Revista Herramienta
Después de haber sido presentada
durante mucho tiempo como “deuda de los Estados”, la crisis de los bancos
europeos y del euro se aceleró a partir de octubre 2011.
La crisis financiera
europea es la manifestación, en la esfera de las finanzas, de la situación de
semiparálisis en que se encuentra la economía mundial. En este momento es su
manifestación más visible, pero de ningún modo la única. Las políticas de
austeridad aplicadas simultáneamente en la mayor parte de los países de la
Unión Europea (UE) contribuyen a la espiral recesiva mundial, pero no
constituyen su única causa. Fueron elocuentes los encabezamientos de la nota de
perspectiva de septiembre de 2011 de la OCDE: “La actividad mundial está cerca
del estancamiento”, “El comercio mundial se contrajo, los desequilibrios
mundiales persisten”, “En el mercado del trabajo, las mejoras son cada vez
menos perceptibles”, “La confianza ha disminuido”, etcétera. Luego de las
proyecciones de Eurostat a mediados de noviembre de una contracción económica
de la UE, a la que no escaparía ni siquiera Alemania, la nota de la OCDE del 28
de noviembre señala un “considerable deterioro”, con un crecimiento del 1,6%
para el conjunto de la OCDE y del 3,4% para el conjunto de la economía mundial.
Comprensiblemente,
la atención de los trabajadores y los jóvenes de Europa está centrada en las
consecuencias del “fin de trayecto” y el “sálvese quien pueda” de las
burguesías europeas. La crisis política de la UE y la zona euro, así como las
interminables vacilaciones del BCE alrededor del financiamiento directo de los
países en mayores dificultades, son sus manifestaciones más visibles. Se tiende
a endurecer las políticas de austeridad y a montar un operativo de “salvataje
total” del que no escape país alguno. Sin embargo, la situación europea no
puede ser comprendida independientemente de la consideración de la situación de
la economía mundial en su totalidad. La CNUCED comienza su informe señalando
que “el grado de integración e interdependencia económicas en el mundo actual
no tiene precedentes” (CNUCED, 2011).Este reconocimiento es un innegable
progreso intelectual en el que muchos comentadores e, incluso, militantes de
izquierda bien podrían inspirarse. El campo de la crisis es el del “sistema de
cambio internacional más desarrollado” del que ya habla Marx en sus tempranos
escritos económicos (Marx, 1971: 161). Hoy, tras la reintegración de China y la
plena incorporación de la India en la economía capitalista mundial, la densidad
de las relaciones de interconexión y la velocidad de interacciones en el
mercado mundial alcanzan un nivel jamás visto anteriormente. Este es el marco
en el que deben ser abordadas las cuestiones esenciales: la sobreacumulación y
superproducción, los superpoderes de las instituciones financieras y la
competencia intercapitalista.
No hay ningún “fin
de crisis” a la vista
En el usual lenguaje
económico de inspiración keynesiana, el termino “salida de la crisis” indica el
momento en que la inversión y el empleo se recuperan. En términos marxistas, es
el momento en que la producción de valor y plusvalor (tomando y haciendo
trabajar a los asalariados y vendiendo las mercancías a fin de realizar su
apropiación por el capital) está basada en la acumulación de nuevos equipos y
la creación de nuevas capacidades de producción. Son muy raras las economías
que, como es el caso de China, a pesar de estar insertas en relaciones de
interdependencia, sigan disfrutando de cierta autonomía de modo tal que la
salida de la crisis pueda concebirse a nivel de la economía del Estado-nación.
Todas las demás están insertas en relaciones de interdependencia que determinan
que el cierre del ciclo del capital
(Dinero-Mercancía-Producto-Mercancía’-Dinero’) de la mayor parte de las
empresas (en cualquier caso, de todas las grandes) se realice en el extranjero.
Y los mayores grupos directamente deslocalizan todo el ciclo de una parte de
sus filiales.
A esto se debe el
alcance del atolladero registrado durante el último G20. A más de cuatro años
del comienzo de la crisis (agosto 2007) y tres desde las convulsiones
provocadas por la quiebra del banco Lehmannn (septiembre 2008), el conjunto de
la situación está marcado por la incapacidad, al menos por el momento, del
“capital” –los gobiernos, los bancos centrales, el FMI y los grupos privados de
centralización y poder del capital colectivamente considerados– para encontrar
medios que permitan crear una dinámica como la indicada a nivel de la economía
mundial o, como mínimo, en muy grandes sectores de la misma. La crisis de la
zona euro y sus impactos sobre un sistema financiero opaco y vulnerable son una
expresión de esto. Pero esa incapacidad no implica pasividad política. Lo que
ocurre simplemente es que la acción de la burguesía está cada vez mas movida
exclusivamente por la voluntad de preservar la dominación de clase, en toda su
desnudez. En lo que hace de manera inmediata y directa a los trabajadores de
Europa, los centros de decisión capitalista buscan activamente soluciones
capaces de proteger los bancos y evitar el inmenso choque financiero que
significaría el default de pago de Italia o España, haciendo caer más que nunca
todo el peso de la crisis sobre las clases populares. Un testimonio de esto es
el desembarco (con pocos días de intervalo), en la cúpula de los gobiernos
griego e italiano, de comisionados del capital financiero que fueron designados
directamente por este, “evadiendo los procedimientos democráticos”. Lo
testimonia asimismo la danza de rumores sobre proyectos de “gobernancia”
autoritaria que están siendo discutidos en el seno de la zona euro. Esto tiene
implicaciones políticas aún más graves para los trabajadores, porque viene
acompañado por el refuerzo del carácter procíclico de las políticas de
austeridad y privatización que contribuye a la nueva recesión en marcha.
Los incesantes
llamados que desde el otro lado del Atlántico Norte hacen Barak Obama y el
Secretario del Tesoro Tim Geithner para que los dirigentes europeos den una
rápida respuesta a la crisis del euro traducen el hecho de que “el motor
americano”, como dicen los periodistas, está “averiado”. Desde 1998 (rebote de
la crisis asiática), el funcionamiento macroeconómico estadounidense fue
construido casi enteramente sobre la base del endeudamiento de los hogares, las
PyMEs y las colectividades locales. Este “régimen de crecimiento” está muy
arraigado: reforzó con tanta fuerza el juego de los mecanismos de distribución
desigual de los ingresos[1] que los dirigentes no tienen otra perspectiva a la
cual aferrarse que el momento –lejano– en que la gente pueda (o esté en
realidad obligada a) endeudarse nuevamente. Las diferencias “irreconciliables”
entre Demócratas y Republicanos hacen a dos cuestiones interconectadas: cuál
sería la mejor manera de desendeudar al Estado Federal desde esa perspectiva y
si puede o, incluso debe endeudarse más para alcanzar tal objetivo. La incapacidad
de concebir cualquier otro “régimen de crecimiento” refleja la casi intocable
fuerza económica y política de la oligarquía político-financiera que constituye
ese 1%. El movimiento OWS es un primer signo del resquebrajamiento de esta
dominación, pero, hasta que no se produzca un terremoto mundial que incluya a
los Estados Unidos, la política económica norteamericana seguirá reducida a las
inyecciones de dinero del Banco Central (la Fed), o sea, a hacer funcionar la
máquina de fabricar billetes, sin que nadie sepa hasta cuándo puede durar eso.
China e India pueden
ayudar, como lo hicieron en 2009, a limitar la contracción de la producción y
del comercio. En particular, China seguirá –pero con más dificultades que
antes– ayudando a surfear la contracción mundial. Con la plena integración de
India y de China en la economía se produjo un salto cualitativo en la dimensión
del ejército industrial de reserva a disposición del capitalismo mundial en su
conjunto. Adicionalmente, debe recordarse que en China se encuentran algunos de
los más importantes focos de sobreacumulación y de sobreproducción. Se habla
mucho del efecto de tijeras entre la gran baja de los PIB de los países
capitalistas industriales “viejos” y el ascenso de los “grandes emergentes”, y
la crisis también aceleró la finalización del período de hegemonía mundial de
los Estados Unidos (hegemonía económica, financiera y monetaria desde los años
1930, hegemonía militar no compartida a partir de 1992). Sin embargo, China no
está de ninguna manera en condiciones de tomar la posta de los Estados Unidos
como potencia hegemónica.
Lo novedoso de la
gran cuestión política del período
Este artículo trata
de repasar la raíz y la naturaleza de las crisis capitalistas que se han hecho
particularmente notorias con la actual crisis y situar a esta en la “historia
larga”. La crisis que está en curso estalló al término de una fase muy larga
(más de cincuenta años) de acumulación casi ininterrumpida: la única fase de
esta duración en toda la historia del capitalismo. Precisamente, la crisis
puede durar muchos años, hasta una década, porque tiene como sustrato una
sobreacumulación de capacidades de producción especialmente elevada y, como
excrecencia, una acumulación de capital ficticio de un monto también sin precedente.
Por otro lado, la muy difícil situación de los trabajadores en cualquier parte
del mundo –por diferenciada que sea la misma de continente a continente e,
incluso, de país a país, debido a sus anteriores trayectorias históricas–
resulta de la posición de fuerza ganada por el capital, gracias a la
mundialización del ejército industrial de reserva con la extensión de la
liberación de los intercambios y de la inversión directa en China.
Si en un horizonte
temporal previsible no hay “salida de la crisis” para el capital, de manera
complementaria y antagónica, el futuro de los trabajadores y de los jóvenes
depende, en gran medida, si no enteramente, de la capacidad para abrirse
espacios y darse “tiempos de respiración” políticos propios, a partir de
dinámicas que, hoy, solo ellos pueden movilizar. Estamos en una situación
mundial en la cual lo decisivo ha pasado a ser la capacidad que logren estos
movimientos –nacidos sin aviso– para organizarse de tal modo que conserven una
dinámica de “autoalimentación”, incluso en situaciones en las que no existan, a
corto plazo, desenlaces políticos claros o definidos. En Túnez, Grecia o
Egipto, pero también en los Estados Unidos el movimientos OWS, en el especial
contexto nacional de la principal potencia capitalista del mundo y un espacio
geográfico continental, lo mejor que los militantes pueden hacer es ayudar a
que los actores de los movimientos con esta potencialidad afronten los diversos
y numerosos obstáculos con que chocan, y defender la idea de que, en última instancia,
las cuestiones sociales decisivas son “quién controla la producción social, con
qué objetivo, según qué prioridades y cómo puede ser construido políticamente
ese control social”. Posiblemente sea este el sentido de los procesos y
consignas “transicionales” hoy en día. Algunos podrán decir que siempre fue
así... Pero, dicho en los términos que acabo de utilizar, para gran cantidad de
militantes constituye una formulación en gran medida –si no completamente–
novedosa.
La valorización “sin
fin y sin límites” del capital como motor de la acumulación
Antes de retomar la
crisis iniciada en 2007, es preciso explicitar los resortes de la acumulación
capitalista. Detengámonos un instante en la teoría de la acumulación en el
largo plazo. El objetivo es ayudar, partiendo de una comprensión precisa de los
resortes del movimiento de acumulación capitalista, a facilitar la
explicitación de la naturaleza de las crisis y a situar cada gran crisis en la
historia social y política mundial. Como escribió Paul Mattick, al comentar una
indicación de Engels, “ninguna crisis real puede ser entendida si no se la
sitúa en el contexto más amplio de desarrollo social global” (Mattick, 1977:
39). La magnitud y los rasgos específicos de las grandes crisis son la
resultante de los medios a los que el capital (en un sentido que incluye a los
gobiernos de los países capitalistas más importantes) utilizó en el período
precedente para “superar estos límites inmanentes” antes de ver “que vuelven a
levantarse estos mismos límites todavía con mayor fuerza” (Marx, 1973: III,
248). Las crisis estallan en el momento en que el capital queda nuevamente
“reatrapado” por sus contradicciones, enfrentado a las barreras que él mismo se
crea. Mientras más importantes hayan sido los medios utilizados para superar
sus límites, más prolongado haya sido el tiempo en que esos medios de
superación lograron su objetivo, y más pudieron diferir su revelación, más
importante será la crisis y más difícil la búsqueda de nuevos medios para
“superar estos límites inmanentes”. De este modo, la historia invade la teoría
de las crisis.
Cada generación lee
y relee a Marx. Y lo hace tanto para seguir la evolución histórica como también
para dar cuenta de la experiencia de dificultades teóricas con las que tropezó.
Durante muchas décadas predominó la problemática del desarrollo de las fuerzas
productivas en sus distintas variantes, con las reminiscencias de las teorías
del progreso que la misma podía todavía arrastrar. Hoy, el Marx que, como
militante-investigador, hay que leer es el que ayuda a comprender lo que
significa la toma del poder de las finanzas D, el dinero en toda su brutalidad,
aquel sobre el que escribió en los Manuscritos de 1857-58 diciendo que “el
capital […] en tanto representante de la forma universal de la riqueza –el
dinero– constituye el impulso desenfrenado y desmesurado de pasar por encima de
sus propias barreras” (Ibíd.: 276). O también el que sostiene, en El capital,
que la “la circulación del dinero como capital lleva en sí mismo su fin, pues
la valorización del valor sólo se da dentro de este proceso constantemente
renovado. El movimiento del capital es, por tanto, incesante” (Ibíd.: I, 108).
A lo largo del siglo XX, mucho más que en el momento en que Marx lo estudiara,
el capital evidenció un profundo nivel de indiferencia en cuanto al uso social
de las mercancías producidas o a la finalidad de las inversiones.
Desde hace treinta
años, la “riqueza abstracta” ha tomado cada vez más la forma de masas de
capital-dinero en busca de valorización colocadas en las manos de instituciones
–grandes bancos, sociedades de seguro, fondos de pensión y Hedge Funds– cuyo
“oficio” es el de valorizar sus haberes de manera puramente financiera, sin
salir de la esfera de los mercados de títulos y de activos ficticios “derivados”
de títulos, sin pasar por la producción. En tanto que las acciones y los
títulos de deuda –pública, de las empresas o los hogares– solo son “vales”,
derechos a apropiarse de una parte del valor y de la plusvalía, concentraciones
inmensas de dinero se vuelcan al “ciclo corto Dinero-Dinero” que representa la
suprema expresión de lo que Marx llama el fetichismo del dinero. Expresada
mediante formas cada vez más abstractas, ficticias, “nocionales” (término
utilizado por los economistas de las finanzas) de dinero, la indiferencia ante
las consecuencias de la valorización sin fin y sin límites del capital impregna
la economía y la política, incluso en “tiempos de paz”.
Los rasgos
principales del capital a interés que fueron destacados por Marx –mantenerse
“al margen del proceso de producción” y presentar “el interés como el verdadero
fruto del capital, como lo originario, y con la ganancia transfigurada ahora
como ganancia de empresario, como simple accesorio y aditamento añadido en el
proceso de reproducción” (Ibíd.: III, 374)– hoy enfrentan a los dirigentes
capitalistas con toda la sociedad, con el conjunto de la sociedad. Lo que
ocurre a nivel de la distribución (el 1% frente al 99%, según dice la consigna
de los militantes de OWS) es solo la expresión más fácilmente perceptible de
procesos mucho más profundos. En la cúspide de los grandes grupos financieros
–tanto en los llamados “con predominio industrial” como en los demás–, existe
una fusión casi completa entre el “capital-propiedad” y el “capital-función”,
que Marx identificara para oponerlos parcialmente. “La era de los managers”
dejó lugar a otra en la cual hay una identidad de visión casi completa entre
los accionistas y los dirigentes. Para un capital en el que las finanzas están
en el puesto de mando, la búsqueda “desenfrenada y desmesurada” de la
valorización debe ser conducida mucho más implacablemente si el sistema está en
crisis. Los “vales” sobre la producción en forma de dividendos o intereses
están amenazados y alcanzan montos que después de los años 1920 nunca habían
sido tan elevados. Es por esto que, ya sea que se trate de los trabajadores que
el capital emplea pese a la situación de sobreproducción, o de los recursos
básicos que se rarifican o incluso de la posición a adoptar frente al cambio
climático y sus previsibles consecuencias, el reflejo predominante en el
capital tomado de conjunto es intensificar la explotación de “las dos fuentes
originales de toda riqueza: la tierra y el hombre” (Ibíd.: I, 424) y esto,
ilimitadamente, hasta el agotamiento, sean cuales fueren las consecuencias. No
puedo extenderme acá en el análisis de las cuestiones ecológicas y su
interacción con el movimiento de la acumulación y sus contradicciones, pero
cabe señalar que, con la crisis, estas interacciones se hacen aún más
estrechas, como lo muestra el último informe de la Agencia Internacional de la
Energía (Reverchon, 2011).
Centralización y
concentración del capital e intensificación de la competencia intercapitalista
La idea asociada a
la expresión “los amos del mundo”, la de una sociedad planetaria del tipo de
Metrópolis de Fritz Lang, acaba de ser reforzada por la difusión de un estudio
estadístico muy importante sobre las interconexiones financieras entre los más
grandes bancos y empresas transnacionales, publicado por el Instituto Federal
Suizo de la Tecnología de Zurich (Vitali et al.). Sería necesario un artículo
entero para examinar la metodología, los datos de base y las conclusiones de
este ambicioso estudio, cuyos resultados tienen importantes implicaciones pero
deben ser cruzados con otros hechos. ¿Qué sentido tiene clasificar a cinco
grupos financieros franceses (Axa en el cuarto lugar y la Société Générale en
el puesto veinticuatro) entre los cincuenta primeros grupos mundiales en base
al número de sus lazos (caracterizados como de “control”) con otros bancos y
empresas? ¿Cómo reconciliar esta información, con la exigencia de acudir al
salvataje de esos mismos grupos? ¿No será que la densidad de interconexiones
financieras traduce sobre todo el flujo de operaciones financieras en las que
los grupos en cuestión son intermediarios, y los numerosos lazos solo tendrían
el estatuto de nudos del sistema y no el de centralizadores de valor y de
plusvalía?[2]
En todo caso, la
publicidad dada al estudio exige hacer dos tipos de observaciones teóricas que
son, al mismo tiempo, indispensables para comprender la situación mundial. Los
procesos de liberalización y privatización fortalecieron muchísimo los
mecanismos de centralización y de concentración del capital, tanto a nivel
nacional como de manera transnacional. Son procesos que alcanzaron tanto al
“Sur” como al “Norte”. En determinados sectores de los países llamados
“emergentes” –la banca y los servicios financieros, la agroindustria, la
minería y los metales básicos– hemos visto la centralización y la concentración
del capital y su expansión hacia los países vecinos. En Brasil y Argentina, por
ejemplo, la formación de poderosas “oligarquías” modernas marchó a la par de
fuertes procesos endógenos de acumulación financiarizada y la valorización de
“ventajas comparativas” acordes a las necesidades en materias primas de esta
acumulación mundial en la que China pasó a ser el pivote. Especialmente en
Brasil se han constituido oligopolios que rivalizan con sus pares
norteamericanos o australianos en la extracción y la transformación de metales
y la agroindustria. Debido a la mundialización, las interconexiones entre los
bancos y entre bancos y empresas comprometidas con la producción industrial y
los servicios, ha pasado a ser más fuertemente transnacional que en cualquier
otro momento. El campo de acción de lo que Lenin llamaba “entrelazamiento”, es
la economía mundial. No por eso el capital es monolítico. El entrelazamiento no
borra la competencia entre los oligopolios que, en ocasión de la crisis,
recuperan rasgos nacionales y comportamientos poco cooperativos. Lo que hoy
prevalece en el arena mundial es lo que Marx llama “la anarquía de la
producción”, cuyo aguijón es la competencia, incluso si el monopolio y el oligopolio
son la forma absolutamente dominante de los “múltiples capitales” que conjuga
el capital considerado como totalidad. Los Estados, o más exactamente, algunos
Estados, los que todavía tienen medios para ello, son cada vez más los agentes
activos de esta competencia. El único Estado que en Europa continental conserva
esos medios es Alemania. No ocurre lo mismo en Francia, donde la burguesía se
hizo nuevamente financiera y rentista, dejó que se produjera un proceso de
desindustrialización, se encerró en la opción energética de lo nuclear y ve
ahora que sus “campeones nacionales” caen uno tras otro. Por eso las dudas
respecto a la presencia de bancos franceses entre los cincuenta “amos del
mundo”.
La otra gran
observación referida a la centralización-concentración del capital nos devuelve
a nuestro hilo conductor. La razón por la cual las leyes coercitivas de la
competencia deshacen las tendencias que van en el sentido del acuerdo entre los
oligopolios mundiales, es que el capital, por centralizado que sea, no tiene,
sin embargo, el poder de liberarse de las contradicciones que le son
consustanciales, así como no puede bloquear el momento en que vuelve a
encontrarse con sus “límites inmanentes”.
El capital
“reatrapado” por los métodos elegidos durante cuarenta años para superar las
barreras inmanentes
Como ya dijimos, la
actual crisis se produce al término de la fase de acumulación ininterrumpida
más larga de toda la historia del capitalismo. Las burguesías aprovecharon
plenamente la política aplicada por la URSS y más tarde por la China
(especialmente en Indonesia entre 1960 y 1965) para contener la revolución
social anticapitalista y antiimperialista en donde esta apareciera y para
quebrar al movimiento antiburocrático, desde Berlín en 1953 y Budapest en 1956
hasta Tiananmen en 1989. El capital –los gobiernos de los principales países
capitalistas con sus cambiantes relaciones con los núcleos privados de
centralización del capital y de poder de las finanzas y de la gran industria–
pudieron encontrar, a partir de 1978-1980, respuestas a las barreras
resultantes de sus contradicciones internas. En 1973-1975, con la recesión,
terminó el período llamado “los treinta gloriosos” cuyo fundamento fue –nunca
será superfluo repetirlo– la inmensa destrucción de capital productivo y de
medios de transporte y comunicación provocada por el efecto sucesivo de la
crisis de los años 1930 y de la Segunda Guerra Mundial. El capital se encontró
nuevamente confrontado con sus contradicciones internas, bajo la forma de lo
que algunos han llamado “crisis estructural del capitalismo”.
Se dieron tres
respuestas sucesivas –que no se reemplazaron, sino que se superpusieron unas a
otras– que permitieron al capital prolongar la acumulación de más de treinta
años. Fue en primer lugar –tras un último intento de “relanzamiento keynesiano”
en 1975-77– la adopción, a partir de 1978, de políticas neoconservadoras de
liberalización y de desreglamentación con que se tejió la mundializacion del
capital. La “tercera revolución industrial” de las Tecnologías de la
Información y la Comunicación estuvo estrechamente asociada con esto. Pero si
bien las TIC fueron un factor que contribuyó a asegurar su éxito, se trató de
una respuesta ante todo política. Estuvo basada en el fuerte basamento
ideológico-político construido por Friedrich Hayek y Milton Friedman (Dardot
& Laval, 2009). Luego, el “régimen de crecimiento” antes descrito, en el
cual el sostén central de la acumulación pasaron a ser el endeudamiento privado
y, en menor medida, el endeudamiento público. Y la tercera respuesta fue la
incorporación, por etapas, de China en los mecanismos de la acumulación
mundial, coronada con su ingreso en la Organización Mundial del Comercio.
Tomando como hilo
conductor la idea de que el capital se encuentra con que “vuelven a levantarse
los mismos límites todavía con mayor fuerza” y, partiendo de los tres factores
que acabo de señalar, puede apreciarse la magnitud y la probable duración de la
gran crisis comenzada en agosto de 2007.
La sobreacumulación
como fundamental sustrato de la crisis
La excepcional
duración de la fase de acumulación, que tuvo momentos de desaceleración y una
cantidad creciente de advertencias (especialmente la crisis asiática de 1988),
pero nunca un verdadero corte, a la que se suma la integración de China, al
finalizar ese período, en el mercado mundial, hacen que la sobreacumulación sea
la mayor barrera que el capital encuentra, nuevamente, frente sí. Más allá de
los rasgos específicos de cada gran crisis, la razón primera de todas ellas es
la sobreacumulación de capital. La insaciable sed de plusvalía del capital y el
hecho que el capital “se paraliza, no donde lo exige la satisfacción de las
necesidades, sino allí donde lo impone la producción y realización de la
ganancia” (Marx, 1973: III, 276), explican que las crisis siempre sean crisis
de sobreacumulación de medios de producción, cuyo corolario es la
sobreproducción de mercancías. Esta sobreacumulación y sobreproducción son
“relativas”, su punto de referencia es la tasa mínima de ganancia con la cual
los capitalistas continúan invirtiendo y produciendo. La amplitud de la
sobreacumulación hoy se debe a que las condiciones específicas que condujeron a
la crisis y a su duración ocultaron durante mucho tiempo el subyacente
movimiento de caída de la ganancia. Es algo completamente distinto a la clásica
euforia de los booms de fin de ciclo. Menos aún se trata de acciones imputables
a los traders.
En el caso de los
Estados Unidos y los países de la UE, hubo una desactivación de los mecanismos
de advertencia debido al endeudamiento cada vez más elevado posibilitado por
las “innovaciones financieras”. En el caso de China, son razones políticas las
que impiden que la caída de la tasa de ganancia llegue a frenar la acumulación
de nuevas capacidad productivas y, menos aún, a detenerla (Gaulard, 2010).
En cada gran crisis,
la sobreacumulación de capacidades de producción y la superproducción de
mercancías se da en sectores e industrias específicas. La crisis conduce por
contagio al estado de superproducción en otras industrias y sectores. El nivel
de análisis pertinente es sectorial y, frecuentemente, nacional. A partir del
momento en que la crisis financiera comenzó, en 2007-2008, a dificultar los
mecanismos de endeudamiento y provocar la contracción del crédito (el “credit
crunch”), algunos sectores (el inmobiliario y la construcción en los EEUU,
Irlanda, España y el Reino Unido) y algunas industrias (la automotriz en los
EEUU y todos los países fabricantes en Europa) evidencian estar con una muy
fuerte sobrecapacidad. Aún hoy se encuentran stocks de edificios de
habitaciones y oficinas sin vender ni alquilar. En las industrias eléctricas y
mecánicas, las sobrecapacidades de los rivales oligopólicos más débiles
(Renault, Peugeot, Fiat, Goodyear) y de sus proveedores fueron reabsorbidas por
el cierre de establecimientos y la destrucción o deslocalización de las
maquinarias. Pero las sobrecapacidades mundiales se mantienen intactas.
A fines de 2008 y el
2009 hubo una destrucción de “capital físico”, de capacidades de producción en
Europa y los EEUU. Los efectos de saneamiento con vistas a una “recuperación”
fueron contrarrestados por la continuación de la acumulación en China. De 2000
a 2010, el crecimiento de la inversión fija bruta en China fue de un promedio
del 13,3% por año, de tal modo que el porcentaje de la inversión fija en el PBI
saltó del 34% al 46%. Esta expansión de la inversión no se debe tanto al
aumento de los gastos gubernamentales del que los otros miembros del G20 se
felicitaron en 2009, sino que, más bien, es la resultante de mecanismos
profundos reveladores de procesos incontrolados o se debe a una verdadera a
fuga hacia adelante. Los primeros están relacionados con la encarnizada
competencia que las provincias y las grandes municipalidades mantienen por la
inversión en las industrias manufactureras y la construcción. Está en juego el
prestigio, pero también los ingresos ocultos de sectores enteros de la
“burocracia-burguesía” china. Los ministerios en Beijing reconocen la
existencia de sobrecapacidades muy importantes en las industrias pesadas.[3]
¿Por qué, entonces, no intervienen? Porque las relaciones políticas y sociales
características de China han encerrado al Partido Comunista Chino en la
siguiente situación. Como condición para un mínimo de paz social (ver la
multiplicación de huelgas y el artículo de Jacques Chastaign), la dirección del
PCC prometió al pueblo “el crecimiento” e, incluso, ha calculado que una tasa
de crecimiento del 7-8% era el mínimo compatible con la estabilidad política.
Pero el crecimiento no puede descansar sobre el consumo de la mayoría de la
población, el PCC no puede conceder a los trabajadores las condiciones
políticas que le permitan luchar por alza de salarios, ni establecer servicios
públicos (salud, educación universitaria, seguros a la vejez), puesto que en la
tradición política china, de la cual Tienanmen fue el gran jalón, esto sería
interpretado como un signo de debilitamiento de su control político. Los 7-8 %
de tasa de crecimiento fueron obtenidos, entonces, mediante una demencial
expansión del sector de bienes de inversión (el sector I en los esquemas de
reproducción ampliada).
La caída, entre 2000
y 2010, del porcentaje del consumo privado en el PBI del 46% al 34% da una
dimensión de la encrucijada en que se colocó el PCC. El excedente comercial de
China es “solamente” del 5-7% del PBI, pero sus ventas representan casi el 10%
de las exportaciones mundiales. Las exportaciones son la sopapa de la
sobreacumulación de China y el canal a través del cual esta crea un efecto
depresivo sobre todos los países que sufren la competencia de los productos
chinos. Esto provoca un efecto de rebote de tal modo que, desde el verano,
China experimenta una disminución de sus exportaciones. La destrucción de las
capacidades de producción de la industria manufacturera de muchos países de los
que se habla poco (textil en Marruecos, en Egipto y Túnez, por ejemplo), pero
también en otros de los que se habla más, en donde fue contrapartida de la
exportación de productos resultantes de las ramas tecnológicas de metales
ferrosos y no ferrosos y de la agroindustria (caso de Brasil), expresa el peso
que la superproducción china hace caer sobre el mercado mundial en su conjunto.
Peso aplastante del
capital ficticio y poder casi inconcebible de los bancos
Volvamos ahora a las
finanzas y al capital ficticio, que vengo tratando desde 2007 en mis artículos
y en el reciente libro Les dettes illégitimes. Efectivamente, el segundo rasgo
específico de la crisis actual es que estalló después de haber recurrido, como
mínimo durante veinte años, al endeudamiento como la gran forma de sostén de la
demanda en los países de la OCDE. Este proceso conllevó una creación
extremadamente elevada de títulos que tienen el carácter de “vales” sobre la
producción presente y futura. Estos “vales” tienen un fundamento cada vez más
estrecho. Al lado de los dividendos sobre las acciones y de los intereses sobre
préstamos a los Estados, estuvo el crecimiento del crédito al consumo y del
crédito hipotecario, que son punciones directas sobre los salarios. El peso del
capital se ejerce sobre los asalariados, simultáneamente, en el lugar de
trabajo y como deudor ante los bancos. Son, pues, “vales” cada vez más frágiles
los que sirvieron como base para una acumulación (utilizo este palabra a falta
de una mejor) de activos “ficticios a la enésima potencia”. La crisis de los
créditos hipotecarios subprime destruyó momentáneamente una pequeña parte. Pero
ni siquiera los bancos centrales conocen realmente su astronómico monto, ni –en
razón del sistema financiero “en la penumbra”– los circuitos y tenedores
exactos. Apenas disponemos de muy vagas estimaciones. Lo que hemos denominado
financiarización ha sido la inmersión casi estructural en una situación
descripta por Marx en un párrafo poco comentado del primer capítulo del libro
II de El capital. Señala que, por extraño que pueda parecer en pleno triunfo
del capital industrial,
“El proceso de
producción no es más que el eslabón inevitable, el mal necesario para poder
hacer dinero. Por eso todas las naciones en que impera el sistema capitalista
de producción se ven asaltadas periódicamente por la quimera de querer hacer
dinero sin utilizar como medio el proceso de producción” (Marx, 1973: II, 52).
A partir de los años
1980, en los países capitalistas centrales encabezados por los Estados Unidos,
la “quimera” comenzó a tomar un carácter casi estructural. Las finanzas han
dado a esta quimera, fruto del fetichismo del dinero, respaldos
político-institucionales muy fuertes. Consiguió hacer que el “poder de las
finanzas”, y las fetichistas creencias que el mismo arrastra, se sustenten en
un grado de mundialización especialmente financiera inédito en la historia del
capitalismo.
La pieza clave de
este poder es la deuda pública del los países de la OCDE. En un primer tiempo,
a partir de 1980, el servicio de la deuda produjo, por medio de los impuestos,
una inmensa transferencia de valor y plusvalor hacia los fondos de inversión y
los bancos, con el canal de la deuda del Tercer Mundo, por supuesto, pero a una
escala mucho más elevada por las de los países capitalistas avanzados. Esta
transferencia es una de las causas de la profunda modificación en la
distribución del ingreso entre el capital y el trabajo. A medida que más
reforzaba el capital su poder social y político, en mejores condiciones estaban
las empresas, los tenedores de títulos y los mayores patrimonios de actuar
políticamente para liberarse de las cargas impositivas. La obligación de que
los gobiernos recurrieran a los préstamos creció continuamente. A partir del
primer gobierno de Clinton, en los Estados Unidos comenzaron a verse, no ya
políticas monetarias de regulación de las finanzas, sino un principio de
“captura del Estado” por los grandes bancos (Johnson & Kwak, 2010). La designación
de Robert Rubin, Presidente de Goldmann Sachs, constituyó un momento de esa
captura. La crisis de septiembre de 2008, con Henry Paulson en las palancas de
mando, completó el proceso. Este condujo a la fase actual, que está marcada por
una contradicción característica del respaldo al crecimiento durante un período
tan prolongado. En los meses que vienen tomaremos conciencia de manera cada vez
más aguda –no sólo los redactores y lectores de esta publicación, ¡sino también
los “actores” y los que deciden!–. Los “mercados”, es decir, los bancos y los
inversores financieros, dictan la conducta de los gobiernos occidentales
poniendo como eje –como tan claramente pudo verse en Grecia– la defensa de los
intereses económicos y políticos de los acreedores, sean cuales fueren las
consecuencias en términos de sufrimiento social. Pero en razón del monto y de
las condiciones de acumulación de activos ficticios, en cualquier momento puede
desencadenarse una gran crisis financiera, aunque no puedan preverse ni el
momento ni el lugar del sistema financiero en que estalle.
Las razones van más
allá de las características de las operaciones bancarias en las que
generalmente se pone el acento –naturaleza de los activos ficticios, depuración
muy incompleta de los activos tóxicos de 2007, especialmente por los bancos
europeos, dimensión de lo que acaba de designarse como “efecto palanca”,[4]
etcétera–. El capital sufre de una aguda falta de plusvalía, carencia que la
sobreexplotación de los trabajadores empleados (consecuencia del ejército
industrial de reserva), así como el pillaje de recursos del planeta, compensan
cada vez menos. Si la masa de capital puesto en la extracción de plusvalía se
estanca o retrotrae, llega un momento en que ningún incremento de la tasa de explotación
puede contrarrestar sus efectos. Es lo que ocurre cuando el poder de los bancos
es casi inconcebible y cuando existe, como nunca anteriormente, una masa muy
importante y muy vulnerable de “vales” sobre la producción, así como productos
derivados y otros activos “ficticios a la enésima potencia”.
Contra un telón de
fondo de sobreacumulación y de superproducción crónicos, tenemos diversas
consecuencias. En primer lugar, se da paso a políticas económicas y monetarias
que persiguen dos objetivos que producen efectos contradictorios. Es preciso,
mediante las privatizaciones, abrir al capital sectores protegidos socialmente,
para ofrecerles oportunidades de ganancia hasta tanto o, mejor dicho, con la
esperanza de que se reconstituyan condiciones de conjunto para la “salida de la
crisis” y, para eso, son aplicados y reiterados proyectos de privatización y de
“apertura a la competencia”. Pero es también preciso tratar de evitar que se
produzca un hundimiento económico que necesariamente representaría la destrucción
de una parte del capital ficticio, comenzando por el que tenga la forma de
acreencias, de títulos de la deuda, pero el carácter procíclico (acentuando la
recesión) del primer objetivo tiene el efecto de reforzar la posibilidad de tal
hundimiento. Existe, paralelamente, la contradicción, algo semejante pero
diferente, que consiste en la imposición por los “mercados” de políticas de
austeridad por temor al default de pagos, provocando que este sea cada vez más
inevitable por el solo hecho mecánico de la acentuada contracción de la
actividad económica. Y otra importante consecuencia del poder de las finanzas y
de su incapacidad para limitar la destrucción de capital ficticio en los países
de la OCDE es la existencia de esta inmensa masa de dinero –masa ficticia pero
con efectos reales– que continuamente pasa de una a otra forma de colocación,
creando una muy fuerte inestabilidad financiera, generando burbujas que pueden
ser desencadenantes de crisis generalizada y frecuentemente agudizando
–especialmente cuando la especulación se realiza con los productos
alimentarios– conflictos sociales.
La extrema debilidad
de los instrumentos de política económica
Finalmente, el
último gran rasgo de la crisis es que la misma estalló y se desarrolló después
que las políticas de liberalización y desreglamentación hubieran llegado a
destruir las condiciones geopolíticas y macrosociales en las que instrumentos
anticíclicos de cierta eficacia habían sido preparados precedentemente. Para el
capital, las políticas de liberalización han tenido su “lado bueno”, pero
tienen también su “lado malo”. La liberalización puso a los trabajadores a
competir de país a país y de continente a continente como nunca antes. Abrió la
vía a la desreglamentación y a las privatizaciones. Las posiciones del trabajo
ante el capital fueron muy debilitadas, eliminando hasta el presente “el miedo
a las masas” como aguijón de las conductas del capital. El otro lado de la
medalla está constituido por esta carencia de instrumentos anticíclicos, debido
a que no se ha encontrado ningún sustituto a los del keynesianismo, así como a
la intensa rivalidad entre los grandes protagonistas de la economía capitalista
mundializada, en una fase en la que la potencia hegemónica establecida ha
perdido todos los medios de su hegemonía –con la excepción de los medios
militares de los que puede utilizar solo una parte, y hasta el momento sin gran
éxito–. El único instrumento disponible es la emisión de moneda, la plancha de
impresión de billetes por cuenta de los gobiernos (en el caso de los Estados
Unidos, donde la Fed compra una parte de los bonos del Tesoro), pero, sobre
todo, en beneficio de los bancos. Este terreno es también el único en que
cierta forma de cooperación internacional funciona. El anuncio el 30 de noviembre
2011 de la creación de liquideces en dólares, de común acuerdo entre Bancos
centrales y por iniciativa de la Fed, para contrarrestar el agotamiento de las
fuentes de refinanciamiento de los bancos europeos por parte de sus homólogos
estadounidenses, ha sido el último ejemplo.
Resistir y lanzarse
en aguas en las que hasta ahora nunca navegamos
Al igual que
otros[5] he explicado la necesidad inevitable, absoluta, de prepararse para la
perspectiva de un gran crack financiero y para tomar los bancos. Pero este
artículo requiere de una conclusión más amplia. A nivel mundial, no se avizora
ninguna “salida de la crisis” en un horizonte temporal previsible. Para los
grandes centros singulares de valorización del capital, que son los grupos
industriales europeos, es tiempo de migrar hacia cielos más benevolentes, hacia
economías que combinen una tasa de explotación alta y un mercado doméstico
importante. Las condiciones de la reproducción social de las clases populares
están amenazadas. El ascenso de la pobreza y la pauperización rampante que
afecta a capas cada vez más importantes de asalariados lo demuestra. El Reino
Unido fue uno de los laboratorios, antes incluso del estallido de la crisis.[6]
Mientras más dure, más se alejará para los asalariados cualquier otro futuro
que no sea la precarización y la caída del nivel de vida. Las palabras clave
que se repiten son “adaptación”, “sacrificio necesario”. Cada tanto, para
mantener un mínimo de legitimidad, los sindicatos pueden llamar a jornadas de
acción. La huelga de un día de los empleados públicos en el Reino Unido es el
ejemplo más reciente. Pero, como escribí antes, el porvenir de los trabajadores
y de los jóvenes depende, sobre todo, si no enteramente, de su capacidad para
darse espacios y “tiempos de respiración” propios, a partir de dinámicas que
solo ellos mismos pueden motorizar. Otro mundo es posible, seguramente, pero no
podrá diseñarse sino en la medida en que la acción abra camino al pensamiento
que, más que nunca, no puede sino ser colectivo. Es una completa inversión de
los períodos en que existían, al menos aparentemente, planes preestablecidos de
la sociedad futura, fuesen los de algunos socialistas utópicos o los de la
Komintern de Dimitrov. En el siglo XVI, los navegantes ingleses forjaron la bella
expresión “uncharted waters”: aguas que nunca se navegaron y para las cuales no
hay ningún mapa o carta marítima. Hoy estamos en esa situación.
Bibliografía
Chesnais, François. Les dettes illégitimes. Raisons
d’Agir: París, 2011
CNUCED, “L’économie mondiale face aux enjeux
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Dardot, Pierre; Laval, Christian. La nouvelle
raison du monde. Essai sur la société néolibérale. La Découverte: París, 2009.
Gaulard, Mylène, “Los límites del crecimiento
chino”. En: Herramienta web 4 (febrero de 2010)http://www.herramienta.com.ar/content/herramienta-web-4
Gill, Louis, La crise financière et monétaire
mondiale. Endettement, spéculation, austérité. M éditeur: Quebec, 2011.
Johnson, S.; Kwak, J. 13 Bankers – The Wall Street
Take Over and the Next Financial Meltdown. Pantheon Books: Nueva York, 2010.
Jones, Owen. Chavs. The Demonization of the Working
Class. Verso: Londres, 2011.
Marx, Karl, El capital. 3 vols. Trad. de Wenceslao
Roces. México: FCE, 1973.
–, Elementos fundamentales para la crítica de la
economía política (borrador). 1857-1858. Trad. de Pedro Scaron. Edición a cargo
de José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scaron. 3 vols. Siglo XXI: Buenos Aires,
1972.
Mattick, Paul, Crisis & Teoría de la Crisis.
Península: Barcelona, 1977. Disponible en http://www.geoticies.com/cica_web
Reverchon, Antoine, “Quelle est la vraie valeur des
réserves d’énergie fossile (valeur boursière ou valeur pour la société
humaine)”. En: Le Monde de l’économie (15 de noviembre de 2011).
Vitali, S.; Glattfelder, J.B.; Battiston, S. The
network of global corporate control. Chair of Systems Design, ETH: Zurich, www.plosone.org
Notas:
[1] La consigna del movimiento Ocupar Wall Street
“Somos el 99%”, refleja la tremenda distancia entre los muy, muy altos ingresos
y los del resto de los norteamericanos.
[2] Algunas de las preguntas que sería preciso
responder para ver si el estudio de Zurich puede aplicarse a una problemática
relacionada con el capital financiero de Hilferding y Lenin.
[3] El sitio de la edición en inglés del diario del
PCC abunda en ejemplos. http://english.peopledaily.com.cn/ Basta tipear las palabras “China overcapacity” para
encontrarlos. Puede consultarse también el estudio realizado por la Cámara de
Comercio de Europa:http://www.rolandberger.com/media/pdf/Roland_Berger_Overcapacity_in_China_20091201.pdf
[4] Ver mi libro Les dettes illégitimes y el de
Louis Gill, La crise financière et monétaire mondiale. Endettement,
spéculation, austérité.
[5] En primer lugar, Frédéric Lordon.
[6] Ver el libro de Owen Jones, Chavs. The
Demonization of the Working Class.
François
Chesnais es profesor emérito en la Universidad de París
13-Villetaneuse.
www.herramienta.com.ar
www.herramienta.com.ar
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