I.
Introducción
Aunque el término “globalización” tiene una larga historia, nos referiremos en este trabajo a su utilización como concepto con vocación de caracterizar el período que se abre, sobre todo, a finales del decenio de los 80 del pasado siglo. En efecto, fue la caída del bloque soviético el acontecimiento fundamental que contribuyó definitivamente a la popularizació n de esa palabra a escala mundial con el fin de describir la nueva etapa (incluso “cambio de época”, según algunas versiones) que se abría. A partir de entonces ha sido enorme la cantidad de publicaciones que se han dedicado a dar contenido a la misma convirtiéndola en “una palabra polivalente, promiscua, controvertida que a menudo oscurece más de lo que revela sobre los recientes cambios económicos, políticos, sociales y culturales” (Jessop, 2003). Podría afirmarse, como hace el historiador africanista Frederick Cooper (2002: 13), que “el interés actual en el concepto de globalización recuerda una excitación similar en los cincuenta y sesenta: la modernización. Son dos conceptos “-ización” que enfatizan un proceso que no necesariamente comprenden en su totalidad, pero que consideran en curso y probablemente inevitable. Ambos denominan dicho proceso por su supuesto punto final”. Los defectos de la teoría de la modernización serían paralelos a los de la globalización: su carácter teleológico y su pretensión de constreñir la imaginación política. Aun compartiendo esas críticas, nos adentraremos en la materia ciñéndonos al rasgo común de una mayoría de interpretaciones que tendía a resaltar la contribución que los avances reflejados en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación estaban haciendo a la construcción de un mundo cada vez más interdependiente y “des-territorializad o”, con la consiguiente contracción del espacio-tiempo. Otro rasgo sobresaliente era que se estaba dando una extensión al conjunto del planeta de la “economía de mercado” (se sobreentendía que la capitalista pero sin emplear muchas veces esa calificación) , una vez desaparecidas –o casi- las alternativas hasta entonces puestas en práctica a la misma. La coincidencia de ese proceso con el auge del neoliberalismo que se había estado desarrollando desde finales del decenio de los 70, llevó a los primeros críticos del mismo a hablar de “globalización neoliberal” y a destacar también el proyecto de homogeneizació n cultural del mundo al que iba unido. En fin, junto a esas características y en asociación estrecha con la última, se llamaba la atención también sobre el peso creciente de la financiarizació n de la economía. Apoyándome en estas descripciones y críticas, que a su vez recogen las dimensiones estructural e ideológica del proceso (Arrighi, 2007 a), intenté resumir en un trabajo anterior sobre esta materia los rasgos relativamente novedosos que, sobre todo en el plano económico, aparecían tras el término de “globalización” : ”-Aunque históricamente la tendencia hacia la configuración de una economía mundializada tiene profundas raíces en etapas anteriores, en la actualidad se está produciendo una notable extensión de unos mercados globales crecientemente integrados cuya dimensión cuantitativa es significativamente superior; es innegable que en ese proceso han influido las innovaciones tecnocientíficas en distintas esferas (transportes, telecomunicaciones, biogenética.. .) que se han ido alcanzando en los últimos decenios. -El peso de las empresas multinacionales también ha ido creciendo significativamente en el último período a través de procesos de fusiones y alianzas que les otorgan un enorme poder a escala global y que llevar a afirmar, de forma un tanto imprecisa, que nos encontramos ante un oligopolio mundial en formación. -Las políticas macroeconómicas basadas en el ‘modelo’ neoliberal también se han ido generalizando desde comienzos de los años 80 de forma notable, con una tendencia a la homogeneidad que va dirigida a modificar sustancialmente los costes de producción y reproducción de la fuerza de trabajo y a sentar las bases de un nuevo régimen mundial de acumulación de capital. -Los problemas de regulación de las relaciones de todo orden en el conjunto del planeta frente a las consecuencias de esta dinámica, manifestadas especialmente a través de una mayor crisis ecológica y social pero también mediante crisis financieras generadoras de ‘riesgos’ sistémicos crecientes, están adquiriendo un alcance muy superior al conocido hasta ahora; en ese contexto el sistema jerárquico de estados está conociendo mutaciones importantes, con consecuencias contradictorias en cada uno de ellos en función de su ubicación geopolítica y geoeconómica y de su relación con las nuevas organizaciones multilaterales. Dentro de ese panorama son sin duda los mercados financieros los que han conocido una mayor integración global” (2002: 19). En síntesis, se podía considerar que el cambio de fase histórica se caracterizaba por una globalización económica y predominantemente financiera, facilitada por los nuevos avances tecnológicos, desigual y asimétrica y bajo la hegemonía de un proyecto capitalista neoliberal. Sin embargo, si se analizaba qué actores políticos habían ido generando todo ese proceso, inevitablemente se tropezaba con el papel motor que Estados Unidos de Norteamérica había ido teniendo desde 1971-1973 en el mismo. Podemos poner como ejemplo al conocido estudioso de las Relaciones Internacionales Robert Gilpin, quien ha sostenido precisamente que “el concepto de ‘globalización’ proporciona la base ideológica de la nueva fase del expansionismo internacional americano”2. Pero, además, la reinserción creciente de países como Rusia y China dentro del mercado capitalista mundial a partir del decenio de los 90 aparecía también como otro dato novedoso que parecía completar el nuevo panorama. Por eso, recogiendo todos estos fenómenos, salvo el tecnológico, Peter Gowan ofrecía recientemente una definición de la “globalización” como “el proyecto americano de construir un orden mundial global americano-céntrico en el marco del colapso del Bloque Soviético y comunista y del giro de Rusia y China hacia el capitalismo” (2007). Pero todo este conjunto de características no era reconocido como tal por la mayoría de la “opinión publicada” hasta 1997-1998, cuando irrumpió una serie de crisis financieras sistémicas que se fueron dando en toda una serie de países de los “mercados emergentes”, y, sobre todo, a raíz del surgimiento de un movimiento “antiglobalizació n” que cuestionó la presunta “inevitabilidad” de ese proceso. Más tarde, el giro neoconservador y el “unilateralismo” militar que en política exterior practica la administració n estadounidense a partir, sobre todo, del 11-S de 2001, contribuirían a reforzar la percepción del protagonismo de esa gran potencia en la nueva configuración del planeta. Es entonces cuando se vuelve a hablar de “nuevo imperialismo” pero también cuando el discurso del “choque de civilizaciones” adquiere mayor audiencia en un contexto de emergencia creciente del “terrorismo internacional” como un actor transnacional; asimismo, iba adquiriendo creciente centralidad el “Gran Oriente Medio” como zona geoestratégica en la que puede estar en juego el futuro de una transición desde una fase de clara hegemonía estadounidense a otra de declive de la misma y de ascenso de otras grandes potencias, especialmente las situadas en Asia. Conviene, por tanto, hacer un repaso a toda esta trayectoria. II. Las teorías convencionales sobre la “globalización” y los Estados En el ámbito académico se mantiene generalmente una exposición de los cambios transcurridos que muchas veces, en aras de la “objetividad”, omiten aspectos fundamentales. Si nos remitimos, por ejemplo, a alguno de los manuales al uso, nos encontramos con tesis como ésta: “la globalización necesariamente alude a la idea de ‘desterritorializació n’ o ‘des-espacializació n’” (Vallespín, 2003: 402); no obstante, ese rasgo considerado “la dimensión fundamental” es matizado más adelante cuando se reconoce que en realidad lo que se da es una des-territorializac ión del capital que contrasta con el hecho de que “frente a esta disminución de los costes de emigración del capital nos encontramos, sin embargo, con la tozuda ‘territorialidad’ del trabajo” (416). A pesar de esto, se insiste en que “el presupuesto último de la globalización es: -en primer lugar, que grandes zonas de la actividad social van extendiendo su campo de acción hasta abarcar niveles que superan los límites nacionales y regionales, interconectados ahora a través de una compleja red de relaciones, flujos e intercambios. -y, en segundo término, que ello va acompañado de una intensificació n de las conexiones y dependencias entre las diferentes sociedades y Estados” (402). Más adelante, en el mismo trabajo se reconoce que “la nota más acusada de la globalización es, sin duda, la progresiva internacionalizació n de los mercados financieros y del comercio de bienes y servicios, que ha creado ya un espacio de competencia internacional que se extiende por todo el globo” (403). A continuación se señala: “El auténtico motor de la globalización –su ‘base material’, que diría Castells- es el avance tecnológico, coligado esto con los poderosos ‘agentes globales’ de la nueva economía, que son sus principales beneficiarios e impulsores”. Luego, se constata las dificultades de los Estados para “aplicar estrategias de cooperación dirigidas a contener las inmensas asimetrías que genera el inquieto capital internacional y las diferentes fuerzas económicas transnacionales o si, por el contrario, seguirán prevaleciendo las pautas de conducta ya habituales: escasa interferencia en el caso de los países que más beneficiados se ven de la situación; coalición entre elites empresariales multinacionales y elites políticas locales en los más importantes países en desarrollo; y pura impotencia por parte de los ‘perdedores natos’” (404). Todo esto conduce a reconocer la crisis del Estado de bienestar y la aparición del “Estado de mercado”, “preocupado más por fomentar la propia competitividad internacional de su economía nacional que por la prestación de los clásicos servicios del Estado de bienestar” (418). Vemos, por tanto, cómo en descripciones como ésta se pasa desde definiciones con vocación de objetividad a otras en las que la financiarizació n de la economía, la existencia de “agentes globales” y la extensión de políticas neoliberales (aunque sin mencionar ese calificativo) llegan a ocupar el primer plano a medida que se resalta, por ejemplo, la crisis del Estado de bienestar. Pero todo este panorama es explicado sin ofrecer una interpretació n de los orígenes de todo el proceso, sin destacar cuáles han sido los principales agentes y motores políticos y económicos del recorrido que ha llevado a esa situación y presentando a los Estados como si hubieran sido sujetos pasivos en todo ese proceso: ni la crisis de rentabilidad que atravesaba el capitalismo a finales del decenio de los 60 ni la reacción estadounidense a su crisis de hegemonía -derivada fundamentalmente de su fracaso en Vietnam y de la competencia de otras potencias en ascenso- ni la crisis del sistema de Bretton Woods y el nuevo papel de las instituciones financieras internacionales son mencionados como factores y actores que han ido desarrollando, apoyados innegablemente en los avances derivados de las innovaciones tecnológicas, un proyecto que convencionalmente se difunde como “globalización” y que es en realidad una nueva fase de desarrollo desigual y combinado del capitalismo a escala global (Rosenberg, 2004, 2005 y 2006). No teniendo en cuenta que lo que se puso en marcha fue una “economía política de la globalización” , se tiende en realidad a dar la impresión de que nos encontramos ante una situación “irreversible” , frente a la cual todos los Estados verían limitado su margen de maniobra y de autonomía viéndose “obligados” a convertirse en “Estados de mercado”. En resumen, se ve la relación entre “globalización” y Estados como un juego de suma cero, no saliendo de un esquema binario poco operativo para comprender las mutaciones y transformaciones que se han ido produciendo en las últimas décadas. Porque, como sostiene Sakia Sassen, “el Estado no sólo no excluye a lo global sino que es uno de los dominios institucionales estratégicos donde se realizan las labores esenciales para el crecimiento de la globalización” (Zúñiga García-Falces, 2007 a): 142). Apoyándose en explicaciones académicas como la mencionada más arriba, y pese a los juicios críticos que a veces se emiten ante sus “efectos perversos o colaterales” –fundamentalmente, las desigualdades espaciales y sociales y la agravación de la crisis ecológica-, en realidad se ha tendido a utilizar el término “globalización” como un concepto ideológico destinado a presentar las políticas económicas –y los discursos que las acompañan- que se han ido poniendo en marcha como algo “inevitable” e incluso como algo similar a la “ley de la gravedad” (en desafortunada metáfora del respetable escritor Mario Vargas Llosa). De esta forma, se pretende limitar las posibilidades de hacer otra política por parte de los gobiernos, se ofrece una cómoda justificación a la gran mayoría de dirigentes políticos para la adopción de medidas impopulares y, en fin, se va dando más poder a las instituciones y organizaciones internacionales, ocultando que éstas funcionan bajo el patrocinio de los grandes Estados y los gobiernos de los países ricos y difícilmente su margen de autonomía les permite contrarrestar las presiones de aquéllos, como hemos podido comprobar con los balances críticos de Joseph Stiglitz sobre el papel de aquéllas en beneficio de la “comunidad financiera”. Las constricciones del “imperativo sistémico” parecerían, por tanto, inamovibles. No sorprende, pues, que el debate entre muchos científicos sociales y especialmente entre los/las politólogos/as haya girado en torno a la crisis del Estado-nación. Se ha ido configurando así una pluralidad de “globalistas incondicionales” (como los define Michael Mann (1998)) que tiende a hablar de “socavamiento” o “debilitamiento” del “estado-nación” (en singular y en abstracto) y de la tendencia a la configuración de una “sociedad global”, haciendo abstracción, entre otros factores, del carácter desigual y asimétrico de ese proceso en el marco de un sistema jerárquico de estados, del caso relativamente excepcional de la Unión Europea, del papel central que han jugado grandes Estados como el estadounidense en todo este proceso, así como del carácter interestatal, como ya he señalado, de las instituciones y organizaciones internacionales (ONU, FMI, BM, OMC, OTAN), o de “Cumbres” como las del G-8, en las que se reúnen y deciden únicamente las grandes potencias. En resumen, en mayor o menor medida esa tendencia a sobrevalorar la “desterritorializació n”, a generalizar sobre la crisis del Estado-nación e incluso a hablar de la conformación de un “Imperio” sin centro (Negri y Hardt, 2002) no tiene en cuenta la “geopolítica de la economía” (Mignolo, 2007: 173) que se ha ido configurando en el mundo actual. Tiende, además, a ahorrarse el esfuerzo por diferenciar entre los Estados y sus respectivas relaciones con la economía, así como con las distintas redes de interacción global, continental, regional o local, con la estructura de clases y con las distintas fuentes de poder social (Mann, 1998; Pastor, 2006). Todo ello no significa negar que bajo esta globalización neoliberal se estén produciendo cambios significativos en los Estados y el tipo de funciones que la mayoría de ellos han ido asumiendo. Como subrayan Altvater y Mahnkopf (2002: 349), es cierto que los Estados se han ido transformando “de un ente amortiguador entre las exigencias de los mercados internacionales y los intereses (sociales) de los ciudadanos a un adaptador de estos intereses a las exigencias de los mercados sin fronteras”, con la excusa muchas veces de la “fast policy”, asociada a esa contracción del espacio-tiempo que se da en el marco de la competitividad global. Por ese camino los Estados aparecen más como un “power conector” (estado nodal o red dentro de un sistema político más amplio) que como un “power container” (de distritos industriales, ciudades globales y capitales nacionales o regionales) (Jessop, 2003), perdiendo así centralidad pero no relevancia como actores estratégicos aunque, eso sí, se ven desafiados por otros tanto “por arriba” como “por abajo” y trranversalmente. Ese proceso, además, está favoreciendo una creciente autonomía de la mayoría de los gobiernos –y de los Bancos Centrales- respecto a los parlamentos y a la soberanía de los pueblos, justificada muchas veces por la necesidad de aplicar la “fast policy” a las cuestiones de “seguridad nacional” y de “guerra global contra el terror”, con la consiguiente tendencia a generar procesos de “desdemocratizació n” (Schmitter, 1995; Tilly, 2007) y a restringir derechos y libertades básicas. Pero lo que revela todo esto es que lo que está en crisis no es el Estado-nación como tal y en general sino, fundamentalmente, el “modelo” de referencia en que se había convertido el Estado nacional-keynesiano del bienestar ( y, añadiríamos, del Estado democrático de derecho), sustituido ahora por el del Estado competitivo de mercado (y penal) en la medida que las relaciones de fuerza entre las clases y los distintos actores sociales y políticos se han ido modificando y han facilitado el avance de lo que algunos/as han definido como una “contrarrevolució n neoliberal” (Arrighi, 2007 a)) o “Gran Restauración” (Capella, 2007); conviene recordar, además, que ésta tuvo su origen precisamente en el “punto de inflexión” que marcan los años 1971-1973 y las primeras dictaduras latinoamericanas3. Todo esto no es incompatible con procesos de “regionalizació n” o de asociación entre distintos Estados-nació n, como es el caso de la Unión Europea, precisamente porque sus élites quieren estar en mejores condiciones de competir con otras grandes potencias (sobre todo, a través del euro) y evitar así su “dulce decadencia” ante el temor de que el epicentro de la economía mundial se desplace al Pacífico (Steinberg, 2007). Pero, en cualquier caso, como estamos viendo en algunos países de América Latina, eso no significa que todas esas tendencias sean inevitables sino que pueden ser contrarrestadas cuando irrumpen poderosos movimientos sociales, capaces de forzar cambios de rumbo más o menos radicales y de adoptar formas de organización y expresión política que, dada la crisis del sistema tradicional de partidos, se manifiestan a veces en nuevos tipos de populismo (Laclau, 2005) o “cesarismo”. En conclusión, la presentación de las tendencias a la economía y la sociedad global como irreversibles ha contribuido a generar la percepción de las políticas neoliberales como una fatalidad a la que los Estados y sus gobiernos no podían oponerse. Quizás las frases de Margaret Thatcher “la economía es el método pero el objetivo es cambiar el alma” y “No Hay Alternativas” (TINA, en inglés) fueran las más reveladoras del nuevo “sentido común” que ha ido acompañando a esa pretensión de expulsar del ámbito de lo posible y factible cualquier intento de oponerse a ese proceso. Por eso, frente a ese determinismo tienen mayor relevancia las interpretaciones de la “globalización” que se remiten a un análisis de los factores que explican por qué se fue desarrollando ésta desde comienzos de los años 70, con los sucesivos pasos que se fueron dando para extenderla a otras partes del mundo desde EEUU, Gran Bretaña, la Unión Europa y Asia Oriental, regiones donde se encuentran los Estados más poderosos o/y aquéllos que emergen como nuevas grandes potencias en este siglo XXI (Gowan, 2000; Harvey, 2007). En ese marco el discurso de la “gobernanza global” que irrumpe prácticamente en los 70 y que, luego, es sistematizado teórica y pragmáticamente tiene su funcionalidad y justifica con mayor razón la necesidad de analizar la relación estrecha entre la “globalización” y el papel de los Estados, las instituciones multilaterales y los otros actores transnacionales. La fórmula “gobernanza global” que entra en boga a mediados de los 80 puede ser analizada en ese contexto como el desarrollo de una estrategia neoliberal que se ha ido aplicando a lo largo de tres fases: la primera sería la de la emergencia de las políticas neoliberales (desde finales de los 70 hasta mediados de los 80); la segunda, la del “Consenso de Washington”, desde la mitad de los 80 hasta la de los 90; y la tercera, desde entonces hasta ahora, caracterizada por lo que se ha dado en llamar “consenso post-Washington” . Pero, además, esa fórmula tiene dos vertientes: una, macro, que tiene que ver con la búsqueda de la “estabilidad social” necesaria para la aplicación de las políticas neoliberales; y otra, micro, que enlaza con la biopolítica y las nuevas técnicas de “gubernamentalidad” que ya analizara Foucault en su última etapa, ya que tienen que ver con ese cambio del “alma” de la gente al que se refería Margaret Thatcher (De Angelis, 2005). Sin embargo, la crisis de la “globalización feliz”, a partir de 1998 –con las crisis financieras intrasistémicas y la progresiva emergencia del movimiento “antiglobalizació n”- y, sobre todo, el impacto del 11-S de 2001 –con la consiguiente intensificació n del proceso de militarizació n del planeta y la centralidad simbólica de las guerras y conflictos en el “Gran Oriente Medio”-, pusieron de relieve las consecuencias que estaba teniendo la asociación estrecha entre “globalización” y “neoliberalismo” en la agravación de las desigualdades sociales –dentro y entre los distintos países, especialmente entre el “Norte” y el “Sur”-, de la crisis ecológica y de la crisis de la democracia en general. Las críticas se fueron dirigiendo cada vez más al neoliberalismo como la ideología que estaba detrás de lo que se veía ya como un proyecto que se había formalizado no sólo en el ámbito económico sino en otras esferas e incluso en la vida cotidiana. Pero, además, el mayor protagonismo que en ese nuevo escenario va adquiriendo Estados Unidos, reforzado por el proyecto “transformacionalist a” neoconservador, favorece la percepción popular de que nos encontramos ante una globalización neoliberal “made in US”. Es curioso, como observa Arrighi (2007: 202-203), que esa visión popular contrastara con la incomodidad con el término “globalización” que después del 11-S empieza a manifestar el presidente estadounidense, convencido de que a partir de entonces lo importante era la preservación de sus intereses nacionales, estrechamente unidos a la “guerra global contra el terror”. En ese contexto vemos cómo la “gobernanza global” tropieza con dinámicas de crisis y descomposició n de muchos Estados, aumentando no sólo la lista de “Estados canallas” sino también, y sobre todo, la de “Estados fallidos”, en contraste con el creciente protagonismo de los países más ricos del G-6 (EEUU, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia e Italia) o de los BRIC (Brasil, Rusia, India, China). Resurge así un nuevo interés por recomponer el sistema de Estados con vistas a evitar la creciente desestabilizació n de distintas zonas del planeta, relanzando procesos de “state building” y de “nation building”, incluso por parte de quienes apoyaron inicialmente el proyecto neoconservador, basado en la creación de un “caos constructivo” en zonas clave (Fukuyama, 2004). Se reconocía así que, si se quería evitar el recurso extendido a un “imperialismo formal”, había que contribuir a que los Estados ahora denominados “frágiles” de la periferia aseguraran, al menos, una “good enough governance” (Duffield, 2006). III. “Nuevo imperialismo” , transición sistémica y crisis de hegemonía En ese marco de reinterpretació n de la actual etapa histórica ha habido una recuperación de los viejos debates sobre el imperialismo, destacando entre ellos el ofrecido por David Harvey (2003). Este conocido geógrafo ha recogido distintas aportaciones “clásicas” (como las de Rosa Luxemburg o Hanna Arendt) y otras recientes (como, sobre todo, las de Arrighi) y ha ofrecido una propuesta de definición del imperialismo capitalista como una fusión contradictoria de “la política estato-imperial” (es decir, el imperialismo como un proyecto específico, propio de agentes cuyo poder se basa en el control sobre un territorio y la capacidad de movilizar sus recursos humanos y naturales con finalidades políticas, económicas y militares) con “los procesos moleculares de acumulación de capital en el espacio y en el tiempo” (el imperialismo como proceso político-econó mico difuso en el que lo primordial es el control sobre el capital y su uso). Lo que distinguiría al imperialismo de tipo capitalista de otras concepciones de imperio es que en él predomina la lógica capitalista, aunque hay ocasiones en que lo hace la territorial. En ese sentido, la lógica capitalista del imperialismo debería entenderse en el contexto de la búsqueda de “soluciones espacio-temporales” al problema del exceso de capital; de ahí resulta que la tendencia a la “globalización” haya sido y sea inherente al capitalismo, ya que busca una continua compresión espacio-temporal y se da constantemente una volatilidad y una reorientación de los flujos de capital de unos espacios regionales a otros en función de las crisis de rentabilidad por las que atraviesan. Desde esa perspectiva, en la fase actual se habría conformado un “nuevo imperialismo” que estaría buscando, a través del neoliberalismo, nuevas vías de acumulación tanto mediante la reproducción ampliada como a través de la desposesión, dentro de una nueva ronda de “cercamiento de los bienes comunales”, tal como ocurrió en los orígenes del capitalismo mediante lo que Marx denominó “la llamada acumulación originaria”. Ahora ese proceso de “desposesión” se habría desarrollado a través de distintos medios (privatizació n y mercantilizació n, financiarizació n, gestión y manipulación de las crisis a través de la “trampa de la deuda”, redistribuciones estatales de la renta). El desarrollo desigual de ese proceso habría ido acompañado y potenciado por la configuración de Estados neoliberales destinados a garantizar su contribución a la “gobernanza global” (Harvey, 2007). El papel del Estado hegemónico, en este caso Estados Unidos, habría sido el de asegurar y promover los dispositivos institucionales externos e internacionales que hacen funcionar las asimetrías en las relaciones de intercambio en beneficio de esa potencia hegemónica. Pero el problema de la coyuntura mundial actual estaría precisamente en que determinadas actuaciones (sobre todo, la invasión de Iraq) de ese Estado hegemónico, es decir, su forma de interpretar su lógica político-territorial propia, estaría entrando en contradicción con la lógica de la acumulación capitalista global y, en concreto, con la necesaria “gobernanza global” del sistema, a la vista de los procesos de inestabilidad (destructiva y no creativa) que genera en el mundo y, en concreto, en una zona clave como la ya mencionada del “Gran Oriente Medio”. En resumen, el liderazgo estadounidense se estaría convirtiendo en una dominación mediante el recurso creciente a la coerción, en detrimento del consenso y del “poder blando”; lo cual estaría poniendo en peligro la estabilidad global y facilitaría, además, el ascenso de otras grandes potencias, especialmente las asiáticas. Las aportaciones de Harvey enlazan, a pesar de sus diferencias, con interpretaciones históricas hechas antes del giro del 11-S de 2001, como la de Giovanni Arrighi y Beverly Silver. Partiendo de su enfoque basado en la existencia a lo largo de la historia del capitalismo de sucesivos ciclos sistémicos de acumulación, sostienen que “estamos inmersos en un cambio sistémico, esto es, en un proceso de reorganizació n radical del sistema-mundo moderno que cambia sustantivamente el carácter de los elementos del sistema, la forma en que éstos se relacionan entre sí y el modo en que el sistema funciona y se reproduce” (2001: 28). Desde ese punto de vista, “la expansión financiera global de los aproximadamente últimos veinte años no constituye una nueva fase del capitalismo mundial ni anuncia una ‘incipiente hegemonía de los mercados globales’. Por el contrario, indica claramente que nos hallamos inmersos en una crisis de hegemonía. Como tal, cabe esperar que esa expansión no sea sino un fenómeno temporal que acabará más o menos catastróficamente, dependiendo de cómo gestione la crisis la potencia hegemonía en declive” (2001: 276). La “característica nueva y probablemente irreversible de la actual crisis hegemónica” estaría, más bien, en “la proliferación en número y variedad de organizaciones y comunidades empresariales transnacionales” que “ha constituido un factor determinante de la desintegració n del orden hegemónico estadounidense y cabe esperar que se prolongue y configure el cambio sistémico que está teniendo lugar acarreando una pérdida de poder generalizada, lo que no quiere decir universal, de los Estados” (282). A este respecto matizan a continuación que el aumento de poder de algunos Estados ha sido un fenómeno típico de las anteriores transiciones hegemónicas; si bien la diferencia estaría en que ahora los recursos militares globales estarían en manos de la potencia hegemónica en declive y de sus aliados más cercanos, mientras que los recursos financieros globales se están desplazando a “nuevos centros provistos de una competitividad crucial en los procesos de acumulación de capital a escala mundial” (281). Distinguiendo entre “crisis-señal” y “crisis terminal” de hegemonía, Arrighi anticipa que es probable que el atolladero en que se encuentra Estados Unidos en Iraq conduzca a su “crisis terminal” de hegemonía: “Evidentemente, sea cual sea el resultado de la guerra en Iraq, Estados Unidos seguirá siendo la principal potencia militar del mundo durante algún tiempo, pero así como sus dificultades en Vietnam precipitaron la ‘crisis-señal’ de la hegemonía estadounidense, es probable que sus dificultades en Iraq lleguen a ser vistas retrospectivamente como las que precipitaron su ‘crisis terminal’” (2007: 197). De esta forma, “el nuevo imperialismo del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano señala probablemente el fin poco glorioso de la pugna de Estados Unidos durante sesenta años por convertirse en el centro organizador de un Estado mundial. Esa porfía cambió el mundo, pero ni siquiera en sus momentos más triunfales alcanzó Estados Unidos su propósito”; en cambio, “ahora todas las pruebas parecen apuntar a China como auténtico vencedor de la Guerra contra el Terrorismo, consiga o no finalmente Estados Unidos quebrar la espina dorsal de Al Qaeda y de la insurgencia iraquí” (274). Una hipótesis que Arrighi desarrolla ampliamente en la obra de la que se extraen estas citas y que concluye con un epílogo sobre posibles escenarios futuros y complementarios –“nuevo Bandung” y “resistencia del Norte a la subversión de la jerarquía global de riqueza y poder”- que nos ayuda a entrar en el apartado siguiente. No se pretende aquí abordar a fondo la validez o no de los pronósticos de Arrighi, sobre todo en lo que se refiere a la especificidad del caso chino4 y al posible relevo asiático de EEUU; pero sí merece la pena indicar que hipótesis similares están funcionando ya e influyen en la relevancia mayor de la lucha por el control de determinadas zonas geoestratégicas, con mayor razón cuando entramos en el “fin de la era del petróleo barato”, coincidente además con la agravación del cambio climático y la urgencia de una transición hacia otro modelo energético postfosilista (Heinberg, 2006). En realidad, las interpretaciones de Harvey y Arrighi comparten elementos comunes con la visión que desde la escuela del “sistema-mundo” ha desarrollado principalmente Immanuel Wallerstein, según la cual nos encontraríamos desde hace tiempo en una fase de transición histórica en la que, en el marco del declive de la hegemonía estadounidense, se abren distintos escenarios que no excluyen el caos sistémico creciente pero que podrían dar paso a cambios sustanciales dentro del sistema o a otro sistema alternativo (2001; 2006). IV. “Choque de civilizaciones” y reactivación del imaginario geopolítico “occidental” No es casual que ante los primeros síntomas dramáticos del rechazo de la “globalización” , percibida como un proyecto de “occidentalizació n del mundo” también en el plano cultural, fuera adquiriendo mayor audiencia el discurso del “choque de civilizaciones” que Samuel Huntington había sistematizado ya antes del 11-S de 2001, si bien esa fórmula fue empleada por primera vez por el “orientalista” Bernard Lewis en un artículo sobre Suez, escrito no por casualidad en 1957, y repetida por él mismo en trabajos sucesivos. Pese a que en su principal obra sobre esta materia el veterano politólogo de Harvard reconocía “los defectos del orientalismo que Edward Saïd criticaba acertadamente porque promovían ‘la diferencia entre lo familiar (Europa, el Oeste, ‘nosotros’) y lo extraño (Oriente, el Este, ‘ellos’) y porque daba por sentada la superioridad de lo primero sobre lo segundo” (1997: 35), el título de la misma (“El choque de civilizaciones y la reconfiguració n del orden mundial”) parecía encajar ahora perfectamente tanto con el proyecto neoconservador de la Casa Blanca como con el mensaje opuesto que había difundido Osama Bin Laden sobre la inevitable confrontación entre el “mundo occidental” y el “mundo islámico”, convirtiéndose así en una profecía autocumplida. No es casual que personajes neoconservadores relevantes como Paul Wolfowitz reconocieran la influencia de Lewis y Huntington en sus propósitos, tratando de justificar así sus operaciones militares en Afganistán e Iraq5. En esa obra se propone una clasificación de distintos grupos territoriales en el mundo en los que el factor religioso de diferenciació n es el principal: el occidental (católicos y protestantes) , el musulmán, el chino, el japonés, el hindú, el cristiano ortodoxo, el latinoamericano y el africano. Seis de esos ocho grupos serían reticentes a los valores “occidentales” pero, desde su punto de vista, la civilización de religión islamista se convertía en el principal peligro: “Mientras el islam siga siendo islam (como así será) y Occidente siga siendo Occidente (cosa que es más dudosa), este conflicto fundamental entre dos grandes civilizaciones y formas de vida continuará definiendo sus relaciones en el futuro lo mismo que las ha definido durante los últimos catorce siglos” (252). Curiosamente, Israel no aparecía mencionado en esa clasificación como un caso diferenciado y, en cambio, América Latina, pese a ser considerada católica, se convertía a partir de 1990 en un espacio aparte, excluyendo, eso sí, las islas Malvinas, pertenecientes al mundo occidental (28-29). De esta forma se congela el mapamundi, se tiende a dejar de lado el plano económico y social (las divisiones de clase siguen existiendo) y se menosprecia los efectos contradictorios de una “globalización” que, si bien pretende homogeneizar, también puede favorecer la apertura, el flujo y el mestizaje entre las distintas culturas. Todo esto es devaluado en beneficio de la religión como clave cultural principal poniendo así en el centro de las preocupaciones del “mundo occidental” la necesidad de defenderse frente a todo lo que es percibido como una “amenaza” a su cohesión interna. Para hacerle frente, el papel de Estados Unidos es clave: “La supervivencia de Occidente depende de que los estadounidenses reafirmen su identidad occidental y los occidentales acepten su civilización como única y no universal, así como de que se unan para renovarla y preservarla frente a los ataques procedentes de las sociedades no occidentales” (21). No obstante, la sobrevaloració n del papel de las religiones no impide a Huntington reconocer la relevancia de otros factores de poder en el nuevo equilibrio entre “civilizaciones” a medida que nos adentremos en el siglo XXI: “En resumen, Occidente seguirá siendo en conjunto la civilización más poderosa hasta bien entradas las primeras décadas del siglo XXI. Después, es probable que continúe teniendo una ventaja importante en talento, investigación y progreso científicos, así como en innovación tecnológica civil y militar. Sin embargo, el control sobre los demás recursos generadores de poder se está difundiendo cada vez más entre los Estados centrales y los países principales de las civilizaciones no occidentales” (107). En ese contexto la importancia del factor militar queda reflejada en la función que este politólogo atribuye a la OTAN: “En el mundo de la posguerra fría, la OTAN es la organización de seguridad de la civilización occidental. Terminada la guerra fría, la OTAN tiene un solo propósito fundamental y apremiante: asegurarse de que las cosas sigan así, impidiendo que se vuelva a imponer el control político y militar ruso en Europa Central” (192). Sin embargo, esto no significa que la Alianza Atlántica deba intervenir en cualquier conflicto, especialmente si es intracivilizatorio (“En la era que viene, dicho brevemente para evitar grandes guerras entre civilizaciones es preciso que los Estados centrales se abstengan de intervenir en conflictos que se produzcan dentro de otras civilizaciones. Ésta es una verdad que a algunos Estados, particularmente a los Estados Unidos, les resultará difícil de aceptar” (380)). Las dificultades y contradicciones de ese discurso a la hora de relacionarlo con los conflictos existentes en distintas partes del mundo y, sobre todo, de pretender establecer fronteras espaciales claras se han agravado ante el fenómeno de las migraciones transnacionales y la composición multicultural que las propias clases trabajadoras de los países “occidentales” están adquiriendo. Ya en la obra mencionada Huntington indicaba que uno de los desafíos a la “cultura occidental” provendría cada vez más de “los inmigrantes de otras civilizaciones que rechazan la integración y siguen adhiriéndose y propagando los valores, costumbres y culturas de sus sociedades de origen. Este fenómeno se percibe sobre todo entre los musulmanes en Europa que, sin embargo, son una pequeña minoría. También es manifiesto, en menor grado entre los hispanos de los Estados Unidos, que son una gran minoría” (365). Este último cuestionamiento ha sido objeto de mayor atención por parte de Huntington en los últimos tiempos, quien ha llegado a proponer fórmulas que exigieran la asimilación forzosa de esa población migrante por la nación y la cultura de la sociedad de acogida; en otra obra reciente, en la que reconoce que escribe no sólo como académico sino también como “patriota”, polemiza con el autor de un libro titulado El sueño americano, concluyendo que “no existe tal sueño americano (‘Americano’ dream). Sólo hay un único sueño americano (American dream), creado por una sociedad angloprotestante. Los mexicano-americanos compartirán ese sueño y esa sociedad sólo si sueñan en inglés” (las cursivas son del original) (2004: 297). Coinciden así la percepción de un mundo dividido entre “Occidente” y “el resto”, principalmente presidido por la amenaza islamista y el ascenso de otros Estados, y el temor al futuro identitario de la única gran potencia, Estados Unidos, que con su nacionalismo cosmopolita sería la única capaz de garantizar la supervivencia de “Occidente”. No es, por tanto, casual que la audiencia encontrada por esa visión haya coincidido con la relativa crisis de legitimidad que estaba sufriendo la globalización “made in US” ya mencionada, tal como reconocería, a raíz sobre todo de las consecuencias de la invasión de Iraq, Zbigniew Brzezinski (2005). Pese a las contradicciones del discurso del “choque de civilizaciones” no sólo con la realidad sino también con la estrategia global estadounidense (siendo quizás su ejemplo más viejo el de las buenas relaciones con el régimen despótico de Asrabia Saudí, por no hablar de las mantenidas en la actualidad con los islamistas turcos dentro de la OTAN en una región geoestratégica clave (Tugal, 2007) o con la dictadura de Pakistán y su apoyo indispensable en el momento de la invasión de Afganistán), es previsible que ese “paradigma” (tal como Huntington lo define en su introducción a la obra citada) siga funcionando precisamente porque contribuye a generar una sensación de “amenaza” en las sociedades del “Centro” y a justificar la tendencia a extender el “estilo paranoide” de la política exterior estadounidense a otras grandes potencias occidentales y, en particular, a la UE. Pero es evidente también que esa percepción está generando a su vez riesgos desestabilizadores crecientes debido a que su generalizació n a las poblaciones procedentes del “mundo musulmán” –y de América Latina, al menos en el caso estadounidense- residentes en sus países no haría más que favorecer respuestas fundamentalistas opuestas (aumentando, por tanto, su apoyo a opciones “terroristas”) o, simplemente, la creación de “apartheid” conflictivos en las grandes ciudades: reconocer su condición imprescindible de “insiders” en la economía pero, al mismo tiempo, prescindir de ellos/as considerándolos/ as “outsiders” en el plano político, cultural o de la vida cotidiana sería una situación a largo plazo insostenible en nuestras sociedades (Purwal, 2004). En todo caso, como hemos podido ver en el apartado anterior y el mismo Huntington reconoce, sus reflexiones sí tienen que ver con ese “equilibrio cambiante del poder entre las civilizaciones” al que también se refieren Arrighi y Silver y que implica una tendencia a la pérdida de centralidad de “Occidente” en el mundo. Frente a ese riesgo su discurso ofrece un camino de resistencia que, sin embargo, no hace más que resucitar, pese a la aceptación de las críticas de Edward Saïd, el viejo imaginario geopolítico occidental que el mismo Huntington recuerda con su referencia a la larga historia de sus conflictos con el “mundo islámico”. Un reciente artículo de Ramin Jahanbegloo, con un título muy significativo (“La nueva ‘controversia de Valladolid’. Europa y el islam” (2007) venía a recordar precisamente el viejo debate entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda a propósito del “descubrimiento de América” y del trato que había que dar a los “indios”, para asegurar que esa controversia “sigue teniendo gran relevancia para europeos y estadounidenses en los debates actuales sobre los derechos del ‘otro’, ya que “si no tenemos en cuenta voces como la de Las Casas, podríamos terminar asumiendo la benevolencia de la civilización que Ginés de Sepúlveda propugnaba, respaldándola con la firme necesidad de controlar a los pueblos atrasados, por medios militares si es necesario”. En realidad, detrás de la vieja polémica, rememorada ahora por el filósofo iraní, nos encontramos con la pervivencia de un “occidentalismo” cuya función es justificar a Occidente como “única región geohistórica que es a la vez parte de la clasificación del mundo y la única perspectiva que tiene el privilegio de contar con las categorías de pensamiento desde las que se describe, clasifica, comprende y ‘hace progresar’ al resto del mundo” (...) Occidente es el lugar de la epistemología hegemónica antes que un sector geográfico en el mapa. Samuel Huntington lo demostró cuando ubicó a Australia en el Primer Mundo y en Occidente, lugares de los que América Latina no formaba parte” (Mignolo, 2007: 60-61; las cursivas son del original). Ese “occidentalismo” es el que construyó precisamente “Oriente”, así como a otras regiones del mundo, como conceptos geopolíticos alternativos, resultados de la “misión civilizadora” de “Occidente”. Obviamente, la construcción del mito de su superioridad fue producto de una interpretació n interesada de la historia en la que, como ha criticado entre otros John M. Hobson, se pretendía ignorar, además de otros factores más lejanos en el tiempo, la influencia tanto de la “globalización oriental” en el posterior ascenso europeo a partir de finales del siglo XIX como del papel de la “inquietud racista” europea en su lucha por expoliar y explotar los recursos de Oriente y otros continentes (2006). No es, por tanto, casual que ante la reactivación de ese imaginario (en el que, por cierto, al mito de las raíces grecorromanas de Europa le va sustituyendo el de sus raíces judeocristianas) en el contexto abierto por el 11-S de 2001 sea ya larga la lista de críticas y alternativas que han ido surgiendo en los últimos tiempos, si bien me limitaré aquí mencionar dos de las que me parecen más relevantes por venir de países del otro lado del Mediterráneo. Una de ellas pone el acento en las formas “banales” con que se manifiesta ese imaginario a través de una “cultura de la supremacía”. Así es como la define la historiadora tunecina Sophie Bessis: “La certeza con la cual la mayoría de los occidentales afirman la legitimidad de su supremacía nunca ha dejado de sorprenderme. Esta certeza se manifiesta en los actos más anodinos y en las actitudes más banales. Estructura la palabra pública, el magisterio intelectual y los mensajes de los medios de comunicación. Reside en lo más profundo de la conciencia de individuos y grupos. Está tan enraizada en la identidad colectiva que se podría hablar de una verdadera cultura de la supremacía, fundamento de la entidad que hoy llamamos Occidente, sobre la que éste construye sus relaciones con el otro” (2002: 17). En un sentido parecido se manifiesta Georges Corm quien, refiriéndose a la obra principal de Huntington, llama la atención precisamente sobre el hecho de que en ella se “juega con el imaginario de la fractura Oriente-Occidente, puesto de moda por las condiciones geopolíticas mundiales tras el hundimiento de la URSS, y omite todas las relaciones profanas entre potencias en beneficio de un esencialismo identitario religioso que él denomina abusivamente ‘civilización’. Pero, tras la aparición de ese libro, somos prisioneros de su problemática, que además invoca un relativismo de los valores con el pretexto de no aumentar el foso entre ‘civilizaciones’ ; en realidad, la famosa fractura entre Oriente y Occidente” (2004: 92). Nos encontraríamos, por tanto, con “un golpe de Estado cultural no violento” que, sin embargo, habría tenido en el 11-S de 2001 “el simbolismo del desencadenamiento de la guerra entre la civilización y la barbarie, entre la democracia y el terrorismo, entre el islam y el Occidente judeocristiano” (13). Habríamos entrado así en una nueva “guerra fría”, alimentada por un choque de memorias históricas (con el Estado de Israel en el centro simbólico de ese choque), que deriva en determinadas zonas en “guerras calientes” en las que el factor religioso o cultural aparecería como una verdadera “ideología” cuya función sería ocultar los reales conflictos de intereses económicos, sociales y/o geopolíticos en juego. Estas críticas enlazarían, en realidad, con las que han ido surgiendo desde las corrientes del “pensamiento decolonial”, que aspiran a superar las limitaciones de los estudios “poscoloniales” y “subalternos” tienen especial influencia en el ámbito latino-americano y, más concretamente, en la comunidad “latina” residente en Estados Unidos (Grosfoguel, 2006; Mignolo, 2007). Pero, como hemos indicado antes, el retorno de ese imaginario geopolítico occidental no actúa sólo en relación al islam o al latinoamericano sino que tiene que ver también con esos equilibrios cambiantes en el mundo y las mutaciones que se están produciendo dentro del propio “Sur”, apuntando así a una reordenación del sistema de Estados6. Por eso no sorprende tampoco que en acuerdos como el adoptado en Washington el pasado 30 de abril por el Presidente de EEUU Georges W. Bush y la Presidenta en ejercicio del Consejo Europeo de la UE, Angela Merkel, con el propósito de “avanzar en la integración económica entre la UE y EEUU de América” se recuerden los lazos históricos y los valores fundamentales comunes que justifican la especificidad de una “comunidad transatlántica; o que de cara al desarrollo futuro de ese acuerdo se adelanten propuestas como la sugerida por Pedro Schwartz y apoyada por la FAES española, dirigida a favorecer una “liberalizació n integral” en las relaciones entre ambas zonas para crear un “área de prosperidad económica” (Iñiguez, 2007) que permitiera estar en mejores condiciones para combatir el “dinamismo asiático”...en la lucha por el dominio del “Sur”. Frente a ese tipo de propuestas no parece que discursos que no cuestionan los efectos del “nuevo imperialismo” , como es el caso de la propuesta de “alianza de civilizaciones” (que, además, comete el mismo error huntingtoniano de establecer una clasificación “civilizatoria” ), vayan a suponer un cambio radical en las actuales relaciones conflictivas que siguen desarrollándose en distintas partes del planeta o, al menos, puedan frenar la creciente militarizació n (y externalizació n) de las propias fronteras de los países occidentales frente a las “nuevas amenazas”. IV. Conclusiones provisionales A lo largo de este trabajo se ha querido hacer un recorrido por algunas de las principales interpretaciones de la “globalización” , con especial atención a las del ámbito politológico y socioeconómico, reconociendo sus aspectos relativamente novedosos respecto a la vieja tendencia histórica a la mundializació n capitalista pero también su carácter inacabado y asimétrico. Nos hemos referido a la evolución que ha ido teniendo la percepción de ese proceso en función de las fases sucesivas que ha ido atravesando, sin asimilarlo a la creciente hegemonía del neoliberalismo pero tampoco disociándolo del mismo y sin olvidar que detrás de esa “globalización” ha habido unas grandes potencias que han actuado como motores de la misma. En ese contexto una de las cuestiones más controvertidas ha sido la relacionada con las transformaciones que han ido sufriendo los Estados, llamando la atención sobre el riesgo de analizar esos cambios de forma abstracta y generalista, al margen del lugar de cada uno dentro de un sistema jerárquico de Estados y de la “geopolítica de la economía”. A continuación hemos presentado la teoría sobre el “nuevo imperialismo” de Harvey como una contribución que ayuda precisamente a interpretar de forma más articulada la relación entre economía y política, entre capitalismo y sistema de Estados y, en concreto, la fusión y las contradicciones que pueden darse entre ambas lógicas. En ese marco el enfoque de Arrighi sobre los sucesivos ciclos sistémicos de acumulación y de hegemonía a lo largo de la historia moderna y contemporánea ayudaría también a entender el actual momento histórico como una transición con varios futuros abiertos en función de cómo se resuelva la crisis de hegemonía estadounidense, de cómo evolucionen otras grandes potencias hacia las que tiende a desplazarse el centro de la economía-mundo y, en fin, de cuál sea la capacidad de los movimientos sociales populares para forzar un cambio de rumbo frente al que sigue la actual “globalización” . Finalmente, se propone que la influencia del discurso del “choque de civilizaciones” en la reactivación del imaginario geopolítico occidental frente a “los otros”, y especialmente frente a “Oriente” y/o el “Sur”, debe ser entendida en el marco de la tensión entre “arrogancia global” y “rencor global” (Halliday, 2004: 17) que generan el neoliberalismo y el nuevo imperialismo en el planeta; pero también teniendo en cuenta los cambios en las relaciones entre viejas y nuevas grandes potencias dentro del período de transición histórica en que nos encontramos, reforzado todo ello además por los efectos del 11-S de 2001. En función de todo lo expuesto, se podría sostener que la “globalización” no abre paso ni a un nuevo “fin de la historia” ni es un proceso inevitable sino que, más bien, se nos presenta como una tendencia central en una época de transición histórica, asociada estrechamente a un proyecto neoliberal y neoimperial y, ahora, enfrentada a una crisis de legitimidad y de hegemonía de la gran potencia que ha sido su principal motor. Su evolución está, por tanto, llena de turbulencias –no sólo las financieras, cuyos efectos desestabilizadores del propio sistema estamos ya observando, sino también las derivadas de una mayor militarizació n de las relaciones internacionales- , incertidumbres -en particular la que tiene que ver con la forma como se resolverá la crisis de hegemonía actual y con las nuevos marcos de alianzas e intercambios que se puedan dar dentro del “Sur”- y contratendencias que pueden venir tanto “desde arriba” (con neoproteccionismos y “neorregionalismos” entre y dentro de los Estados) como “desde abajo” (de los movimientos sociales que pueden llegar a forzar a los gobiernos a “desglobalizaciones parciales” y procesos de ruptura con los proyectos hegemónicos actuales). Lo que sí parece evidente es que la “globalización” , como se ha podido comprobar recientemente en una encuesta difundida por el diario Financial Times el pasado 22 de julio, es asociada por la mayoría de la opinión pública con su dimensión económica, con una creciente libertad de movimientos de las grandes empresas transnacionales, con la “burbuja financiera” y con la agravación de las desigualdades sociales7, obteniendo elevados porcentajes de rechazo incluso en los mismos países occidentales. ¿Hasta qué punto datos como éstos pueden reflejar, como sostiene Vicenç Navarro (2007), que “el conflicto principal en el mundo actual” es en realidad “un enfrentamiento no entre el Norte y el Sur sino entre una alianza de las clases dominantes del Norte y del Sur frente a las clases dominadas del Norte y el Sur” que, sin embargo, se ha desplegado hasta ahora más “desde arriba” que “desde abajo”? 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Papeles de cuestiones internacionales, 97, 141-146. |
lunes, 27 de agosto de 2012
“Globalización” , “nuevo imperialismo” , y “choque de civilizaciones” . Un balance de los principales análisis y discursos sobre el actual (des)orden mundial - Jaime Pastor
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