores privados. Por el contrario, la globalización es uno de los medios principales que utiliza la potencia hegemónica estadounidense para preservar su liderazgo y poder.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, la hegemonía de Estados Unidos en el mundo era indiscutible e incontestable. No sólo era la economía más fuerte del planeta, sino que ejercía su liderazgo tanto dentro del capitalismo, como frente al socialismo real. Los intereses particulares de EE.UU. coincidían con los intereses generales de las naciones que integraban la economía-mundo capitalista.
A lo largo de más de dos décadas (1950-1970) la mayoría de los países capitalistas desarrollados, y muchos países de la periferia experimentaron un auge económico duradero. 
Sin embargo, hacia finales de los años sesenta las cosas comenzaron a cambiar. La hegemonía estadounidense evidenció un claro proceso de deterioro por la combinación de un conjunto de factores económicos y políticos, entre los que sobresalían: la ruptura del sistema monetario internacional de Bretton Woods; el fin de la larga fase de expansión de la posguerra y el inicio de una “gran crisis” que se manifestó en una baja de la tasa de ganancia y el surgimiento de presiones inflacionarias en los principales países desarrollados; la consolidación de Japón y Alemania como potencias económicas emergentes; y el fin de la guerra de Vietnam, la que entrañaría la primera derrota militar del imperialismo estadounidense. La derrota derrumbó el mito de la invencibilidad del imperialismo norteamericano. Se demostró que una guerrilla organizada que contaba con el apoyo de su pueblo y con la solidaridad internacional, estaba en condiciones de derrotar al ejército más poderoso de la Tierra.
Estados Unidos no tiene ya el liderazgo tecnológico y productivo aplastante que ejerció en el periodo 1945-1970. Japón y Alemania compiten al tú por tú en varios sectores y ramas económicas. La Tríada y los países emergentes son los espacios preferentes en donde se procesa la competencia entre los principales capitales financieros del mundo. No existe ninguna ventaja clara de Estados Unidos. en materia de productividad o de control de los sectores de punta. La competencia internacional se ha intensificado con los avances logrados en la integración económica europea, sobretodo a partir de la creación del mercado único europeo y del lanzamiento del euro, así como con el surgimiento de nuevas potencias industriales en Asia (China, India, Corea del Sur, Taiwán y Singapur). 
El deterioro de la hegemonía estadounidense es un fenómeno relativo, no absoluto. Se trata como ya lo había advertido Poulantzas (1976: 80) desde los setentas, de un “retraimiento” de su hegemonía “respecto de las formas excepcionales que había revestido durante la etapa precedente”, no del fin de su hegemonía, tal como se había planteado en algunas discusiones de esa época.
Cuando una potencia hegemónica se encuentra en su cenit y entra en crisis, utiliza su dominación monetaria y financiera para desplegar un proceso de financiarizació n que tiene por objeto preservar su hegemonía (G.Arrighi,1994) . Esto lo hacen las potencias declinantes aprovechándose del hecho de que aún conservan su posición de centro financiero mundial. En la actualidad, el centro financiero mundial sigue siendo Nueva York y Estados Unidos utiliza esa ventaja para competir con sus rivales: la Unión Europea y Japón. Los periodos de financiarizació n de la acumulación de capital son resultado de las grandes crisis y de los reacomodos que estas provocan en la estructura del capital. En otras palabras, son consecuencia de la competencia agudizada entre los capitales individuales que tales crisis provocan. Así, los procesos de “financiarizació n” son procesos históricos en el transcurso de los cuales se intenta “construir” un nuevo modo de regulación del sistema, y en los que ocurre un proceso de transición hegemónica, es decir, de declinación de la potencia dominante y de ascenso de un nuevo hegemon. Estos procesos están vinculados con la crisis de un régimen de acumulación y con la búsqueda de uno nuevo. Mediante la dominación monetaria y financiera que aún ejerce una determinada potencia hegemónica, ésta busca preservar su liderazgo por esa vía. 
Supongo como Arrighi (1994), que Estados Unidos, a semejanza de Gran Bretaña en el periodo de Entreguerras, utiliza su dominación monetaria y financiera para tratar de conservar su hegemonía y evitar el ascenso de sus rivales. Este país ha sido el principal impulsor y beneficiario de los procesos de globalización y financiarizació n de las últimas tres décadas, los cuales han sido consecuencia, no sólo de una política estatal y de un proyecto de las fracciones más globalizadas del capital, sino también de un proceso objetivo, resultado de la crisis del modo de regulación fordista y de la persistencia de problemas en la valorización del capital. 
Pero ese redespliegue financiero tiene sus costos y el principal ha sido la imparable debilidad del dólar y la conversión de Estados Unidos en el principal deudor del mundo. El déficit en cuenta corriente ha aumentado año con año desde los setentas, pero principalmente a partir de la década de los noventa. Al cierre de 2006, el déficit en cuenta corriente alcanzó 811,477 millones de dólares, lo que representa un 6.1% del PIB.
Si el desequilibrio externo de los Estados Unidos no logra mantenerse bajo control, tarde o temprano los inversionistas externos y los bancos centrales decidirán abandonar el dólar y colocar sus recursos en otros valores de reservas. Desde enero de 1999, un nuevo personaje llamado euro, ha entrado en escena. Se trata de una nueva divisa fuerte que opera en un bloque económico que ha alcanzado un alto grado de integración. El euro puede constituirse en el rival más poderoso del dólar, tanto en la esfera comercial como financiera (Bergsten, 1999).
La definición de una nueva hegemonía en el mundo pasa por la definición de la hegemonía monetaria. Para que el euro se convierta en un real competidor del dólar se requiere no sólo la de la existencia de una moneda fuerte, sino de que Europa se decida a avanzar en su unificación política y militar y en la aplicación de una estrategia internacional diferente a la enarbolada por el imperialismo norteamericano. El fin de la hegemonía estadounidense parece acercarse, pero lo único cierto en la hora presente, es el carácter incierto de las posibles salidas. 
La economía de Estados Unidos vive en el filo de la navaja con una contradicción difícil de resolver. La depreciación del dólar es indispensable para atenuar el enorme déficit de la balanza de pagos, que ha alcanzado un nivel sin precedente. Pero la depreciación de la divisa verde conspira contra el interés estadounidense de mantener el dólar como la principal reserva de valor y la divisa clave del mundo; su depreciación va en la dirección contraria de la necesidad de financiar su desequilibrio externo, mantener, por esa vía, el dinamismo de su economía interna y seguir siendo la locomotora de la economía mundial. 
Con la llegada de George W. Bush y el retorno de los neoconservadores al gobierno de Estados Unidos, las prédicas sobre la globalización pacífica y el “fin del imperialismo” quedaron enterradas. La tesis de Hardt y Negri (2000) de que la Guerra de Vietnam fue la última aventura militar del imperialismo norteamericano, se convirtió en una ironía. Regresaron las cañoneras y las aventuras coloniales de la única superpotencia militar de la posguerra fría. El pretexto para reorientar la estrategia imperialista fueron los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. 
El “regreso de las cañoneras” no significa que el ascenso de la administració n George Bush II representó una vuelta a la vía militarista. Eso sería tanto como suponer que las administraciones anteriores se distinguieron por su pacifismo. ¡No! El militarismo es un fenómeno estructural de Estados Unidos desde el término de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría. (Wrigth Mills, 1956). Y el expansionismo marca su historia desde la Independencia. Entonces lo nuevo en la administració n bushista no es el militarismo, sino el abandono del “multilateralismo blando” de las administraciones anteriores y el uso preponderante de medios militares para preservar la hegemonía estadounidense.
La elaboración de la estrategia imperialista de la ultraderecha estadounidense venía de varios años atrás. Meses antes del ascenso de Bush II al gobierno, un grupo llamado Proyecto para un Nuevo Siglo Americano y al cual pertenecen entre otros el vicepresidente de EE.UU., Dick Cheney, el ex-secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, su subsecretario Paul Wolfowitz – después Presidente del Banco Mundial -, así como otros connotados funcionarios de las administraciones de Ronald Reagan y Bush padre, publicaron un documento intitulado Reconstruyendo las defensas de Estados Unidos: estrategia, fuerzas y recursos para un nuevo siglo.
Este documento planteaba los objetivos geoestratégicos de EE.UU. para el siglo XXI. El objetivo principal de este país es consolidar su posición hegemónica para que el siglo XXI sea un nuevo siglo americano. Para conseguirlo proponía, entre otras recomendaciones, extender el modelo globalizador neoliberal a todo el mundo: la democracia y la apertura de los mercados; utilizar una estrategia preventiva y de largo plazo frente al nuevo enemigo: el terrorismo internacional; incrementar el gasto militar; tener una presencia creciente en la región del Golfo Pérsico; desarrollar armas nucleares y químicas tácticas, para evitar su proliferación entre naciones o grupos enemigos; y mantener la preeminencia estadounidense en el mundo impidiendo el ascenso de una gran potencia rival.
Irak fue el campo de experimentació n de la nueva estrategia de “guerra preventiva”. La destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York fue aprovechada por los neoconservadores estadounidenses para implementar una nueva estrategia de redefinición del mapa político del mundo.
El control de recursos naturales estratégicos, como el petróleo, el gas, el agua u otros minerales juega un papel central en la nueva estrategia imperialista. Los motivos de la guerra de Irak iban más allá del petróleo, pero el control de éste contó y contó mucho en la decisión de ocupar Irak. Al preguntársele a Paul Wolfowitz, uno de los mayores halcones de la administració n Bush II, por qué se había decidido atacar a Irak en vez de Corea del Norte, que es más peligroso pues cuenta con poder nuclear, aquél se sinceró al contestar (Fisk, 2003: 32):
“Veámoslo de forma simple: La diferencia más importante entre Corea del Norte e Irak es que económicamente no teníamos otra opción que Irak. El país está nadando en un mar de petróleo”. |
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Entonces, la guerra de Irak no es, esencialmente, una lucha entre civilizaciones o culturas diferentes, entre el mundo cristiano occidental y el mundo islámico fundamentalista o una lucha civilizatoria por la democracia, sino una guerra imperialista por el control de una materia prima estratégica, lo cual implica tener en aquel país un régimen neocolonial pronorteamericano que entregue el control de ese recurso a las trasnacionales y asegure el control geopolítico de esa región.
La ocupación de Irak forma parte una estrategia imperialista integral de Estados Unidos. Tiene por objetivo preservar su posición hegemónica aprovechando su supremacía militar. Refiriéndose al escudo antimisiles que planea ahora instalar Estados Unidos en Europa, a pesar de la objeción de Rusia, un alto militar de este país, Leonid Ivashov, señala que:
“Implantándolo, Estados Unidos procura asegurarse la hegemonía mundial. Su estrategia de seguridad nacional indica explícitamente la necesidad de garantizar el acceso sostenible, es decir, controlado, hacia las regiones clave del planeta, las comunicaciones estratégicas y los recursos globales (…) Washington se empeña en construir un sistema capaz de neutralizar el potencial nuclear de sus rivales estratégicos, Moscú y Pekín, para lograr un monopolio militar” (Citado por Castro, 2007). 
La guerra contra el terrorismo, convertida en una “guerra perpetua”, justifica el mantenimiento de una economía permanente de guerra (Meiksins, 2003). Mediante la ocupación de Irak y la redefinición del mapa político de Medio Oriente, así como mediante su presencia militar en Afganistán y en las republicas asiáticas ex-soviéticas, se pretende controlar un área vital del mundo, el abastecimiento externo de petróleo y evitar la emergencia de potencias rivales que pongan en peligro su hegemonía. El control sobre una materia prima fundamental para la continuidad de la acumulación de capital, limita la capacidad de la Unión Europea (¿Alemania?) o de Asia (¿Japón? ¿China?) para erigirse en polos hegemónicos alternativos.
La estrategia militarista de la ultraderecha estadounidense actualmente en el poder, conlleva riesgos importantes, no sólo porque pone en riesgo la paz mundial, sino también porque cuestiona, de alguna manera, el proyecto hegemónico estadounidense. La estrategia unilateral y militarista de Estados Unidos enfrenta dos problemas principales, que están estrechamente vinculados: a) la pérdida de consenso y b) la sobreextensió n de sus fuerzas militares. 
El unilateralismo implica una pérdida de consenso del imperialismo norteamericano dentro del sistema imperialista. Las acciones unilaterales de la administració n estadounidense no son tanto, como bien apunta Sutcliffe (2003), un reflejo de la hegemonía indiscutible de Estados Unidos, sino, por el contrario, una expresión de su pérdida de hegemonía, entendida ésta en el sentido gramsciano del término, que involucra el consenso como un elemento imprescindible de la misma. En otras palabras, el abuso de la fuerza es una muestra de su incapacidad creciente de para representar el interés general del sistema y hacer valer sus posiciones por otras vías diferentes a la militar. Nunca Estados Unidos se había encontrado más aislado del mundo que en la actualidad, no sólo de gobiernos otrora aliados sino, también, de los pueblos de muchos países. Como dice Brzezinski, ex-consejero nacional de seguridad durante el gobierno de Carter, en su último libro, la imagen más poderosa de Estados Unidos ya no es la estatua de la Libertad, sino el campo de prisioneros de Guantánamo. En su opinión, si no se dan pasos urgentes para restaurar el consenso, “la crisis de la superpotencia estadounidense se volverá terminal” (citado por La Jornada, 2007a).
El peligro principal es el sobredimensionamien to de los conflictos ¿Cuántas guerras puede desarrollar exitosamente Estados Unidos al mismo tiempo? Considero, que dado su empantanamiento en la guerra de Irak y la reactivación de la lucha en Afganistán, no muchas, tal vez ni una más. Difícil pensar que se intente una nueva aventura militar en Irán, Siria, Corea del Norte, o en contra de cualquiera de los enemigos declarados del llamado Eje del Mal, cuando, sus gobiernos títeres en Afganistán e Irak enfrentan crecientes obstáculos. La lucha armada de los talibanes en Afganistán se ha reactivado. Aunque debilitados, los talibanes han logrado reagruparse y se incrementan las bajas en el ejército del gobierno afgano así como en el estadounidense y en los efectivos de la OTAN. En Irak, la resistencia parece estarle ganando la batalla al ejército de ocupación: los ataques se multiplican y la reconstrucció n de la economía y de la infraestructura petrolera se han vuelto tareas imposibles. 
Los casos de Irak y Afganistán comprueban de nuevo como antes Vietnam, que el poderío militar incontrastable de Estados Unidos puede servir para ocupar un país rápidamente o para arrasarlo mediante el bombardeo aéreo, pero no es garantía de triunfo militar. El imperialismo norteamericano es vulnerable.
La declinación relativa de Estados Unidos como potencia hegemónica es un hecho real. Estamos en una fase de transición hegemónica cuyo desenlace, sin embargo, es incierto. La vía militarista y unilateralista elegida por la administració n de George Bush II limita enormemente la construcción de un liderazgo por consenso en el seno de la Tríada y con el resto del mundo 
En ese marco, ¿Existen posibilidades reales para la emergencia de un nuevo hegemon en la economía mundial globalizada? O, de no ser este el caso, ¿Es viable pensar, como lo sugieren algunos autores, en un orden multipolar regido por reglas claras entre las potencias, y entre éstas y una periferia cada vez más heterogénea? O peor aún, ¿El mundo se desenvolverá dentro de un proceso de descomposició n y ruptura, con un hegemon declinante y agresivo que se resiste al surgimiento de un nuevo orden más plural?
Ninguno de esos escenarios se puede descartar a priori, pues son opciones reales dentro de las condiciones actuales del mundo. Resulta imposible dar respuestas acabadas a estos interrogantes que dependen de una multitud de factores económicos, políticos y culturales. En todo caso lo único que parece estar claro es que nos encontramos en un periodo detransición hegemónica, cuyo desenlace es imprevisible, como imprevisible es también la salida de una gran crisis estructural añeja, que se remonta al último tercio del siglo pasado, y el retorno a un periodo de crecimiento duradero, como el experimentado en la segunda posguerra, que haga viable además el desarrollo de la periferia, opción que la globalización neoliberal ha bloqueado en la mayor parte de la misma. Sin embargo, como bien advierte Serfati (2004: 120), el concepto de transición hegemónica, puede resultar un concepto insulso y equivoco, que opaca el tipo de transformaciones requeridas para el ascenso de un nuevo hegemon. El tránsito de la hegemonía británica a la estadounidense reclamó un amplio periodo de trastornos, que incluyó la mayor depresión de la historia del capitalismo, la de los años treinta, y dos guerras mundiales. Ello nos indicaría que el problema es muy complejo y muy lejos de una transición suave, por lo que “sería necesario bastante más que la dinámica de una parte de los países de Asia, para modificar las relaciones de fuerza interimperialistas” .
El surgimiento de un nuevo hegemon no parece, pues, contemplable en el futuro cercano. Ni Japón ni Europa están condiciones ni desean asumir el papel de líderes de un nuevo orden, aunque la balanza económica sigue inclinándose hacia Asia. Desde hace varias décadas las economías japonesa y europea han experimentado un proceso de integración orgánica con el capital transnacional estadounidense. Los bloques de poder en Asia y Europa están compenetrados con los intereses de la potencia hegemónica. La coincidencia de intereses entre las ETN estadounidenses, japonesas o europeas es mayor que las diferencias entre ellas o entre sus respectivos Estados. Aunque las rivalidades y la competencia persisten, comparten el objetivo de un mundo abierto de conformidad con sus intereses. La Tríada en su conjunto se beneficia de la existencia de una periferia heterogénea, pero acotada y subordinada a sus intereses comunes. 
Así, que más que una reedición de las rivalidades interimperialistas del periodo de Entreguerras que desembocaron en la Gran Depresión y en dos guerras mundiales, así como en el surgimiento de un nuevo hegemon, como resultado de ese trastocamiento, lo que tenemos hacia adelante no son tanto confrontaciones entre las potencias, sino una agudización de las contradicciones Norte-Sur. Este escenario no es contradictorio con avances en la integración en cada uno de los polos de la Tríada y con nuevas alianzas con países emergentes, tanto en Europa como en Asia.
Las confrontaciones Norte-Sur pueden presentarse en el discurso, como ahora la guerra en Irak, como luchas del imperialismo estadounidense contra el Eje del Mal o como expresión del “choque de civilizaciones” , aunque en realidad tengan como objetivo redefinir el mapa político del mundo, en favor de la potencia hegemónica declinante o para el control de recursos estratégicos como el petróleo y el gas, así como para impedir el ascenso de potencias emergentes. La eventualidad de guerras o de “golpes de Estado”, inclusive en la periferia capitalista occidental, por ejemplo América Latina, no se puede descartar. En este caso la etiqueta de “fundamentalismo” carecería de sentido, pero en su lugar podría emplearse la de “populista”, “narcopoder” o “dictadura”, para aquellos países que aunque no representen un peligro antisistémico, intenten vías de desarrollo más autónomas o formas democráticas distintas a las de Washington.
Por de pronto, el escenario que parece más viable en los próximos años es la de una continuación de la dominación estadounidense, en un marco de descomposició n creciente de su poder y hegemonía (de un liderazgo consensual, se entiende), con crecientes y más complejos conflictos en y contra el Sur, así como el tejido de nuevas alianzas, unas estables y otras inestables, entre las grandes potencias y las potencias emergentes (China, India, Brasil), así como un rechazo en ascenso a la política unilateralista y militarista de Washington. Coincido con Wallerstein (2007) en que el futuro de la pugna hegemónica es sumamente incierto y que vivimos una etapa de transición caracterizada por un “caos sistémico.
La “rebelión en la granja”
La “revuelta latinoamericana” contra la hegemonía estadounidense, como afirma Bellamy Foster (2007), constituye un momento histórico nuevo donde nuestros pueblos están, en las palabras de Chomsky (2007), “reafirmando su independencia” . Se trata de una revuelta en el “patio trasero” del imperialismo norteamericano, auténticamente de una “rebelión en la granja”. La rebelión se ubica en tres planos principales interrelacionados: a) la aplicación de estrategias internas de desarrollo alternativas; b) la construcción de nuevos “bloques de poder” y formas de democracia avanzada; y c) los avances en la integración económica y política latinoamericana.
Estrategias alternativas de desarrollo
Está demostrado, tanto en los hechos como en la teoría, que las políticas neoliberales del Consenso de Washington solo han conducido a América Latina a un callejón sin salida de estancamiento, desigualdad y pobreza (Guillén, 2007 b). El ingreso de ahorro externo (fundamentalmente especulativo) , que es la base financiera del modelo neoliberal (MN) no crea condiciones para el crecimiento sostenido de las economías. La apertura irrestrictita e indiscriminada de la cuenta de capitales, lejos de provocar un incremento sostenido de la inversión como lo postula la teoría estándar o la “ortodoxia convencional” como prefiere llamarla Bresser-Pereira (2007), desplaza el ingreso de ahorro externo hacia el consumo privado, lo que impide que la reactivación se sostenga. Además, el influjo de ahorro externo provoca, por un lado, el incremento del déficit en cuenta corriente por las crecientes importaciones derivadas del aumento del consumo privado, de la mayor concentración del ingreso y de la ruptura de las cadenas productivas internas. Por el otro lado, induce a un creciente endeudamiento externo de los agentes económicos.
El MN no ha permitido elevar sustancialmente la tasa de inversión y, por ende, los niveles de empleo en la economía formal. Al comparar el periodo 1983-1991 con 1991-1998, Frrench Davis (2005: 69) encuentra que mientras el ahorro externo utilizado (flujos netos de capital del exterior menos acumulación de reservas) en América Latina aumentó en 2.4 puntos porcentuales del PIB, el coeficiente de inversión creció apenas en 0.8 puntos del PIB. La tasa de inversión bruta se mantuvo en México durante los noventa en niveles entre el 18-20%, superior a las mediocres cifras de la década perdida, pero inferiores a las alcanzadas durante el modelo de sustitución de importaciones. En Argentina, la tasa de inversión bruta en el periodo neoliberal se movió en niveles parecidos. En 1998 la tasa de inversión bruta en ese país era del 20% del PIB, pero con la crisis se desplomó al 12 % en 2002. 
El modelo neoliberal (MN) se sustenta en dos pilares básicos: una política monetaria restrictiva y procíclica y un tipo de cambio sobrevaluado (Guillén, 2007c). La política monetaria restrictiva, enmarcada en objetivos antiinflacionarios, ha sido una condición para atraer flujos privados de capital del exterior y evitar la fuga de capitales. La entrada de capitales, a su vez, provoca la sobrevaluació n persistente de la moneda. Tasas de interés reales altas y tipo de cambios sobrevaluados se convierten así, en el tributo indispensable que reclaman los capitales externos para ingresar a los países emergentes, lo que, sin embargo tiene un impacto desfavorable en el crecimiento económico y en la creación de empleos. 
El crecimiento sustentado en el ahorro externo, como el que se promueve bajo las premisas del Consenso de Washington, resulta efímero y, por tanto, no sustentable. El ingreso de capitales del exterior, en el marco de políticas monetarias pasivas y restrictivas, puede tener, temporalmente, un efecto positivo en el crecimiento económico, pero no crea las condiciones para una expansión perdurable, aspecto fundamental en cualquier política auténtica de desarrollo. En efecto, la reactivación de los flujos externos de capital generalmente ocurre después de un periodo de crisis, en el cual existe un alto margen de capacidad productiva ociosa. El ingreso de capitales produce un efecto reactivador en la demanda agregada, sobretodo del consumo privado (acicateado además por la tendencia a la concentración del ingreso). El PIB real crece, pero por debajo de la oferta potencial, la cual está definida por la capacidad productiva instalada. De allí que el efecto de ese crecimiento en la tasa de inversión sea marginal. Al mismo tiempo, crecen las importaciones de bienes de consumo de lujo y las importaciones de insumos y con ellas el déficit en cuenta corriente financiado por el superávit de la cuenta de capital. Si bien puede presentarse una elevación de la productividad, esta resulta de un mejor uso de los recursos existentes, no de una expansión de la capacidad productiva. 
Pero justamente en ese punto se detienen los efectos “virtuosos” del crecimiento económico sustentado en el ahorro externo. Como afirma Frrench Davis, “al completarse la reactivación, alcanzándose la frontera productiva, cualquier demanda agregada adicional requerirá nueva capacidad productiva para satisfacerla y, por consiguiente, de nueva inversión para generarla”. En otras palabras, en esa fase del ciclo, sostener el crecimiento implicaría incrementar sustancialmente la tasa de inversión. Sin embargo, ello no sucede. El ingreso de capital externo provoca, más que un crecimiento de la tasa de inversión, un desplazamiento del ahorro interno hacia el gasto: hacia el consumo privado y el ahorro financiero (Bresser-Pereira, 2007). Al mismo tiempo, genera la apreciación de la moneda, fomenta la especulación en los mercados de valores e incrementa el endeudamiento externo de los agentes, creando las condiciones para una crisis financiera. 
La crisis mexicana de 1994-1995 como después la asiática, la rusa, la brasileña y argentina demostraron que cuando los operadores financieros globalizados consideran que los desequilibrios provocados en gran medida por la propia operación de los capitales que representan ya no son sostenibles, inician los ataques especulativos sobre las monedas y provocan la estampida de los capitales. Como he señalado en otro trabajo (Guillén, 2007a: capitulo VII), el efecto desequilibrador de los flujos externos de capital sobre variables económicas claves se presenta, tanto en la fase anterior a la crisis financiera, como al precipitarse ésta. En el periodo anterior al estallido de una crisis, cuando el ingreso de capital especulativo es intenso, éste genera, como dije arriba, sobrevaluació n de la moneda, aumento del déficit externo, sobreendeudamiento, etc. En otras palabras, el ingreso de capital afecta los fundamentales de la economía, pero en un sentido negativo. Una vez que irrumpe la crisis, se producen los efectos contrarios. La estampida de los capitales hacia otros mercados precipita la devaluación abrupta de la moneda, el derrumbe de los precios de los activos financieros e inmobiliarios, la contracción del crédito y demás efectos deflacionarios que acompañan a todas las crisis financieras importantes. 
No pretendo efectuar un análisis comprehensivo de las políticas económicas de los gobiernos de izquierda y centro-izquierda de la región pero las experiencias contrastantes en materia de crecimiento económico de Argentina y de Venezuela, por un lado, y de Brasil por el otro, ilustran la importancia de modificar lo que llamo “los nudos críticos” de una estrategia alternativa de desarrollo, a saber: las política monetarias y fiscales restrictivas y la política cambiaria de tipo de cambio alto o “populismo cambiario” (Guillén, 2007c).
Argentina superó la crisis cuando decidió abandonar la camisa de fuerza del “consejo monetario” y estableció una política de tipo cambiario “bajo”, al tiempo que aplicó una política monetaria expansiva manteniendo tasas de interés ligeramente negativas. Además mediante la práctica cancelación de la deuda pública externa con los acreedores privados, liberó importantes recursos para impulsar el gasto público y los programas sociales. Durante los últimos cuatro años ha logrado tasas de crecimiento del producto superiores al 8.5%. Entre 2003 y 2006, el PIB logró un crecimiento acumulado de 40.5% habiéndose rebasado los niveles de precrisis desde 2005. Este crecimiento sostenido del PIB ha permitido reducir la tasa de desempleo abierto, abatir la informalidad y empezar a revertir los índices de pobreza. El crecimiento se ha sustentado en un incremento importante de las exportaciones de origen primario, pero también en el fortalecimiento del mercado interno y en la reindustrializació n que la nueva política económica volvió factibles.
Venezuela es otro ejemplo claro de cómo revertir el estancamiento, cuando se dejan de lado los dogmas neoliberales del Consenso de Washington. Ello fue posible cuando el gobierno bolivariano abortó el golpe de Estado orquestado por la oligarquía y el imperialismo norteamericano en 2002, y desbarató la nueva asonada derechista de la huelga petrolera recuperando para el Estado el control de la empresa PDVESA en 2003. Desde 2003, el PIB real ha crecido un 76%. Durante los últimos tres años se han alcanzado tasas de crecimiento superiores al 10% anual. Es cierto que la expansión económica se ha apoyado en la bonanza de los altos precios internacionales del petróleo, pero los resultados habrían sido muy distintos si el gobierno se hubiera adherido a los principios neoliberales del equilibrio fiscal y las políticas monetarias y salariales pasivas. Al contrario, se aplicaron políticas activas en materia monetaria y fiscal. Como lo reconocen Weisbrot y Sandoval (2007: 3), analistas de un centro de investigación estadounidense:
“Es probable que las políticas fiscales y monetarias expansionistas, así como los controles sobre el tipo de cambio aplicados por el gobierno, hayan contribuido a este auge económico presente. El gasto del gobierno central se incrementó del 24 por ciento del PIB en 1998 al 30 por ciento en 2006. Las tasas reales de interés a corto plazo han sido negativas durante todo o prácticamente todo el periodo de recuperación económica”.
Un asunto pendiente es la sobrevaluació n de la moneda venezolana, que el gobierno no ha querido corregir, en virtud del aumento de la inflación. La apreciación de la moneda limita la sustitución de importaciones y la necesaria diversificació n del sistema productivo venezolano. Los efectos negativos de la sobrevaluació n han sido paliados mediante el control de cambios
El crecimiento durable del aparato productivo ha permitido abatir el desempleo abierto (el cual pasó del 15% en 1999 y del 18,5% en el pico de la recesión de 2003 al 8.3% en 2007), elevar el empleo formal, así como reducir la informalidad y los índices de pobreza. 
No solamente ha habido crecimiento durable, sino que se han introducido, auténticas políticas de desarrollo, si por desarrollo entendemos un proceso de elevación de las capacidades y habilidades de la población. El mejoramiento en materia de alimentación, salud y educación es notable. El gasto social, como proporción del PIB, se incrementó del 8.2% en 1998 al 13.6% en 2006. Si se incluyen los gastos sociales que efectúa la petrolera PDVESA, el gasto social como porcentaje del PIB se eleva al 20.9% (Ibid: 4).
En contraposició n, los resultados de Brasil en materia de crecimiento económico (con tasas anuales inferiores al 4%) son bastante mediocres, más parecidos a los de México, cuya adherencia al Consenso de Washington es innegable, que a la de sus socios del sur. El cuasi-estancamiento brasileño tiene mucho que ver con el mantenimiento de una política macroeconómica neoliberal, asentada en la apertura externa irrestricta de la cuenta de capitales y en la aplicación de políticas monetarias y fiscales restrictivas que dicha apertura provoca. El mantenimiento de esa política se explica por la alianza establecida por el gobierno de Lula y sectores del PT desde su ascenso al gobierno, con el capital financiero globalizado. Pese a la continuidad de las políticas neoliberales en Brasil, se ha logrado mantener un relativo dinamismo en la creación de empleos formales y una reducción de los índices de pobreza mediante la reorientación de la política social y el éxito de programas focalizados contra la pobreza como Bolsa Familia. |5|
Desmontar la estructura de poder antinacional y antipopular del neoliberalismo, y construir una democracia avanzada
América Latina está urgida de una estrategia política para desmontar el andiamaje del neoliberalismo, que no es otra cosa que una estructura de poder antinacional. Atrás de las altas tasas de interés, del mito del equilibrio fiscal, de la “independencia de los bancos centrales” y de la sobrevaluació n de las monedas, se esconden poderosos intereses, que no son otros que los del capital financiero internacional y de las élites internas que se han beneficiado de la apertura comercial y financiera. El Consenso de Washington conviene enfatizarlo, no sólo representó la adherencia dogmática a políticas neoliberales, sino que significó un compromiso político del capital financiero globalizado y los gobiernos de los centros con las elites y gobiernos de los países de la periferia.
La puesta en marcha de una estrategia alternativa de desarrollo, no es un problema técnico, sino fundamentalmente político. En contra de lo que piensan algunos, en el sentido de que la globalización anula la posibilidad de aplicar estrategias alternativas en el espacio nacional, y de a que los perdedores del proceso de globalización neoliberal sólo les queda la resistencia global, la historia reciente nos muestra que la Nación sigue siendo un espacio privilegiado de la lucha de clases y para el diseño y ejecución de estrategias diferentes al neoliberalismo. Ello incluye el espacio electoral. Para revertir el neoliberalismo no basta con la resistencia global. La unión internacional de los movimientos desde abajo es un elemento importante, pero insuficiente Coincido con Tarik Ali (2006) en que la máxima del movimiento altermundialista de que “es posible cambiar el mundo sin tomar el poder”, tomada de la experiencia zapatista, se convierte en un llamado a la inacción política”. 
A diferentes ritmos y atendiendo a especificidades nacionales, Brasil, Argentina, Venezuela, Uruguay y Bolivia, son ejemplos vívidos de que el ascenso al gobierno de partidos y movimientos progresistas, ha creado las condiciones para la construcción de proyectos económicos alternativos. Pero al mismo tiempo esos procesos nos muestran que el ascenso al gobierno no basta y que se requiere de voluntad política y de la profundizació n de la democracia, así como de deshacerse de los dogmas y de la ideología neoliberal para desmontar el andamiaje del poder oligárquico, nacional y antipopular.
Poner a nuestros países en el sendero de un proyecto nacional de desarrollo – proyecto que desapareció durante veinticinco años de neoliberalismo y políticas fundamentalistas de mercado - no implica superar el capitalismo por decreto, sino solamente enrumbarlos de nuevo en la vía del desarrollo, es decir, en el camino de un crecimiento económico durable, de la construcción de un sistema productivo más articulado y autónomo y de poner en el centro de la estrategia la solución de los ingentes problemas sociales (alimentarios, educativos, de salud y de vivienda) de las grandes mayorías de nuestros pueblos. 
En la medida que “proyecto nacional” no es igual a “socialismo”, durante varios años existirá en los países que logren construir una alternativa y derrotar el neoliberalismo, una contradicción entre la lógica del capital, definida por la ley de acumulación y la ley de la maximización de beneficios, con la lógica de los fines y de las necesidades de la población. La solución de esa contradicción no es económica, sino ante todo, política. Depende en lo esencial de la capacidad de la sociedad organizada (partidos, movimientos y organizaciones ciudadanas) para construir una democracia avanzada, es decir, participativa, que garantice que la lógica de los fines se imponga sobre la lógica de la acumulación de capital. En eso consiste creo la bandera del “socialismo del siglo XXI” enarbolada por Hugo Chávez y la revolución bolivariana. Como con toda razón afirma Lebowitz (2007: 4), para construir una alternativa que vaya “más allá del capital”:
“un aspecto crítico (…) es el reconocimiento de que la capacidad humana se desarrolla sólo a través de a la actividad humana, solamente a través de lo que Marx entendía por ‘práctica revolucionaria’ , el cambio simultáneo de modificación de las circunstancias y de autocambio (…)”.
En su opinión:
“La concepción que verdaderamente amenaza la lógica del capital en la batalla de las ideas, es una que explícitamente reconoce la centralidad del autogobierno en el lugar de trabajo y de autogobierno en la comunidad, como el medio para la liberación del potencial humano”.
No es un accidente de la historia, que más allá de la opción cubana, la vanguardia de la transformació n latinoamericana resida ahora en Venezuela, donde el pueblo y sus líderes han sido capaces de llevar adelante una estrategia de construcción de un nuevo “bloque de poder” y de minar las bases del poder oligárquico y proimperialista, propinándole a la oligarquía tres grandes derrotas: el fracaso del golpe de estado, el fracaso de la huelga petrolera y su derrota en el referéndum revocatorio de 2004 (Harnecker, 2007). Son muchos los avances en el proceso de construcción de una democracia participativa avanzada en Venezuela, donde destacan la creación de los consejos comunales, como instancias de base de poder popular y regional, la profundizació n del proceso de nacionalizaciones en el núcleo estratégico de la energía y de las telecomunicaciones; la erosión parcial y aún insuficiente del poder ideológico de los medios de comunicación, mediante la cancelación de una canal de televisión de la oligarquía comprometido con el frustrado golpe de Estado de 2002; y la creación del Partido Unido de Venezuela.
No es un accidente tampoco que el cambio adquiera mayor profundidad en países como Bolivia y Ecuador. Si bien Evo Morales y Rafael Correa llegaron al gobierno por la vía electoral, lo hicieron gracias a una larga lucha de resistencia y de organización de los trabajadores y de los grupos indígenas, quienes se levantaron para expulsar del poder a los gobiernos de Sánchez de Losada y de Luciano Gutiérrez. Lo mismo en Argentina, donde la magnitud de la crisis de 2000-2002, provocó formas inéditas de organización popular, desde abajo, que son la base principal de apoyo del kirchnerismo. A diferencia de Venezuela donde la revolución bolivariana ha logrado consolidarse en el poder, los gobiernos progresistas de Evo Morales en Bolivia y Correa en Ecuador si bien cuentan con un amplio respaldo popular, enfrentan un abierto desafío de sus oligarquías. La confrontación es especialmente aguda en Bolivia con la poderosa oligarquía de Santa Cruz. En palabras del vicepresidente boliviano, García Linera, “una derecha racista, separatista, violenta y antidemocrática” trata de impedir el cambio y alienta un golpe de estado contra Evo. Se han repartido volantes entre la población para derrocar al indio de mierda”. La suerte de los procesos de cambio en Bolivia y Ecuador dependerá, en mucho, de que logren culminar con éxito los trabajos de sus respectivas Asambleas Constituyentes.
La división maniquea que a veces se realiza en sectores de la izquierda de los procesos de cambio actuales en América Latina, distinguiendo entre “neodesarrollismo” y “proyectos anticapitalistas” poco ayuda a para la comprensión de los retos presentes. Es en cierta forma la misma taxonomía de la visión imperial y oligárquica, que tiende a clasificar de “izquierda moderna” a los regímenes de Chile, Brasil y Uruguay y de izquierda “populista” a los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, dejando en un limbo “intermedio” a Argentina.
Un proyecto “neodesarrollista” como el de Argentina no es en si mismo, procapitalista ni anticapitalista, pero si antineoliberal, desde el momento que implica una ruptura con las políticas del Consenso de Washington. Es verdad que el proyecto alternativo argentino beneficia y es respaldado por sectores de la burguesía industrial. Incluso debido a la fuerte expansión de las exportaciones primarias, beneficia también a la oligarquía agroexportadora. Lo mismo sucede en Brasil. Pero de allí no se desprende que la estrategia escogida sea incorrecta. En todo caso lo que importa es la “dirección” del proceso de cambio y la capacidad que tengan los grupos populares de ver representados sus intereses en el “nuevo bloque en el poder”. Si la dirección se pierde, sí existe el peligro de una “restauración oligárquica”, por ejemplo, en Brasil si la derecha triunfa en las siguientes elecciones presidenciales. Pero ese peligro existe inclusive en Venezuela y en los demás regímenes de izquierda, porque aún no han sido erosionadas las bases económicas del poder oligárquico. 
Un símil apropiado a la situación actual fue lo escenificado durante las décadas de los treinta y cuarenta. En ese entonces, los proyectos nacionales de desarrollo que impulsaron la industrializació n sustitutiva de importaciones, fueron encabezados por regímenes políticos antioligárquicos que respondían a los intereses de una emergente burguesía industrial, pero que representaban también amplios sectores populares de trabajadores y/o de campesinos. Ese fue el caso de los gobiernos de Vargas en Brasil, Lázaro Cárdenas en México, Perón en Argentina o Haya de la Torre en Perú. El verdadero significado del término “populismo” tiene que ver con las alianzas políticas de esa época. 
El modelo de sustitución de importaciones no era en si mismo inviable, ni se “agotó” solamente por razones económicas y por sus contradicciones. Como he planteado en otro trabajo (Guillén, 2007 b), los obstáculos fueron fundamentalmente políticos.
“Durante la década de los sesenta y setenta – planteaba- se había conformado una oligarquía muy distinta a del modelo primario-exportador , estructuralmente vinculada a las empresas trasnacionales y al capitalismo financiero internacional por la vía de la deuda externa. A esas alturas, el proyecto nacional de desarrollo que había sido impulsado por los regímenes progresistas de los años cuarenta y cincuenta, había sido prácticamente abandonado por las nuevas elites. Tampoco el escenario político latinoamericano abonaba el terreno para experimentos nacionalistas y populares. El ascenso y consolidación de la revolución cubana, había recrudecido el la política de “guerra fría” y subordinado a las elites políticas latinoamericanas a los intereses estadounidenses” .
Hoy como ayer, los obstáculos son principalmente políticos y reencontrar el camino del verdadero desarrollo dependerá de la capacidad que tengan los grupos populares y sus vanguardias para profundizar la democracia y sus contenidos. Como decían Marx y Engels en el Manifiesto (1976: 128) “el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia”.
Integración latinoamericana
Quizás ningún asunto manifieste mejor la profunda división de los países de América Latina, entre los seguidores del Consenso de Washington y los regímenes de izquierda, que el de la integración económica. Las aguas se dividieron a partir de la cumbre del ALCA de Mar del Plata en noviembre de 2005, la cual determinó la muerte del plan de integración continental impulsado por Estados Unidos y las fuerzas de la globalización neoliberal, cuando la potencia hegemónica se negó a discutir el tema de los subsidios agrícolas y propuso llevar el asunto a la Ronda Doha de la OMC, que se encuentra también es estado de coma profundo desde Seattle.
A partir del Mar del Plata el proceso de integración ha caminado por senderos distintos. Por un lado, México, Canadá, la mayoría de los países de Centroamérica y del Caribe, así como los sudamericanos más cercanos del Consenso (Colombia y Perú), afanados en aceptar los condicionamientos estadounidenses y en firmar acuerdos bilaterales de libre comercio bajo “el modelo TLCAN perfeccionado” , con el argumento, negado por la experiencia mexicana, de acceder al mercado estadounidense para dizque acelerar el crecimiento económico y el empleo. Canadá y México han accedido en subordinar sus políticas internas a la política antiterrorista estadounidense |6|, mediante el Acuerdo para la Seguridad y al Prosperidad de América Latina (ASPAN), en vez de discutirse las asimetrías en el seno del TLCAN y la necesidad de de crear mecanismos compensatorios de cooperación para reducirlas. Por el otro, los países del MERCOSUR junto con Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador privilegiando el impulso de programas de integración sur-sur, sin menospreciar los esfuerzos multilaterales en el seno de la OMC desplegados por Brasil, y con el concurso de la India, China y otros países.
No es el objeto de este texto profundizar en estos temas, sino sólo remarcar, por un lado, el papel que juega la política comercial estadounidense en su estrategia imperialista global, mediante la cual trata, mediante la firma de acuerdos bilaterales, de reforzar la integración y la subordinación de los países más sumisos a sus dictados y de aislarlos del resto de América Latina. Por el otro lado, la profundizació n de los mecanismos de integración sur-sur en el “bloque anti-Alca”, los cuales juegan un papel central en la construcción de una estrategia de desarrollo alternativa. Dentro de los esfuerzos integradores más recientes en Sudamérica, destacaré los siguientes:
- La ampliación del MERCOSUR con la incorporación de Venezuela, y la futura de Bolivia y Ecuador se fortalece como bloque comercial.
- La creación de la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA) integrada inicialmente por Cuba y Venezuela, y a la cual, se incorporaron recientemente Bolivia y Nicaragua, y mediante la cual se establecen nuevas formas de cooperación solidaria entre pueblos y Estados, para resolver acuciantes problemas sociales en el terreno de la salud, la educación, la eliminación del analfabetismo, etc. 
- Los planes de integración energética de Sudamérica impulsados por Venezuela con el apoyo de Argentina, Bolivia y Ecuador, y en menor medida, por Brasil.
- La creación del Banco del Sur
Por la importancia que tiene el control de los recursos energéticos en la definición de la hegemonía en el siglo XXI, los programas de cooperación energética que empuja Venezuela son centrales, como es el caso, entre otros proyectos, del gasoducto del Sur, el establecimiento de programas de cooperación para la refinación de crudo en Ecuador, la explotación de los recursos gasíferos de Bolivia, que cuenta con la segunda reserva de gas más importante del continente, etc. La integración energética puede operar como catapulta de la integración económica, a la manera de la Comunidad del Acero y del Carbón lo hizo en la integración europea. Además empujaría al MERCOSUR a trascender el marco estrecho del libre comercio y a ensayar formas más profundas de cooperación. Resulta evidente que Estados Unidos tratará a toda costa a frustrar los planes de integración Sur-Sur.
Quizás el proyecto de integración más relevante sea la próxima creación del Banco del Sur (BS), integrado por Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Brasil y Paraguay. Aunque su creación se ha venido posponiendo por diferencias entre sus miembros y por detalles técnicos sobre su organización, se espera que entre pronto en operación con un capital inicial de 7,000 millones de dólares (md), de los cuales 600 md provendrían de Venezuela. La existencia de altas reservas internacionales de los países miembros, por el auge regional en las exportaciones de productos primarios, es una oportunidad inmejorable para su lanzamiento. A ello se añade la creciente irrelevancia del FMI, con quien varios de los fundadores del BS ya han liquidado sus deudas. 
Habría que considerar la acción del BS en varias etapas, de las menos complejas a las más complejas. Podría iniciar como banco de desarrollo para el financiamiento de obras de infraestructura y proyectos integradores de gran envergadura como el gasoducto del sur. Una segunda función, en una segunda etapa, sería la creación de un “fondo monetario regional” a la manera en que lo intentan también los países de Asia. El BS actuaría para financiar desequilibrios importantes en las balanzas de pagos de los países miembros, y como “prestamista de última instancia” en situaciones de crisis, sin los condicionamientos de política económica y “cambio estructural” tradicionales del FMI. 
Más a largo plazo, podría ser, junto con el MERCOSUR, el impulsor de una moneda común para operaciones de comercio exterior y financieras en el seno de la región, en un primer momento, y por qué no, una moneda interna única a la manera del euro, en un segundo momento. La creación de una moneda común permitiría la racionalizació n en el uso de las divisas, mercancía generalmente escasa en los países subdesarrollados dado la “restricción externa”. Las divisas se utilizarían exclusivamente para saldar las operaciones con el Norte, las cuales perderían peso si la integración regional avanza a profundidad.
Conclusiones
Con la globalización neoliberal el mundo está lejos de haberse convertido en una aldea global o de representar el fin de la geografía. Aun para los capitales más globalizados, no se diga para el resto, la Nación sigue siendo un espacio fundamental para su operación: los mercados internos siguen absorbiendo una proporción importante y mayoritaria de sus ventas; el capital sigue siendo controlado por capitales del país sede; y las decisiones estratégicas básicas (tecnológicas, financieras) son tomadas desde las matrices. La Nación se conserva como espacio económico privilegiado y como entidad cultural.
El Estado nacional no ha desaparecido. Aunque la globalización y la creciente presencia de actores privados como las ETN han mermado la soberanía de los Estados, sobretodo en los países de la periferia, estos han jugado y juegan un papel central y activo en el propio proceso de globalización. Los gobiernos han sido los principales actores en los acuerdos de integración económica y en la definición de políticas económicas funcionales con los intereses de la globalización.
El derrumbe del socialismo real en la Unión Soviética y en su periferia europea hizo concebir ilusiones respecto al nacimiento de un orden global pacífico. Pero en contra de ciertas especulaciones teóricas, no se trató del “fin de la historia” ni del fin del imperialismo. Si bien la globalización implicó el ascenso de un “poder global” en ciernes, asentado en las ETN y en el capital financiero, ello no significó el fin de las contradicciones entre las grandes potencias – aunque estas asumen ahora formas menos violentas que en la primera mitad del Siglo XX -, ni el fin de las relaciones de dominación entre los centros imperiales y los países de la periferia. En el centro del escenario mundial se encuentra una superpotencia, aún hegemónica, los Estados Unidos, rentista, parasitaria, agresiva y en proceso de descomposició n.
La gran crisis de los años setenta dio lugar a un proceso de de transición hegemónica similar al del periodo de Entreguerras, cuando Gran Bretaña perdió el liderazgo y las potencias emergentes no estaban incondiciones de asumirlo. Desde los años setentas, Estados Unidos no tiene ya el liderazgo económico indisputable que tuvo en el 1945-1970. Alemania y Japón compiten al tú por tú en materia de productividad y en los sectores de punta. 
A semejanza de Gran Bretaña al perder su liderazgo, Estados Unidos ha utilizado su dominación monetaria y financiera, así como su supremacía militar sin parangón, para mantener su hegemonía y evitar el ascenso de sus rivales. Estados Unidos ha sido el principal impulsor y beneficiario de la globalización financiera. Pero el redespliegue financiero tiene su costo, y el principal ha sido la conversión de ese país en el principal deudor del mundo. La potencia hegemónica vive en el filo de la navaja: necesita devaluar el dólar para atenuar el insostenible déficit de su balanza de pagos. Sin embargo, ese objetivo choca con el interés de mantener el dólar como la divisa clave del sistema, evitar el fortalecimiento del euro y mantener el dinamismo de su economía.
Al tiempo que Estados Unidos redespliega su poderío financiero, utiliza su incomparable poderío militar para controlar las fuentes de materias primas estratégicas como el petróleo, redefinir el mapa político del mundo en función de sus intereses y evitar el ascenso y la supremacía de sus rivales de la Tríada. La política de guerra preventiva impuesta por los neoconservadores, ha debilitado el consenso de Estados Unidos en el mundo y entre sus aliados, lo que más que un signo de fortaleza de su hegemonía, es una expresión más de su debilitamiento. Estados Unidos vive de nuevo el síndrome de Vietnam en Afganistán y en Irak. Su poderío militar le alcanza para borrar del mapa ciudades enteras, cercenar vidas inocentes y ocupar países, pero no para ganar las guerras. Estados Unidos se encuentra empantanado en el desierto iraquí, sin poder cumplir sus planes de agresión contra Irán, Corea del Norte, Siria u otros países del llamado Eje del Mal. El sobredimensionamien to tiene atrapado al imperialismo norteamericano. “Uno, dos, tres Vietnam, esa es la consigna de los pueblos” divisa estratégica del Ché Guevara, muestra ahora con fuerza su validez 
Es difícil discernir el desenlace del proceso de transición hegemónica. Las potencias emergentes: Alemania y Japón (¿China?) no parecen poder ni querer ocupar, al menos en el futuro previsible, el lugar de Estados Unidos. Otra opción, un mundo multipolar regido por reglas claras y consensuadas no parece viable en la correlación actual política de fuerzas en el mundo. Más factible es esperar una continuación de la dominación estadounidense, en un escenario de creciente descomposició n y erosión de las bases de su liderazgo, así como en medio de crecientes diferencias con sus socios de la Tríada, y de conflictos en ascenso con los países de la periferia, que no encuentran en la globalización neoliberal una respuesta a sus aspiraciones de desarrollo.
Debido al atascamiento de Estados Unidos en Irak, América Latina ha contado con condiciones favorables para llevar adelante la “rebelión en la granja”, en el espacio de lo que la superpotencia siempre ha identificado como su “patio trasero”. Uno tras otros los países latinoamericanos se han ido inclinando, por la vía democrática, por gobiernos de izquierda y por la búsqueda y puesta en práctica de estrategias de desarrollo alternativas al neoliberalismo. Ello ha sucedido no sólo en América del Sur, sino incluso en México donde fue necesario que el gobierno de derecha de Fox, en alianza con la oligarquía, los medios masivos de comunicación y con la complicidad velada del imperialismo norteamericano, implementara un “golpe de estado preventivo” para impedir el ascenso del candidato de izquierda, López Obrador, al gobierno.
Es de esperar una contraofensiva del imperialismo y de la derecha contra los regímenes de izquierda en América Latina. A pesar de que los pies del imperialismo norteamericano siguen atrapados en Irak y Afganistán, dará mayor prioridad a nuestra región, en los próximos años. Apenas el 20 de septiembre pasado, el halcón John D. Negroponte, director supremo de los cuerpos de seguridad estadounidenses señaló que 2007 es el año de “la gran interacción” con América Latina, e instó a aprobar los acuerdos de libre comercio con Colombia, Panamá y Perú pendientes de aprobación en el Congreso de su país. Considero que su aprobación que casi todos los gobiernos latinoamericanos son “lideres democrático comprometidos con las prácticas de libertad política y económica que están produciendo un desarrollo real y crecimiento (sic)”. Concluyó que “fracasar en la aprobación de esos acuerdos (…) sería un triunfo para el presidente Hugo Chávez y una derrota para las fuerzas de la democracia en el hemisferio” (La Jornada, 2007 b).
Coincido con Borón ( Arellano, 2007), en que la declinación hegemónica de Estados Unidos, obligará este país a uncirse cada vez más a lo que es su “zona de influencia” histórica. El carácter estratégico de América Latina para Estados Unidos está claramente inscrito en la estrategia estadounidense. De acuerdo con un documento de la Presidencia de ese país (2006, 37):
“Nuestro objetivo sigue siendo un hemisferio totalmente democrático, vinculado por la buena voluntad, la cooperación en la seguridad, y la oportunidad para prosperar de todos nuestros ciudadanos. Los tiranos y aquéllos que los siguen, pertenecen a una era pasada y no debe permitírseles revertir el progreso de las últimas dos décadas. Los países del hemisferio deben ser ayudados en la vía del desarrollo económico y político sostenido. El engañoso llamamiento del populismo antimercado no debe ser permitido, porque erosionaría las libertades políticas y atraparía a los más pobres del hemisferio en ciclos de pobreza. Si los más cercanos vecinos no son seguros y estables, los estadounidenses estarían menos seguros”. 
Estados Unidos no necesita de la nueva doctrina de la “guerra preventiva para intervenir en América Latina. Como bien afirma Bellamy Foster (2007), esa doctrina está presente respecto a A.L. desde el lanzamiento de la “Doctrina Monroe”. Cada vez que sus intereses se han visto amenazados en algún país, ha recurrido a la intervención directa o velada, como lo prueba la sucesión de golpes y asonadas registrados por la Historia. Aunque es probable que, por ahora, no recurra a una intervención militar directa, 
La estrategia estadounidense consiste en provocar la división entre los países de América Latina. El uso del término de “populismo” para calificar a los gobiernos o movimientos que deciden salirse de los moldes del Consenso y del Postconsenso de Washington, pretende la separación entre una “izquierda buena” en Chile, Brasil o Uruguay y una “izquierda mala” encabezada por Chávez, Evo o Correa. Esa visión maniquea es reproducida desde algunas posiciones ultraizquierdistas, las que sin entender las dificultades y contradicciones de los procesos reales de cambio, dividen a los gobernantes en “revolucionarios” y “traidores”. Para los Estados Unidos resulta vital separar y dividir a los regímenes calificados de “populistas”, con Chávez a la cabeza, de los que califican como “izquierda moderna”. En los países donde la confrontación es abierta y un nuevo “bloque de poder” aun no se consolida, como en Bolivia o Ecuador, el imperialismo puede promover la división territorial y/o el asesinato de sus líderes. En cuanto a Venezuela la estrategia estadounidense consiste en aislar a Chávez de su pueblo y del resto de los gobiernos de la región. Los ejes de esa estrategia son: evitar cualquier enmienda a la Constitución que implique la reelección indefinida de Chávez; evitar su apoyo a otros movimientos latinoamericanos; vigilar su relación con Irán u otros enemigos de los Estados Unidos (Bellamy Foster, 2007: 4).
Cada país tiene su propio camino posneoliberal. Su historia, el grado de desarrollo de sus sistemas productivos, sus formas de inserción específicas en la economía mundial sus formas de organización política, entre otros factores, determinan caminos y estrategias diferentes. Es responsabilidad de cada pueblo y de sus vanguardias, en todo caso, enmendar errores, cuando sus líderes eligen el camino equivocado o traicionan sus programas. Pero lo que la izquierda latinoamericana no puede hacer es caer en el juego de los imperialismos y promover la división. Por el contrario, en un sentido estratégico, una de sus tareas principales es avanzar firmemente en el proceso de unidad e integración latinoamericana, lo que implica: la ampliación y fortalecimiento del ALBA y del MERCOSUR; la aceleración de la integración energética; la actuación conjunta, con posiciones unitarias, en organismos multilaterales como la OMC; y la creación del Banco del Sur. 

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notes articles:
|1| Ponencia presentada en el Segundo Coloquio de la Sociedad Latinoamericana de Economía Política y Pensamiento Crítico (SEPLA) “América Latina: Desafíos y Perspectivas para la construcción de una Nueva Sociedad”, efectuado en Caracas los días 14-16 de noviembre de 2007.
|2| Profesor - Investigador Titular del Departamento de Economía de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Jefe del Area de Economía Política de la misma Universidad. Coordinador de la “Red de Estudios para el Desarrollo Celso Furtado”.
|3| Señalar que el imperialismo representa una continuidad en el funcionamiento de la economía mundo no le resta validez a los análisis de Hilferding, Bujarin y Lenin quienes, al comienzo del siglo XX, definieron al imperialismo como la fase superior del capitalismo. Lo que su teorización puso de relieve y demostró es la íntima relación que existía entre la consolidación de empresas oligopólicas en la mayoría de los países capitalistas de su época, la conversión de los capitales de esas empresas en capital financiero, mediante la fusión del capital bancario y del capital industrial, así como el impulso que la dominación del capital monopolista daba a la exportación de capital. Ello, a su vez, explicaba la creciente competencia de las potencias capitalistas en el mercado mundial y la lucha entre ellas por el reparto colonial de las áreas de la periferia que permanecían sin dueño. El colonialismo fue un instrumento del capital monopolista de la época para imponer su dominación en vastas regiones de la periferia, en un mundo en que se intensificaba la competencia en los mercados internacionales después de la gran crisis de 1873-1895. Esa crisis coincidió e influyó en la declinación de la hegemonía británica y en el ascenso de potencias emergentes: Estados Unidos, Alemania y Japón. Cuando con la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, se redefinió el mapa político del mundo, bajo la hegemonía indiscutible de Estados Unidos, el colonialismo fue prácticamente borrado del mapa y se establecieron nuevas formas de relación y de dominación entre los centros capitalistas y los países de la periferia, basadas en mecanismos económicos y formas de gobierno “neocoloniales” .
|4| El petróleo como razón poderosa de la Guerra de Irak es reconocido ahora, tardíamente, por el expresidente de la FED, Alan Greespan en su reciente libro “La era de las turbulencias” .
|5| No pienso como los “superrevolucionario s” a quienes se refería Fidel Castro en un artículo reciente, que las dificultades o los tropiezos en los procesos de cambio se identifiquen facilonamente con “traiciones” de los dirigentes. Nadie puede dudar que el gobierno de Lula pese a sus coqueteos neoliberales y sus compromisos con el capital financiero, ha jugado un papel positivo en la defensa de la revolución bolivariana, el respeto a la revolución cubana y el impulso al proceso de integración latinoamericano, así como en la defensa de los intereses de los países del Sur en los foros multilaterales
|6| En México está en vías de implementar el “Plan México”, programa similar al “Plan Colombia”. Aunque la canciller Patricia Espinosa, negó esas similitudes informó que se está negociando con EE.UU. un plan de cooperación en materia de seguridad. De acuerdo con el procurador mexicano Medina Mora, el plan incluye equipamiento en espionaje telefónico, radares para interceptar cargamentos de droga y entrenamiento espacial para agentes mexicanos. Según el diario, The Dallas Morning el plan costaría 1,200 md. Ligado a es plan, miembros del grupo parlamentario del PRI informaron que Sycoleman Corporation, filial de Halliburton, con sede en Arlington, Texas, está contratando mercenarios para operar un centro de espionaje aéreo en Veracruz.

Fuente: www.cadtm.org .

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