Marzo de
2012
Traducido para Rebelión por Caty R. y Beatriz
Morales Bastos
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Fréderic
Lordon es economista, director de investigación del CNRS e investigador del
Centro de Sociología Europeo (CSE). Sus últimas obras son D’un retournement l’autre. Comédie sérieuse sur la crise financiare. En
Quatre actes, et en alexandrins (Seuil, 2011), Capitalisme, désir et servitude. Marx et Spinoza (la Fabrique, 2010) y L’Intérêt souverain. Essai
d’anthropologie économique (La Découverte, 2011).
La versión
original (en francés) de este texto ha sido publicada en RdL, la Revue des Livres n° 3 (enero-febreeo 2012) y es
accesible en www.revuedeslivres.fr
En esta
gran entrevista, Fréderic Lordon expone sus comentarios y análisis de la actual
crisis económica y sus orígenes. Con tono mordaz y una visión rigurosa repasa
las causas y efectos de la crisis y además comenta el tratamiento de la
Economía por parte de los medios de comunicación, el lugar que ocupa en el
ámbito universitario y la eventual salida del euro. Mientras doblan las
campanas por el proyecto neoliberal, nos dice, la actualidad es una oportunidad
única de un cambio profundo: un mundo se derrumba ante nuestros ojos.
¿Qué pasa?
¿Qué está ocurriendo ante nuestros ojos desde hace treinta años, desde 2008,
desde hace unos meses, desde hace unas semanas?
Es una
lección histórica. Debemos abrir bien los ojos, no suele darse la oportunidad
de ver algo parecido. Asistimos al derrumbamiento de un mundo que se convertirá
en escombros.
La
historia económica, en particular la que ha optado por no dejarse limitar
totalmente –hablo de autores como Kindleberger, Minsky o Galbraith- ha
reflexionado desde hace mucho tiempo sobre el inmenso poder destructivo de la
finanza liberal que necesitaba poderosos intereses –obviamente fabricados- de
ceguera histórica para colocar en los raíles ese tren de las finanzas que ya ha
causado tantos desastres; como sabemos, en Francia fue la izquierda que gobernó
la que se encargó. De modo que a la vista de las lecciones de la historia,
desde el primer momento de la desregulación se podía anunciar la perspectiva de
una inmensa catástrofe, aunque sin saber dónde, cuándo o cómo se produciría
exactamente. Dicha catástrofe ha tardado 20 años en sobrevenir. Pero aquí está.
Sin embargo hay que señalar que un escenario que algunos habían previsto a
largo plazo consideraba la hipótesis de una sucesión de crisis financieras
graves, que se recuperarían pero sin resolver ninguna de las contradicciones
fundamentales del mercado de las finanzas, en un orden de gravedad creciente
hasta llegar a «la madre de todas las crisis».
Según ese
esquema, la primera crisis de la serie no tardó ni un año en manifestarse ya
que el gran crac bursátil se produjo en 1987… después del big bang de 1986. Luego las crisis se sucedieron con una frecuencia media de tres
años. Y llegamos a 2007. No fue 2007 y tampoco en 2010. Es ahora cuando el
discurso liberal no hace más que presionar para hacernos tragar la idea de una
crisis de las deudas públicas totalmente autónoma, en principio europea,
imputable a una fatalidad esencial de la indigencia del Estado. Pero obviamente
el hecho generador fue la crisis de las finanzas privadas que se desencadenó en
Estados Unidos, que por otra parte fue una expresión típica de las
contradicciones de lo que podríamos denominar, simplemente, el capitalismo de
baja presión salarial en el que la doble limitación de la rentabilidad
accionarial y de la competencia del libre cambio lleva a los salarios a una
compresión continua y no deja otra solución a la solvencia de la demanda final
que el sobreendeudamiento de los hogares.
Esa
configuración es la que explotó en el sector particular de los créditos
hipotecarios (más conocidos como subprimes) y en un año desestabilizó todo el sistema financiero estadounidense y
después, interconexiones bancarias obligan, el europeo, hasta el «momento
Lehman», donde llegamos al borde del precipicio y hubo que salvar a los bancos.
Y digo que «hubo que salvar a los bancos» porque la ruina completa del sistema
bancario nos habría llevado en cinco días, en el aspecto económico, al «estado
de naturaleza». ¡Pero no se trataba de de salvarlos y después nada! Sin embargo
es lo que han hecho todos los gobiernos conformándose, a partir de 2009, con
anunciar proyectos de volver a la regulación en los que el tono marcial disputa
con la inocuidad. Tres años después la vuelta a la regulación financiera no ha
pasado de una etapa vacilante –lo cual es muy lamentable, ya que el sistema
financiero es todavía más vulnerable que en 2007 y tenemos una crisis muy
superior… Mientras tanto los banqueros rescatados juran que no deben nada a la
sociedad con el pretexto de que la mayoría de ellos han reembolsado las ayudas
de emergencia que recibieron en el otoño de 2008. Naturalmente, para
restablecer su conciencia al mismo tiempo que sus balances financieros, fingen
ignorar la amplitud de la recesión que el choque financiero dejo tras él. Un
choque financiero del que vinieron, en una primera etapa, el hundimiento de los
ingresos fiscales, el recorte automático de los gastos sociales, el crecimiento
del déficit y la explosión de las deudas. Y después, en una segunda etapa, los
planes de austeridad… ¡Exigidos por los mismos financieros a los que se acababa
de rescatar a costa del Estado!
Así pues,
desde 2010 y el estallido de la crisis griega, las finanzas supervivientes
masacran los títulos soberanos en los mercados mientras que el mundo
financiero habría fallecido si los Estados no se hubieran sangrado para
rescatarlo de la nada. Es tan colosal que casi es hermoso… Para rematar la
faena, los mercados exigen a los Estados –y por supuesto lo consiguen-
políticas restrictivas coordinadas que tienen el mérito de llevar a un
resultado exactamente opuesto al que presuntamente se busca: la restricción
generalizada es tal que los ingresos fiscales se hunden tan rápido como se
recortan los gastos, y finalmente las deudas crecen… Pero la austeridad no es
mala para todo el mundo: su excusa perfecta «el problema de las deudas
públicas» permite a la agenda neoliberal acumular progresos espectaculares
impensables en cualquiera otra circunstancia.
Ya lo
hemos entendido, la lección no es tanto económica como política. Por otra parte
es tan sustanciosa que no se sabe por dónde agarrarla. Por una parte tenemos la
extraordinaria posición de poder conquistada por la industria financiera, que
puede obligar a los poderes públicos a socorrerla y después puede volverse
contra dichos poderes públicos especulando con las deudas soberanas, y para
remate rechazar cualquier tipo de regulación seria. Por otra parte está la
fuerza de la agenda neoliberal que, inflexible, sigue su camino en medio de las
ruinas que ha producido: El neoliberalismo nunca ha conocido un avance tan
prodigioso como este gracias… a su crisis histórica, el estallido de las deudas
públicas que ha creado una oportunidad formidable y sin precedentes para
desmantelar el Estado social por medio de los planes de austeridad y el «pacto
del euro». Por todas partes solo se ven grandes regresiones. Finalmente, y
quizá sobre todo, está la crisis histórica de la soberanía, atacada por dos
flancos. Por un lado por los mercados financieros, porque ahora ya es obvio que
las políticas públicas no se conducen (solo) según los intereses legítimos del
cuerpo social, sino según las conminaciones de los acreedores internacionales
convertidos en un «cuerpo social competidor», tercer intruso del contrato
social que ha eliminado de manera espectacular a una de las partes. Y por otro
lado el ataque de la construcción europea, porque «en buena lógica» es
necesario reconducir y profundizar en eso que ya se ha demostrado
convenientemente tóxico: un tipo de modelo europeo que somete las políticas
económicas nacionales por una parte a la tutela de los mercados de capitales y
por otro lado a un mecanismo de reglas cuyo endurecimiento está conduciendo al
despojo absoluto de las soberanías en beneficio de un cuerpo de controladores
(la Comisión) u obligaciones constitucionales («reglas de oro») de las que solo
hay que ver la depresión en la que nos han hundido desde que se vienen
aplicando en 2008 y en la que nos seguimos hundiendo sin remedio…
Pero quizá
la auténtica lección empiece ahora que están a punto de desencadenarse fuerzas
enormes. Si como se podía presentir desde 2010 cuando se lanzaron los planes de
austeridad coordinados, el fracaso macroeconómico anunciado conduce a una
oleada de bancarrotas soberanas, el hundimiento bancario que seguirá
inmediatamente (o que precederá, por un efecto de anticipación de los
inversores) será, al contrario del de 2008, irrecuperable, en cualquier caso
para los Estados, que financieramente ya están rendidos; solo quedará la
alternativa de una emisión monetaria masiva o el estallido de la Eurozona si el
Banco Central Europeo (y Alemania) rechazan la primera solución, En una semana
cambiaremos literalmente de mundo y podrían ocurrir cosas insólitas:
restauración de los controles de capitales, nacionalizaciones inmediatas e
incluso expropiación de los bancos, restablecimiento de los bancos centrales
nacionales –esta última medida firmaría, por sí misma, la desaparición de la
moneda única-, la salida de Alemania (seguida por algunos satélites), la
constitución de un eventual bloque «sureuropeo», o bien el regreso de las
monedas nacionales.
¿Cuándo
sobrevendrá esta conflagración? Nadie puede decirlo con certeza. No podemos
excluir que una cumbre europea consiga por fin golpear lo suficiente para
calmar por un momento la especulación. Pero el tiempo ganado no impedirá que la
macroeconomía haga su trabajo: cuando se imponga, de aquí a seis o doce meses,
la evidencia de una recesión general como resultado de la austeridad
generalizada y los inversores vean que sube sin parar la marea de las deudas
públicas que presuntamente deberían frenar las políticas restrictivas, la
conciencia del atolladero absoluto que aparecerá en ese momento conducirá a los
propios operadores a declarar una «capitulación», es decir, una avalancha
masiva fuera de los compartimentos obligatorios y, por efecto del mecanismo de
propagación cuyo secreto posee la finanza liberalizada, una dislocación total
de los mercados de capitales en todos los sectores.
Y durante
ese tiempo las tensiones políticas se acumularán, ¿hasta un punto de ruptura?
Como en el caso de todos los umbrales críticos del mundo social histórico, no
sabemos previamente dónde se encuentra ni qué es lo que determinará que lo
franqueemos. Lo único cierto es que el despojo generalizado de la soberanía
(por parte del mundo financiero y de la Europa neoliberal) actúa profundamente
en los cuerpos sociales y necesariamente sobrevendrá algo, no sabemos qué. Lo
mejor o lo peor. Percibimos claramente que habría material para reescribir una
versión actualizada de La gran transformación de Karl Polanyi, recuperando la idea
de que los cuerpos sociales atacados por el liberalismo siempre acaban
reaccionando, y a veces de forma brutal, en proporción a lo que previamente han
padecido y «acumulado». En este caso no se trata tanto de la descomposición
individualista derivada de la mercantilización de la tierra, el trabajo y la
moneda lo que podría suscitar esa reacción violenta, como del insulto repetido
al principio de soberanía como elemento fundamental de la política moderna. No
se puede dejar a los pueblos de forma permanente sin su soberanía, nacional u
otra, porque la recuperarán por la fuerza y de una forma poco agradable a la
vista.
La «crisis
de la deuda» en primer lugar es una crisis de la Eurozona, en la que los
desequilibrios se acumulaban, y que la crisis financiera ha desestabilizado.
Por lo tanto se trata de una crisis monetaria aún latente (ya que el euro
todavía no se ha dividido ni ha estallado) pero obvia. El probable hundimiento
del euro podría tomar diversas formas: una forma atenuada con la creación de
dos zonas monetarias –según un reparto entre el norte y el sur (incluida
Francia) o entre el centro (incluida Francia) y la periferia- o una forma más dramática,
con la pulverización del euro y la vuelta a diecisiete monedas nacionales. Al
ser la moneda una construcción política, la cuestión que se plantea es de orden
político: ¿en qué condiciones (políticas) ese hundimiento podría evitar el
triunfo de los sentimientos nacionalistas y xenófobos y, al contrario,
favorecer el acercamiento de los pueblos (o algunos de ellos) para crear nuevas
construcciones (monetarias, financieras, presupuestarias, políticas…)
solidarias? Si en la actualidad es probable la salida del euro, ¿cómo salir
bien?
En primer
lugar me siento muy tentado a repetir los propios términos de la cuestión para
señalar la paradoja de que lo que se denomina concretamente «crisis del euro»
no es en primer lugar una crisis monetaria. Una de las particularidades de los
sucesos actuales es el hecho de que la moneda europea no es objeto de ningún
rechazo, ni por parte de los residentes de la zona ni de los inversores
internacionales, como lo demuestra el hecho de que la paridad entre el euro y
el dólar se mantiene sin apenas fluctuaciones. En cualquier caso tenemos el
hecho de que (de momento) no existe una huida hacia delante del euro, ni
interna ni externa. Y si se diera solo sería el desarrollo terminal de una
crisis cuya naturaleza real es otra. Pero si no es una crisis
estrictamente monetaria, ¿entonces qué es?
La
respuesta es que se trata de una crisis institucional. Es el marco
institucional de la moneda única, como una comunidad de políticas económicas,
el que corre el riesgo de volar en pedazos tras las crisis financieras que
tienen como epicentros las deudas públicas y los bancos. Si explota el euro,
será a continuación de bancarrotas soberanas tales que arrastrarán
inmediatamente a un hundimiento bancario –a menos que este se produzca en solitario
por pura y simple anticipación de los primeros-. En cualquier caso, el centro
del asunto será una vez más el sistema bancario y la imposibilidad de dejarlo
que se arruine sin emprender el proceso de otra forma, una propuesta en la que
hay que repetir sin descanso que el rescate no puede equivaler a «encarrilarlos
y ponerlos en marcha para que sigan andando»; aprovecho para añadir que después
de haberme dado mucho miedo durante mucho tiempo, la perspectiva de este
hundimiento cada vez me parece más agradable, ya que por fin crearía la
oportunidad en primer lugar de nacionalizar íntegramente el sector bancario,
simplemente haciéndose cargo de él, y después reconvertirlo en el sentido de un
«sistema de crédito socializado» (1).
Así, si
nos ubicamos en la hipótesis del hundimiento bancario, la cuestión es saber
cuál es, en ausencia de los Estados arruinados, la institución capaz de
organizar la recuperación financiera de los bancos para que recobren su
actividad de suministradores de crédito. En esta configuración, solo tenemos
una: el Banco Central Europeo, que no solo deberá garantizar un apoyo de
liquidez (que ya es el caso) sino también desembarazar a las entidades de sus
activos desvalorizados, recapitalizarlas y finalmente garantizar los depósitos
y los ahorros. No hace falta decir que a escala de todo el sector bancario es
una operación de creación monetaria masiva que habría que aceptar. ¿Está
preparado el BCE? Bajo la influencia alemana es de temer que no. Sin embargo la
urgencia extrema de restaurar íntegramente los fondos públicos y de restablecer
el sistema de pagos exigirá una actuación inmediata. Es decir, que dar largas
al asunto con las «conversaciones con nuestros amigos alemanes» o volver a
negociar un tratado hace mucho tiempo que han desaparecido de la lista de las
soluciones pertinentes.
Frente a
lo que debemos identificar claramente como retos vitales para el cuerpo social,
un Estado enfrentado a una negativa del BCE tomaría inmediatamente la decisión
de recuperar su propio banco central nacional para que emitiera moneda en
cantidad suficiente y reconstruir rápidamente un pedazo del sistema bancario en
condiciones de operar. Al surgir entonces en el corazón de la Eurozona una o
varias fuentes de emisión de moneda fuera de control, es decir, la creación de
euros «impuros» susceptibles de corromper los euros «puros» que solo el BCE
tiene el privilegio de emitir, Alemania, con el Tribunal Constitucional de
Karlsruhe al frente, decretaría inmediatamente la imposibilidad de permanecer
en semejante «unión» monetaria convertida en una anarquía y la abandonaría a su
suerte, probablemente para rehacer un bloque con algunos seguidores
seleccionados escrupulosamente (Austria, Países Bajos, Finlandia, Luxemburgo).
En cuanto a las demás naciones, tendrían que elegir entre reconstruir un bloque
alternativo o bien regresar cada una a su propio destino monetario, Francia,
por su parte, removiendo cielo y tierra para embarcarse con Alemania… sin la
menor garantía de que la aceptase a bordo…
¿Ese
estallido podría desatar el resurgimiento de los nacionalismos? Este es el
eterno argumento de los amigos de la Europa liberal y de la globalización: la
situación actual o la guerra. Se podría empezar haciéndoles observar que la
situación del continente entre 1945 y 1985, que cualquier prueba a ciegas les
haría considerarla como el infierno económico en la tierra (proteccionismo,
monedas nacionales, soberanías independientes, nacionalizaciones –en particular
de los bancos-) fue de las más pacíficas con respecto a las inquietudes por las
que fingen preocuparse. Siguiendo esta vertiente, también se podría señalar,
con un argumento contrario, que los nacionalismos, separatismos y extremismos
de derecha nunca se han llevado tan bien como desde que los países están
sometidos a la férula de la globalización liberal.
Lo que
quiero decir en realidad es muy simple: hay ciertas formas de
«internacionalismo» que son las peores enemigas del internacionalismo
auténtico. Porque es innegable que el hecho de maltratar, bajo la enseña de la
gran integración económica mundial, a los cuerpos sociales como lo ha hecho la
globalización actual, en primer lugar con el discurso de la «evidencia»
cosmopolita de la nueva oligarquía, acompañada de su desprecio moralizador por
los «tibios» y «replegados sobre sí mismos», es la manera más segura de
enfurecer a la gente. Cuando objetivamente se ubica a los trabajadores de un
país en situación de antagonismo, por ejemplo por la ferocidad de las diversas
formas de la competitividad (comercial o de los territorios por los estándares
sociales), realmente hace falta un candor internacionalista (por no decir una
estupidez supina) por parte de los intelectuales para impartir lecciones sobre
los esplendorosos horizontes del cosmopolitismo. Y es inútil apelar al sentido
de la solidaridad internacional cuando las condiciones concretas del
«internacionalismo» actual han destruido metódicamente dicha solidaridad. Como
todo lo demás, el internacionalismo y la superación de los nacionalismos
necesitan sus posibilidades que son, en primer lugar, materiales. Por los menos
tu pregunta plantea el problema en sus términos pertinentes: los términos de la
constitución y la composición (positiva o negativa) de las afinidades. Existen
sentimientos comunes de pertenencia nacional, y a ese respecto es mejor
atenerse a la lección de Spinoza: ni lamentar ni detestar, sino comprender. Y
también existen posibles sentimientos comunes de clase. Siempre se trata de la
misma cuestión, la de las divisiones, por sectores o transversales, según los
cuales se constituyen las agrupaciones. Cuando los últimos prevalecieron sobre
los primeros pudo aparecer, en efecto, la Primera Internacional.
¿Pero
cuáles son las condiciones de esa prevalencia? Creo que no hay una respuesta
general a esa pregunta. Hablo solo de las afinidades presentes en la coyuntura
considerada. Si por ejemplo observamos la cuestión en el ámbito general de la
globalización, podríamos decir que la dinámica laboral ascendente de los chinos
suscita en los trabajadores mucho interés en la continuación de un régimen de
crecimiento dependiente por ahora de las exportaciones. Y más ampliamente, por
lo tanto, los empuja a un régimen no cooperativo del comercio internacional.
Para que
el sentimiento común supere el arrastre de las afinidades nacionales y nazca el
sentimiento de una solidaridad de clase que pueda agrupar a los trabajadores de
diversos países, sin duda será necesario sacarlos de la relación de antagonismo
objetivamente configurada por las estructuras económicas presentes que las fija
a los intereses respectivos sin ninguna perspectiva de su superación
espontánea. En primer lugar porque los agentes siempre siguen únicamente sus
líneas de interés, y pedirles que se salgan de ellas es una quimera si no se
les proponen intereses de sustitución.
Solidaridad
solo es otro nombre de un alineamiento o una compatibilidad de intereses –donde
la noción amplia de interés no se refiere exclusivamente a los intereses
materiales, aunque también los incluye- Así, tiendo a pensar que un régimen de
proteccionismo moderado que crearía en la economía china incitaciones a caminar
más deprisa hacia un régimen de crecimiento «autocentrado», arrastrado por la
creación de un mercado interior, haría mucho más por los trabajadores chinos y
por la posibilidad de solidaridades salariales internacionales que todos los
llamamientos moralistas a las virtudes del nacionalismo abstracto. Porque ese
es el drama de esa idea «internacionalista»: me pregunto si se puede decir lo
que decía Deleuze de los Derechos Humanos: «Es un gran concepto, ¡tan grande
como un solar!». Su carácter abstracto le condena a la categoría de lo que
Spinoza denomina «ideas generales», un ente imaginario que flota en el aire sin
ningún anclaje en situaciones históricas concretas. Y cada vez más, la
discusión internacionalista separada las afinidades particulares me parece un
perfecto sinsentido.
¿Qué
señala entonces el diagnóstico europeo actual? Que nada impide a priori pensar
en la creación de una unión monetaria… siempre que no se le de la peor
configuración posible, ¡la de Maastricht-Lisboa! Para todas las convulsiones
que seguirán, el estallido del euro al menos tendrá el mérito de librarnos de
ese flagelo institucional y volver a crear las condiciones de una construcción
alternativa. ¿Se aprovechará la oportunidad? Y si es así, ¿quién la
aprovechará? Lo único que se puede decir es que la salida de Alemania
eliminaría la dificultad principal, la que procede de haber sometido todo a la
construcción de las obsesiones idiosincrásicas de uno solo –otra vez una
cuestión de sentimientos colectivos y su compatibilidad-, a la que siguieron la
independencia del Banco Central, la exposición por principio de las políticas
económicas a los mercados de capitales y su encuadre en normas automáticas antidemocráticas.
Hoy vemos que en ese marco institucional la moneda europea, no la idea de una
moneda europea en sí misma, ha terminado resultando trágicamente odiosa a los
pueblos, ¡con razón! Por poco que se proponga un encuadre institucional que
evite el maltrato económico y político del euro, una nueva moneda europea
podría nacer, en principio en la propia estela de la anterior. Si se piensa, la
tarea es muy simple –se deduce de la inversión radical de las características
del euro actual- y que tenga como única directriz el respeto escrupuloso al
principio de soberanía. En resumen:
1) Excluir
a los mercados financieros de la financiación de los déficit públicos, es
decir, su intrusismo en el contrato social y su capacidad de fracturarlo.
2)
Eliminación de las reglas automáticas de las políticas económicas y restitución
de las instituciones políticas unificadas completamente soberanas.
3) Anular
el estatuto de independencia del Banco Central y restituirlo al perímetro de la
soberanía democrática.
¿Y si no
encontramos la voluntad política para semejante reconstrucción ni dinámicas
comunes para apoyarla? Entonces obviamente volveremos a las monedas nacionales,
hecho que hay que calificar justamente: no como una catástrofe nacionalista
real, sino como una ocasión perdida. Se puede, es mi caso, encontrar
preferibles los proyectos de superación de las naciones actuales porque, con un
buen encuadre institucional, crece el poder individual y se amplían las
oportunidades de paz. Pero si solo se puede elegir entre los encuadres que
generan violencia económica y los que niegan la soberanía política por un lado,
o las soluciones nacionales por otra parte, personalmente no dudaría ni un
momento. Con la condición de ver, por lo menos, que las empresas «de
superación» finalmente son proyectos de reconstrucción nacional pero a una
escala ampliada. Por poco que se tome como guía absoluta el principio de
soberanía, es decir, admitiéndolo intrínsecamente, se puede denominar nación a
cualquier conjunto que se propone desplegarlo y por lo tanto llegar mejor a la
idea de que la «nación» así redefinida es un principio abstracto pero
insuperable, incluso para quienes piensan en su evolución: la nación-mundo,
pero con la condición de pretender hacer política únicamente en la coyuntura actual.
¿Cómo ha
reconfigurado la crisis el campo de los (pocos) economistas franceses de
izquierda?
Por
primera vez se ha organizado, ¡es un acontecimiento! Se ha organizado en dos
planos. En primer lugar en el sentido de la intervención en el debate público
respecto a la política económica: esos son los «economistas aterrorizados». Por supuesto existen economistas críticos que participan en el debate
público, aisladamente o en organizaciones como Attac o la Fondation Copernic,
pero es la primera vez que un grupo se constituye en calidad de economistas y
para nosotros además es una manera de decir que la profesión, muy justamente
cuestionada por sus increíbles errores cuando no por sus compromisos de todo
tipo, no está totalmente infectada. Después los economistas de izquierda
también se han organizado académicamente creando la AFEP (Asociación Francesa
de Economía Política) desmarcada, de forma totalmente deliberada, de la oficial
AFSE (Asociación Francesa de Ciencia Económica), donde de paso vemos que las
diversas formas de nombrar una disciplina son cualquier cosa menos neutras.
Todavía más que los «aterrorizados» la AFEP señala, en un registro más
legitimador, que no existe una única «comunidad» de economistas. También indica
que existe un vínculo entre las opciones intelectuales dominantes en el campo
de los economistas y la debacle general que se desarrolla ante nuestros ojos.
Denuncia la tremenda falta de pluralismo de un universo «científico» que sin
embargo como tal se le supone abierto al debate intercrítico.
Sé que
todas estas pueden parecer consideraciones sofisticadas hechas únicamente para
interesar a los pertenecientes al sector, pero al mismo tiempo hay que ver con
claridad cuáles son las consecuencias muy concretas –y muy devastadoras- en el
exterior: la ciencia económica dominante ha contribuido considerablemente a
crear el mundo financiero contemporáneo y los mercados de las finanzas, también
es esa ciencia la que informa las políticas económicas de austeridad; su papel
en el desastre histórico es abrumador.
El
encarnizamiento con el que los economistas ortodoxos han emprendido la
erradicación, hay que hablar en estos términos, de cualquier diferencia
heterodoxa y cualquier pensamiento crítico, es impresionante. Son asuntos
totalmente concretos, muy mezquinos vistos desde fuera, pequeñas y siniestras
historias de puestos, becas de doctorado, coloquios y publicaciones. Y hay que
decir, por ejemplo, que no aparece ni un solo heterodoxo como agregado de
Ciencia Económica, ni uno solo promocionado al grado de director de
investigación entre los heterodoxos del CNRS, y que incluso después de la
crisis está política de erradicación continúa con más fuerza.
Obviamente
esos hechos solos no bastan para organizar la desaparición de la heterodoxia
por puro y simple desgaste demográfico. Aunque alguien pueda poner límites a
los estudiantes de doctorado, ¡no puede hacerlos desaparecer! Pero las
condiciones de entrada en las instituciones académicas son atrozmente adversas
para los jóvenes doctores heterodoxos que necesitan ser santos –o locos- para
lanzarse. Sin embargo hay que informar de todo esto a ese veredicto intelectual
que va a aparecer inevitablemente y no dudará ni un momento en declarar que
todo es exacto en el pensamiento heterodoxo y todo falso en el ortodoxo. Y
buena suerte a los que siguen creyendo que la Ciencia (en cualquier caso la
Económica) es un universo de espíritus puros.
Aquí se ve
que la autonomía y el repliegue sobre sí mismo del sector, cosas que
generalmente se cuentan entre sus virtudes, se vuelven contra él: el enorme
impacto de la crisis casi no ha producido ningún efecto. ¡Ahí tenemos incluso a
la reina de Inglaterra!, que al menos se muestra majestuosamente sorprendida de
que ninguno de los distinguidos y acomodados economistas con los que cuenta el
reino (sus heterodoxos, como los nuestros, viven en bodegas) viese venir
y el golpe y anunciara el terremoto. Y los economistas de la Royal Academy se
han visto obligados responder. No se puede decir que haya salido gran cosa,
pero al menos han tenido que explicarse un poco. ¡En Francia nada de nada! Los
mismos siguen con sus coloquios de que no cambie nada en sus pequeños modelos y
la caza a los heterodoxos continúa a toda máquina.
Me dirán
que exagero un poco al sostener que no pasa «nada», y eso no es totalmente
inexacto, antes, en estas mismas columnas, he previsto el derrocamiento de la
hegemonía de la teoría neoclásica y su sustitución por el paradigma de la «neuroeconomía
del comportamiento» (2). Sin embargo sería un error creer que se produciría un
cambio intelectual o político… Y como me resulta imposible explicar con detalle
aquí el porqué, me contento con una gran elipse invitando a las personas a
descubrir la Allianz Global Investors Center for Behavioural Finance. Ahí verán
a los más famosos neuroeconomistas ocultos tras los más importantes inversores
institucionales del mundo y por lo tanto deberán, por anticipación, saber a qué
atenerse. Sí, los viejos ortodoxos colaboraron con el mundo financiero que ha
acabado hundiéndose, ¡pero los nuevos solo tienen que ocupar su lugar!
¿Es útil y apropiado el término
«neoliberalismo» para designar lo que conforma la singularidad de todas o parte
de las transformaciones contemporáneas del capitalismo? ¿Qué caracteriza al
neoliberalismo y qué papel desempeñan las finanzas y la deuda en su propia
lógica? Curiosamente, como puso de relieve Maurizio Lazzarato (3), en su
genealogía del pensamiento neoliberal que contribuyó a entender mejor la
novedad del neoliberalismo, a no ver ya en él solo una vuelta al laisser-faire del siglo XIX, Michel Foucault no otorga ningún papel a la cuestión de
las finanzas y de la deuda…
Nunca me
ha parecido muy pertinente juzgar una declaración por lo que deja de lado,
salvo si es evidente que la ausencia tiene un claro valor de síntoma o bien
perjudica de forma decisiva la intención demostrativa del autor. Por
consiguiente, no se podrá reprochar a Foucault que no haya analizado exhaustivamente
el neoliberalismo, con más motivo en la época en la que se publicó el Nacimiento de la biopolítica, mientras
que ahora todavía estamos en el inicio del proceso y habría sido necesaria una
enorme clarividencia para anticipar todas sus repercusiones futuras. Recuerdo,
por ejemplo, que el desmoronamiento de la tasa de ahorro de los hogares
estadounidenses y el aumento de su tasa de endeudamiento, hecho característico
por excelencia del capitalismo neoliberal, solo se produjeron a partir de 1984-1985,
y en Francia hubo que esperar hasta mediados de la década de 1990, momento de
la instalación en un régimen de «franca» globalización. Sin embargo, es
indudable que Maurizio Lazzarato tiene razón en una cosa: si el neoliberalismo
se comprende no como una simple configuración de amplias licencias sino como un
régimen de normalización positiva, entonces, evidentemente, hay que incluir en
él todos los efectos de la deuda. Va a parecer que caigo en el ecumenismo fácil
(y sin embargo, ¡lo pienso de verdad!): hay que reprochar menos a Foucault
haber olvidado la deuda y las finanzas que agradecer a Lazzarato haberlas
añadido al cuadro de conjunto. Queda la cuestión de si el período actual cae
completa y exclusivamente bajo el concepto de neoliberalismo tal como lo ofrece
el pensamiento de Foucault. Seré un poco más reservado sobre este punto.
Es cierto
que la insistencia de Foucault en deshacer una visión de las instituciones a
las que solo conoce bajo el prisma de la negatividad, para hacerlas aparecer
finalmente en el positivismo de su producción normativa permite captar una
característica muy profunda del periodo actual (los sectores de la sociedad
sometidos al azote del poder normalizador de la evaluación saben algo de ello).
Sin duda era útil percibir esta productividad de las instituciones, sobre todo
estatales, para no cometer el error de asimilar el neoliberalismo a un
liberalismo clásico simplemente intensificado («ultra» como han dicho muchos).
Por consiguiente, no hay duda de que hay novedad en este «liberalismo», lo que
justifica plenamente el prefijo, y aunque al principio probablemente era
necesario «retorcer el palo en el otro sentido», tampoco habría que olvidar
todo lo que el régimen actual ha conservado del liberalismo clásico entendido
como eliminación de los dispositivos de contención que permiten retener el
impulso de los poderes privados. Así pues, no comparto la idea de que era un
total contrasentido la lectura «liberalista» del neoliberalismo. Evidentemente,
carece del positivismo normalizador de lo «neo» y de la instauración de un
régimen disciplinario muy particular, pero a pesar de todo capta la
prolongación y profundización de los rasgos del liberalismo más clásico: el
hecho de deshacer los marcos institucionales, reglamentarios y legales que
constreñían las acciones de los agentes y los frenaban (en todo caso a los más
poderosos) de llevar su beneficio más allá de un determinado límite afecta
decisivamente a la distribución de los recursos de poder en la sociedad y,
sobre todo, a la relación de fuerza capital-trabajo.
Está muy
claro que esta relación cambia por completo según se pase de una economía en la
que los derechos de aduana hacen que reine un proteccionismo moderado, donde el
régimen de inversiones directas está bajo un control estricto, las finanzas
rigurosamente encuadradas y compartimentadas en unos espacios reglamentarios
nacionales, los bancos vigilados y (a menudo) nacionalizados, la Bolsa y el
poder accionarial son casi inexistentes, a una economía en la que el libre
comercio hace que actúe con la mayor violencia posible la competencia entre
espacios con estándares socioproductivos abismalmente diferentes, en la que el
régimen de inversiones directas totalmente liberalizado desencadena el chantaje
de las deslocalizaciones, en la que las finanzas están desreguladas (¿hay
necesidad de alargarse al respecto?), y en la que el poder accionarial es el
amo de las empresas.
Ahora
bien, las dinámicas económicas-políticas que se establecen debido a estas
transformaciones estructurales proceden en primer lugar, muy clásicamente, de
la liberación de los arranques de fuerza privados, debido al descenso de las
retenciones institucionales. Para decirlo más simplemente: de una extensión del laisser-faire y ello incluso si esta extensión no se operasponta sua sino que
supone la intervención desreguladora, exógena, de las políticas públicas,
nacionalmente o por medio de tratados europeos, acuerdos y organismos
internacionales interpuestos (OMC, AGCS, etc.). Sin embargo, en todo caso
muchos de los fenómenos del período actual dependen en primer lugar de este
efecto de ampliación del conjunto estratégico de los agentes (¿cuál es la
libertad de las acciones lícitas que se les ofrecen?) de tal modo que,
evidentemente, solo beneficia a los más poderosos. Una vez que estos últimos
pueden hacer cosas que les estaban prohibidas, las harán si pueden obtener
beneficio. Si deslocalizar (o amenazar con hacerlo) ayuda a ganar en los
salarios y en las condiciones de trabajo, deslocalizarán; si la conminación de extraer
cada vez más rentabilidad de los propios capitales permite intensificar la
productividad, conminarán a hacerlo, y así sucesivamente.
Con todo,
más que oponer los efectos de lo «neo» y de lo «veterano» hay que articularlos:
el efecto «laisser-faire» es lo que mantiene el efecto «normalización».
Primero hay que rebajar la negatividad de los cuadros institucionales
preexistentes y que los dominantes hayan extendido su conjunto estratégico para
poder instaurar nuevos positivismos normalizadores. Las normas de evaluación
que destrozan tantos sectores de la sociedad tienen sin duda su origen en la
revolución financiera que ha impuesto y difundido por todas partes sus propios
esquemas normativos (rating, reporting, benchmarking…). El paradigma de la evaluación permanente es las finanzas liberalizadas
que, como su nombre indica, han sido… ¡liberalizadas! Para que aparecieran
estos esquemas, primero hubo que eliminar unas barreras que restringían la
libertad estratégica de los inversores. Descompartimentar, desregular,
desintermediar o desnacionalizar han sido los requisitos previos del nuevo
positivismo normalizador de las finanzas y todas estas cuestiones tienen que
ver con la cuestión (negativa) de los límites. Así que quizá habría que dotarse
de un nuevo concepto de la actual configuración del capitalismo: no se trata
simplemente del neoliberalismo en el sentido «foucaultiano» que ha adquirido a
partir de ahora el término, sino de (torciendo y luego enderezando el palo)
algo que sería a partes iguales «neo» y «ultra».
Hay algo de «demente», de asombroso en todo
esto, en nuestra incapacidad colectiva para detener la catástrofe en curso. ¿Es
apropiado el calificativo de «suicidas» aplicado a las «élites» políticas y
económicas? ¿Cómo es posible sociológicamente semejante hybris*? ¿Cómo se fabrican unas élites tan
«dementes»?
En general
es un buen método recurrir lo más tarde posible, e incluso no hacerlo, a las
categorías de la psicopatología para dar cuenta de un fenómeno social, aunque
hay que reconocer que en este caso no se puede evitar pensarlo… Entre
consternado y sarcástico Marx ya subrayaba en El 18 Brumario de Luis Bonaparte la
incapacidad de la burguesía de superar sus intereses más «mezquinos e indecentes». Siglo y
medio después seguimos sin poder afirmar que la racionalidad, aunque sea la de
los intereses particulares de los dominantes, sea el motor de la historia. En
cierto modo, hay que quedarse con la mejor parte: a fin de cuentas, como la
catástrofe es sin lugar a dudas el modo histórico más eficaz de destrucción de
los sistemas de dominación, la acumulación de los errores de las «élites»
actuales, incapaces de ver que sus «racionalidades» a corto plazo sustentan una
gigantesca irracionalidad a largo plazo es lo que nos permite que esperemos ver
que este sistema se desmorona en su conjunto.
Es cierto
que la hipótesis de la hybris, entendida como principio de «ilimitación», no carece de valor
explicativo. Además, es una manera de volver a la discusión precedente sobre el
neoliberalismo o, más bien, sobre lo que subsiste en él de «veterano» e incluso
de «ultra». Y es que, efectivamente, es la destrucción de los dispositivos
institucionales de contención de fuerzas lo que empuja irresistiblemente a las
fuerzas a propulsar su impulso y retomar la marcha para empujar más todo lo
lejos que sea posible. Y, en efecto, hay algo similar a una embriaguez del
avance para hacer perder toda medida y volver a instaurar la primacía de lo
«indecente» y de lo «mezquino» en la «racionalidad» de los dominantes. Así, un capitalista
que tuviera una visión a largo plazo no habría tenido dificultades en
identificar al Estado del bienestar como el coste final y relativamente
moderado de la estabilización social y de la consolidación de la adhesión al
capitalismo, es decir, un elemento institucional útil para preservar el dominio
capitalista (¡del que, sobre todo, no hay que deshacerse!). Evidentemente, en
cuanto sintieron que se debilitaba la relación histórica de fuerzas (la cual
tras la Segunda Guerra Mundial les había impuesto la Seguridad Social), lo que,
sin embargo, era lo mejor que les podía pasar además de contribuir a garantizar
treinta años de crecimiento ininterrumpido, los capitalistas se apresuraron a
recuperar todas las concesiones que habían tenido que hacer. En Estados Unidos
los conservadores, que no tienen miedo a mostrarse como son, dieron el nombre
más claro a esta perspectiva de reconquista: «a roll back agenda…» [Una
agenda de anulación].
Con todo,
habría que preguntarse por los mecanismos que en la mente de los dominantes
convierten unos enunciados que de entrada están burdamente tallados según
sus intereses particulares en objetos de adhesión sincera, asumidos de manera
generalizada. Y puede que para ello haya que volver a leer la proposición 12 de
la III parte de la Ética de Spinoza según la cual «el espíritu se esfuerza por imaginar qué
aumenta la capacidad de actuar de su cuerpo», que más explícitamente se
traduciría por «nos gusta pensar lo que nos alegra (lo que nos conviene, lo que
es adecuado a nuestra posición en el mundo, etc.)». No cabe duda de que existe
un placer intelectual del capitalismo en pensar según la teoría neoclásica que
la reducción del paro pasa por la flexibilización del mercado del trabajo. Lo
mismo que hay uno del financiero en creer en la misma teoría neoclásica según
la cual el libre desarrollo de la innovación financiera favorece el
crecimiento. El endurecimiento en enunciados de validez completamente general
de ideas de entrada manifiestamente formadas junto a los intereses particulares
más groseros sin duda encuentra en esta tendencia su ayuda más poderosa. Por
ello cada vez es más difícil distinguir entre imbéciles y cínicos ya que los
primeros mutan casi fatalmente para adoptar forma de los segundos. Si se
observa con atención, no se encuentran individuos tan «limpios» (habría que
decir tan íntegros) como Patrick Le Lay de TF1 [la cadena de la televisión
nacional francesa] que, poco decidido a complicarse la vida con las doctrinas
inútiles y falsamente democráticas de la «televisión popular», declaraba sin
ambages que no tenía otro objetivo que vender a los anunciantes tiempo de
cerebro disponible; ruda franqueza que quizá tengamos que agradecerle: al menos
sabemos a quién tenemos ante nosotros y es una forma de claridad que no deja de
tener mérito.
Por lo
demás, hay resistencias doctrinales fáciles de entender. Las finanzas, por
ejemplo, no se rendirán nunca. Dirán y harán cuanto puedan para desbaratar los
más mínimos intentos de re-regularización. ¡De hecho, lo hacen muy bien! Para
convencerse de ello no hay más que ver la espantosa indigencia de las
veleidades reguladoras, como atestigua el hecho de que desde 2009 se ha hecho
tan poco que la crisis de las deudas soberanas vuelve a amenazar con acabar en
un desmoronamiento de las finanzas internacionales. Nada es más fácil de
entender: un sistema de dominación nunca entregará las armas por sí mismo y
buscará perpetuarse por todos los medios. Es fácil pensar que los hombres de
las finanzas relancen el sistema que les permite embolsarse los astronómicos
beneficios de la burbuja y dejar los costes de la crisis a todo el cuerpo
social, obligado por los poderes públicos interpuestos a socorrer a las
instituciones financieras, a no ser que perezca él mismo por el desmoronamiento
bancario. ¡Simplemente, hay que ponerse en su lugar! ¿Quién aceptaría
renunciar? Incluso habría que decir más: es una forma de vida lo que defienden
estas personas, una forma de vida en la que entran tanto la perspectiva de unos
inauditos beneficios monetarios como la embriaguez de operar a escala
planetaria, de mover cantidades colosales de capital, por no hablar de los
extras más caricaturescos pero muy reales del modo de vida de los «hombres de
los mercados»: chicas, cochazos, drogas. Todas estas personas no abandonarán
así como así este mundo maravilloso que es el suyo, habrá que actuar para que
lo suelten.
En
realidad, donde el misterio se oscurece verdaderamente es en el papel del
Estado. Encargado de la socialización de las pérdidas bancarias y de la limpieza
de los costes de la recesión, literalmente rehén de las finanzas cuyos riesgos
sistémicos está obligado a reparar, ¿no debería ser el más interesado en cerrar
de una vez por todas la leonera de los mercados? Parece que plantear así la
pregunta sea responderla, pero solo lógicamente, es decir, desconociendo
sociológicamente la forma de Estado colonizado que es la propia del bloque
hegemónico neoliberal: los representantes de las finanzas se encuentran en ella
como en casa. La interacción, hasta la completa confusión, de las elites
políticas, administrativas, financieras, y a veces mediáticas, ha llegado a tal
grado que la circulación de todas estas personas de una esfera a otra, de una
posición a otra, homogeneiza completamente, salvo diferencias mínimas, la
visión del mundo compartida por este confuso bloque. La fusión oligárquica –y
casi habría que entender la palabra en su sentido ruso– ha llevado a la
anulación de la diferenciación de los compartimentos del campo del poder y a la
desaparición de los efectos de la regulación que venía del encuentro, a veces
de la confrontación, de gramáticas heterogéneas o antagonistas. Así, sin duda
con la ayuda de un mecanismo de atrición demográfica, se ha visto, por ejemplo,
la desaparición del hábito del hombre de Estado en la forma que adoptó tras la
Segunda Guerra Mundial, ya que la expresión «hombre de Estado» ya no hay que
comprenderla en el sentido usual de «gran hombre» sino de aquellos individuos
portadores de las lógicas propias de la fuerza pública, de su gramática de
acción y de sus intereses específicos. Los altos funcionarios, que antaño eran
hombres de Estado porque estaban consagrados a las lógicas del Estado y
determinados a hacerlas valer frente a las lógicas heterogéneas (como, por
ejemplo, las del capital o de las finanzas), son una especie en vías de
extinción y los que hoy «entran en la carrera» no tienen más horizonte
intelectual que replicar de forma servil (y absurda) los métodos de lo privado
(de ahí, por ejemplo las monstruosidades tipo «RGPP», Revisión General de las
Políticas Públicas), ni más horizonte personal que abandonar el servicio al
Estado para pasarse a lo privado, lo que les permitirá integrarse encantados en
la casta de las élites indiferenciadas de la globalización. Así, los dirigentes
nombrados a la cabeza de lo que queda de empresas públicas no tienen nada más
urgente que hacer que cargarse el estatuto de estas empresas y llevarlas a la
privatización para reunirse por fin con sus camaradas y retozar a su vez en los
mercados mundiales, de las finanzas de las fusiones-adquisiciones y,
«accesoriamente», de los bonos y de las stock-options.
Este es el
drama de nuestros días, que a nivel de estas personas a las que seguimos
llamando «élites» (nos preguntamos por qué dado lo abrumador que es su balance
histórico) ya no hay en ninguna parte ninguna fuerza de llamada intelectual
susceptible de crear un discurso contrario. Y el desastre es completo cuando
los propios medios de comunicación han sido arrastrados, y desde hace tanto
tiempo, por el corrimiento de tierras neoliberal; lo más extravagante pretende
reconducir a los editorialistas, cronistas, expertos semivendidos y toda esta
banda que se presenta como los preceptores ilustrados de un pueblo obtuso por
naturaleza e «ilustrable» por vocación. Se habría podido imaginar que el
cataclismo del otoño de 2008 y el desmoronamiento espectacular de las finanzas
llevaría a una gran limpieza de todos estos locutores que emergían harapientos
de las humeantes ruinas, pero ¡No hubo nada de eso! ¡Ninguno se movió! Alain
Duhamel sigue pontificando en Libération; este mismo periódico, en un intento
desesperado de hacer olvidar sus décadas liberales, sigue confiando una de sus
secciones más decisivas, la sección europea, a Jean Quatremer que ha llenado
metódicamente de mierda a todas las personas que denunciaban las taras, ahora
visibles para todos, de la construcción neoliberal de Europa. En France Inter, Bernard Guetta sobrepasa por la
mañana todos los récords de incoherencia (habría que ponerle delante lo que
dijo hace cinco años escasos, no digo ya en 2005, famoso año del tratado
constitucional europeo…). El programa semanal de economía de France Cultureoscila entre lo hilarante y lo
desolador al insistir en dar la voz a quienes han sido los más fervientes
apoyos doctrinales del mundo que se está desmoronando, como por ejemplo Nicolás
Baverez, que sin duda es el más gracioso de todos y que se ha apresurado a
sermonear a los gobiernos europeos y a conminarles al rigor más extremo antes
de darse cuenta de que era otra burrada. Y todas estas personas sacan pecho con
la impunidad más perfecta, sin que sus jefes les retiren jamás una crónica, ni
el micro, ni siquiera les pidan que se expliquen o den cuenta de sus discursos
pasados. Este es el mundo en el que vivimos, el mundo del autoblanqueamiento
colectivo de los deslices.
¿Cómo
entender también que lo que ocurre no produzca una indignación o una cólera aún
mayor, más decidida, más organizada? Funciona algo parecido a una «fábrica de
impotencia», cuya eficacia supera por el momento nuestra capacidad de
transformar nuestra indignación en capacidad de actuar colectivamente. ¿Cuáles
son los resortes de esta fábrica de impotencia?
En efecto,
este es un misterio que tendría que aclarar la sociología o la ciencia política…
Pero si se me permite aventurar algunas intuiciones, para empezar me pregunto
si no habría que plantear el problema justo al revés: lo que hay que comprender
no es que no haya un movimiento de indignación, ¡sino que a veces se produzca!
Temo que deplorar la inercia o la apatía de las masas no procede de un
sociocentrismo típico de la skhole intelectual o militante, es decir, de personas que tienen tiempo libre,
para unos de adoptar el punto de vista de Sirius y para otros de pensar
sistemáticamente en el paso a la acción puesto que el paso a la acción es por
definición la esencia misma de su actividad. Podrá parecer que es un argumento
ramplón, pero tiene las sólidas propiedades de un materialismo rústico: ¿en qué
tiene posibilidad la gente de ocupar su tiempo? Aparte de las minorías
intelectuales y militantes, el mundo se divide entre los gobernantes cuya
actividad a tiempo completo es dirigir la vida de los demás y los gobernados
que dedican lo esencial de su tiempo a ocuparse de su reproducción material y
de hecho se remiten en todo lo demás a la pasividad de aquellos que les rigen.
Esta elemental asimetría temporal entre organizadores, delegados y pagados a
tiempo completo para organizar, y los «organizados», acaparados «oportunamente»
por las necesidades de su propia supervivencia, es la garantía más segura de la
estabilidad del poder por medio de un simple efecto de saturación temporal. Los
militantes, en todo caso aquellos que no son activistas profesionales,
remunerados como tales por una organización, saben bien lo que cuesta en
fatigas suplementarias o en poner en tensión su vida personal el hecho de salir
de la pasividad a la que normalmente les condenaría su condición material:
después de ocho horas diarias de trabajo, los «organizados» solo tienen
intersticios (la última hora de la tarde, a veces las noches, los fines de
semana) para encontrar peros a los organizadores, los cuales, después de haber
«organizado», se van a dormir. La fuerza de gravedad resultante de esta
división del trabajo es el segundo plano que hay que tener en mente para darse
cuenta en primer lugar de hasta qué punto es milagroso el que surja un
movimiento social de cierta magnitud, en todo caso para darse cuenta de todos
los obstáculos, temporales, es decir, materiales, que ha tenido que vencer.
Por si
fuera poco, hay que contar con muchas otras dificultades. Y, sobre todo, con
todas las que se podrían incluir en la categoría general de la traición de los
mediadores. Para empezar, la de los mediadores mediáticos, que trabajan para
que pasen por normales (conformes al orden de las cosas o a las instrucciones
de la «razón») las situaciones más anormales. Pero habría que tomarse el tiempo
de hacer un análisis completo de los mecanismos que llevan a los mediadores
mediáticos a no mediatizar nada ya, es decir, a mantener en la invisibilidad
las situaciones sociales y sus verdaderos determinantes (cuya sola exhibición
bastaría para alimentar furores legítimos) y hacer que los análisis críticos
sean inaudibles (excepto algunas excepciones sistemáticamente subrepresentadas,
cuando no se declaran excluidas por principio a menos que se les ofrezcan unos
formatos tan pobres que no tienen la menor oportunidad de «tener efecto»).
Debido a ello los medios de comunicación son gestores del bien colectivo del
acceso necesariamente enrarecido a la arena pública y por ello se deben a una
obligación de diversidad, incluso habría que decir a una obligación de
asimetría de la que se debería beneficiar la crítica puesto que el orden social
se beneficia ya de toda la asimetría contraria de las fuerzas de la dominación.
Pero en
cierto modo han privatizado este bien colectivo en beneficio de una ínfima
minoría de preceptores que, excepto algunas diferencias insignificantes, tienen
todos ellos el mismo lenguaje, y por medio de su homogeneidad añaden la
dominación simbólica a la dominación material. De modo que, a través de los
medios de comunicación supuestamente mediadores pero definitivamente
olvidadizos por su vocación, ya no ocurre nada sino solo aquello que celebra,
anima o bien rehabilita sin cesar al orden neoliberal, y ello, hoy de forma muy
espectacular, en contra incluso de las crisis más estrepitosas de este último.
Debo confesar que a veces pienso que un despido masivo de la pandilla editorialista
y experta presente podría producir al instante unas consecuencias políticas
importantes: imaginen los efectos posibles de la denuncia repetida del carácter
odioso del poder accionarial, de su responsabilidad directa en los sufrimientos
de los trabajadores (hasta llevar al suicidio), la demostración insistente
de la inanidad de las políticas de austeridad o incluso el cuestionamiento
sistemático de determinados partidos (de «izquierda») que se niegan
obstinadamente a incluir seriamente en su agenda problemas como la Europa
liberal o la globalización. Pero igualmente confieso que probablemente esta sea
una experiencia de pensamiento ociosa y a varios títulos.
En el
orden de las traiciones mediáticas (lato sensu), sin embargo, la peor es
sin duda la de los mediadores políticos: partidos de oposición que ya no se
oponen a nada o burocracias sindicales que se han convertido en expertas en
perder en las arenas las cóleras populares. ¿Es útil consagrar un cuarto de
hora de más a la anatomía patológica del Partido Socialista? Se puede evitar
difícilmente aunque sea en la perspectiva de las elecciones presidenciales y
para constatar que para esta edición el candidato Hollande se pone a ello no
ocho días antes de la segunda vuelta, como exigía hasta ahora un ligero reflejo
de vergüenza, sino ocho meses antes de la primera para ofrecer una alianza con
los centristas, peripecia anecdótica a primera vista, pero de hecho un atajo
fulgurante que señala todo o casi todo lo que se puede esperar de una
hipotética presidencia socialista en materia de transformación económica y
social: nada. Ya se ha dicho todo sobre el compromiso histórico de la
socialdemocracia, especialmente francesa, con el neoliberalismo, pero para
cerrar lo más rápidamente posible este lamentable capítulo se puede medir el
grado de fracaso histórico de un partido que todavía osa llamarse «socialista»
por su incapacidad para poner en tela de juicio al capitalismo neoliberal en el
momento en el que su crisis apoplética abre una ventana de oportunidad histórica
sin parangón (y uno acaba por preguntarse qué tipo de acontecimiento, qué grado
de devastación se necesitaría ahora para que en esta materia el encefalograma
socialista emita un nuevo un bip).
Por
consiguiente, el drama actual del período se debe a la ausencia de cualquier
fuerza política en torno a la cual hacer que se precipiten los efectos comunes
de cólera e indignación. Y este es el problema: no hay que sobrevalorar la
capacidad de las multitudes para auto-organizarse a gran escala. El periodo actual
lo demuestra a contrario puesto que ninguno de los cuerpos sociales maltratados por las políticas
de austeridad ha superado todavía el estadio de las manifestaciones esporádicas
y sin continuidad para entrar en un movimiento de sedición generalizado. Sin
duda se enfadarán conmigo los amigos de la multitud libre sujeto de la
historia, pero me pregunto si para manifestar su propia fuerza política este no
necesita un «polo» que focalice y condense y que la haga «coherente». Salvo que
siga siendo difusa, la multitud necesita unos puntos focales en los que «las
cosas se precipiten», por medio de los cuales adquiera consistencia y
conciencia de sí misma, aunque no ignoro en absoluto todo lo que puede pasar a
continuación de captación y de desposesión a partir de estos puntos focales…
pero, a fin de cuentas, no es aquí donde se va a solucionar el problema de la
horizontalidad democrática, aunque al menos se pueda decir que, precisamente,
esta última es un problema y no una evidencia. Por el momento, a falta de auto-organización
constatada y de fuerza política susceptible de crear un polo constituyente o
agregador, solo quedan las cóleras difusas, no coordinadas, incapaces de unirse
a falta de lugar.
Y no es
con las direcciones sindicales con las que hay que contar. O si hay que contar
con ellas es más bien para producir los resultados exactamente inversos, es
decir, devolver al polvo los gérmenes de cólera en vías de fusión. Y es que es
necesario un cierto talento en el orden la negatividad para haber volatilizado
tan artísticamente la energía de las movilizaciones masivas [en Francia] de
enero-marzo de 2009 y de las jubilaciones en otoño de 2010. No se sabe si hay
que invocar el dogma (absurdo) de la separación de lo «sindical» y de lo
«político» (como si la acción en las cuestiones sociales no tuviera un carácter
profundamente político) o bien (sobre todo) el compromiso de las instituciones
sindicales, como tales integradas orgánicamente en el juego institucional
general y que se han vuelto incapaces de salir de él para ponerlo en tela de
juicio. Pero el hecho está ahí: la formidable efervescencia de cólera que hizo
salir a la calle a millones de personas en 2009 y 2010 y que más allá, por
ejemplo, de la ocasión formal de las jubilaciones tenía el móvil manifiesto del
rechazo de cualquier modelo de sociedad, no solo no ha encontrado ningún líder
sindical (o político) para verbalizar su verdad, sino que ha sido dilapidado
conscientemente por las vías habituales de la deambulación tan ritual como
inofensiva por barrios cuidadosamente elegidos para no albergar ningún punto
caliente simbólico (¿quién ha visto en el trayecto République - Nation el
menor ministerio, una sede de banco o de un gran medio de
comunicación?). Me digo a mí mismo que, siguiendo por este bonito camino,
pronto no habrá más que acercarse al Bosque de Vincennes: se habrá molestado a
algunas ardillas y se volverá de la manifestación con la sensación de haber
tomado el aire…
¿Qué es lo que permitirá detener esta fábrica de impotencia? ¿Cómo reconstituir, en la situación actual, una capacidad de actuar
colectiva, transformadora y emancipadora?
Como
carezco completamente de toda experiencia y de todo talento de empresario
político, no tengo la menor idea de las vías por medio de las cuales se
reconstituyen las capacidades de actuar colectivamente, a falta de lo cual no
tengo otra solución que volver a mi postura escolástica y a su punto de vista
exterior. La multitud se pone en movimiento cuando pasa ciertos duelos
afectivos. Pero, ¿son estos duelos los mismos para todo el mundo? ¡No! ¿Dónde
están exactamente? No se sabe ex ante. Las condiciones materiales, tal
como determinan el impacto diferencial de la crisis a través de la
estratificación social, la distribución desigual de las disposiciones a la
aceptación o a la movilización, son otros tantos datos que «heterogeneizan» a
la «multitud», categoría cuya homogeneidad engañosa es un puro efecto nominal.
¿Por qué el movimiento de los Indignados cuajó tan bien en España, incluso en
Estados Unidos, y tan poco en Francia donde somos dados a regodearnos en
nuestra «tradición» manifestante y reivindicativa? En el caso de España, nos
preguntamos si la respuesta no está en una cifra: 40% de paro entre los
jóvenes, es decir, en particular una producción masiva de licenciados que ven
sus esperanzas profesionales «naturales» negadas brutalmente por la exclusión
del empleo del que son víctimas. Son los hijos de la burguesía, bien dotados de
capital cultural y escolar, pero que se descubren frustrados con respecto a lo
que consideraban sus legítimas aspiraciones (¿Acaso el sistema no las había
validado hasta entonces?), las cuales se dan la vuelta y basculan. Respecto a
los estudiantes estadounidenses, quizá sea el peso de la deuda, en un momento
en el que las relaciones con las instituciones financieras están profundamente
deterioradas, lo que desempeña el papel equivalente y hace traspasar los
umbrales de lo «intolerable». Pero se dirá que poco importa de dónde parte el
movimiento y por qué razones particulares: al fin de cuentas, no existen
acciones desinteresadas (al menos en un sentido del concepto de interés un
poco… interesante). Lo que cuenta, independientemente de sus orígenes (pudenda
origo, se podría decir a la manera de Nietzsche: los orígenes raramente son
bellos de ver), es lo que produce: ¿tiene gancho, induce a continuar? Esas son
las preguntas pertinentes. En esta medida, el juicio sigue siendo contrastado.
A todas luces los Indignados españoles sacaron a una enorme cantidad de
personas a la calle… pero, ¿con qué resultado electoral? Habría que volver a
leer el artículo «Elecciones, trampa para gilipollas» de Sartre, que parece
escrito la semana pasada y expresamente para la situación actual: en él
deploraba el abismo que separa los movimientos sociales como dinámicas
creadoras profundamente colectivas y la artificialidad serial del
escrutinio que aísla y disuelve radicalmente toda la fuerza propia,
auténticamente política de lo «en común». Así que, he aquí: los Indignados
españoles salen a la calle… y se encuentran con el Partido Popular de Rajoy. Es
para llorar.
Con
indignados o sin ellos, en Francia será la misma tarifa… En este caso es más
bien «sin» y aquí también hay un misterio. Una vez más, la diferencia se debe
en parte a la tasa de paro de los jóvenes, considerablemente más baja que en
España, lo mismo que la tasa de paro global. Con un 10% de tasa de paro global
los hijos de la burguesía todavía no sufren, sus posturas son bastante sólidas,
sus accesos se mantienen lo suficiente para que la crisis no les maltrate
demasiado. Recuerdo la breve pero violenta recesión de 1993, la tasa de paro
había ascendido a más del 12% y, algo inaudito, ¡se había oído a notorios
representantes del capital empezar a preocuparse por los estragos que padecía
la sociedad francesa! Mi conjetura entonces era que en el entorno de Claude
Bébéar, puesto que se trataba de él, un hijo de familia bien licenciado había
tenido que quedarse en la estacada y esto había sido un trauma al descubrir la
injusticia del mundo. Pero un 12% no está tan lejos, podría llegar muy
rápido teniendo en cuenta lo que se anuncia. Bourdieu, muy «spinozista» aquí,
dio una ruda lección de realismo político recordando que en el Ámsterdam del
siglo XVII los burgueses se habían decidido a financiar unas infraestructuras
que enviaba las aguas residuales al alcantarillado porque el cólera, que no
tiene en cuenta las barreras sociales, había empezado a llevarse a sus hijos.
Así que probablemente ocurra lo mismo con las aguas del paro que con las aguas
cargadas de miasmas: es necesario que el nivel suba lo suficiente para ir a
importunar a los dominantes y hacer que se decidan a cuestionar su propio
sistema, desde el momento en que este empieza a atentar demasiado contra sus
propios intereses… Y luego, para su desgracia, los Indignados franceses tienen
contra ellos otras dos idiosincrasias muy nuestras. La primera, visible por
contraste con el caso estadounidense, se debe a la antipatía espontánea de las
confederaciones sindicales por cualquier forma de movimiento dotada de dos
odiosas propiedades, la de ser espontánea y la de que en gran parte se les
escapa. Al contrario, los Occupy han recibido el apoyo discreto pero real, logístico y político, de los
sindicatos estadounidenses, poco habituados a los movimientos de ciertas
dimensiones y más bien contentos de encontrar aquí una oportunidad al menos de
«participar» en una demostración a escala (casi) nacional.
Es de
esperar que las confederaciones francesas no den el menor apoyo a los
Indignados de La Défense… Además, si lo dieran estos últimos desconfiarían como
de la peste al presentir la recuperación de poca monta. La segunda tara
francesa es, por supuesto, las elecciones presidenciales y su mitología
inoxidable que sigue haciendo creer a muchas personas que es el momento
político por excelencia, que es ahí donde las cosas se deciden verdaderamente,
y precisamente vienen bien, la cita es en mayo… Actualmente hay burlas del
híbrido Merkozy, pero quizá se reirá menos la gente
al descubrir a Sarkollande… En este paisaje en el que todo está
fiscalizado, en el que la captura «elitista» ha aniquilado toda fuerza de
llamada, acabo por decirme que solo hay dos soluciones para reiniciar el
movimiento: un deterioro continuo de la situación social, que llevará a que una
parte mayoritaria del cuerpo social franquee unos «umbrales», es decir, a una
fusión de las cóleras sectoriales y a un movimiento colectivo incontrolable,
potencialmente insurreccional; o bien a un desmoronamiento «crítico» del
sistema bajo el fardo de sus propias contradicciones (evidentemente, a partir
de la cuestión de las deudas públicas) y de un encadenamiento que lleve de una
serie de fallos soberanos a un colapso bancario, aunque esta vez diferente de
la opereta «Lehman»… Digamos claramente que la segunda hipótesis es
infinitamente más probable que la primera… aunque a cambio quizá tenga la
propiedad de desencadenarla acto seguido. En todos los casos habrá que
apretarse extraordinariamente el cinturón. Y, sobre todo, seguir reflexionando
sobre las formas políticas de un movimiento social capaz de evitar todas las
derivas de tipo fascista.
Al
comprobar el grado de bloqueo de instituciones políticas que se han vuelto
completamente autistas y prohíben ahora todo proceso de transformación social
en frío, también me digo a veces que quizá haya que volver a pensar la cuestión
«ultra tabú» de la violencia en política, aunque solo sea para recordar a los
políticos esta evidencia conocida por todos los estrategas militares de que un
enemigo nunca está tan dispuesto a todo como cuando se le ha llevado a un
callejón sin salida. Ahora bien, parece por un lado que los gobiernos,
totalmente sometidos a la calificación financiera y consagrados a la
satisfacción de los inversores, se están volviendo tendencialmente enemigos de
sus pueblos y, por otra parte, que si a fuerza de haber cerrado metódicamente
todas las soluciones de deliberación democrática, solo queda la solución
insurreccional, no habrá que extrañarse de que la población, llevada un día más
allá de sus puntos de exasperación, decida adoptarla, precisamente porque será
la única.
Notas:
* Hybris
es una palabra del griego clásico que significa orgullo o confianza
desmedidos en uno mismo (N. de T.)
(1)
Frederic Lordon, La Crise de trop, París, Fayard, 2009.
(2) Yves
Citton y Fréderic Lordon, «la Crise, Keynes et les esprits animaux», Revue interrnationale des livres et des idées, nº 12, julio-agosto de 2009.
(3)
Maurizio Lazzarato, La Fabrique de l’homme endenté, París, Ed. Amsterdam, 2011.
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