El FMI ha informado recientemente que en 2014 a nivel global el primer Producto Bruto
Interno (medido a paridad de poder de compra) ya no es el de los Estados Unidos sino el
de China. Según esa información en 2014 China representa el 16,4 % del Producto Bruto
Mundial contra 16,2 % de los Estados Unidos. En 1980 Estados Unidos representaba el
22,3 % y China solo 2,3 %. En el año 2004 Estados Unidos todavía parecía estar ubicado
en una cima difícil de alcanzar con el 20,1 % del Producto Bruto Mundial y China crecía
pero llegaba al 9,1 % (menos de la mitad del PBI estadounidense). En diez años más se
equilibró la balanza y de acuerdo al pronóstico del FMI la diferencia a favor de China
aumentará en los próximos años.
Los datos suministrados por el FMI muestran no solo la expansión china sino también
(principalmente) la declinación de los Estados Unidos cuyo poderío económico relativo
global fue retrocediendo año tras año desde el inicio del siglo actual. La respuesta de su
elite dirigente fue seguir con el proceso de financierización que la había encumbrado al
mismo tiempo que degradaba al sistema industrial y acumulaba deudas mientras que para
proteger y prolongar sus privilegios parasitando sobre el resto del mundo exacerbó su
tendencia militarista. Lo que se había iniciado en la última etapa del gobierno de Clinton
se agravó con la llegada de George W. Bush y lo hizo aún más bajo la presidencia de
Obama . Las guerras se fueron sucediendo y extendiendo, la crisis financiera de 2008 no
calmó la euforia belicista, por el contrario la acentuó y las bajas tasas de crecimiento
productivo que siguieron, las amenazas de default, el aumento de la marginalidad social,
las pérdidas de mercados externos y otras calamidades dejaron vía libre al autismo
imperial. Nos encontramos ante la reacción desesperada de un sistema drogado
embarcado en una loca fuga hacia adelante, los lobos de Wall Street convergen con los
militares hitlerianos de la OTAN al timón de un inmenso Titanic que alberga al conjunto del
G5 (Estados Unidos+Alemania+Francia+Japón+Inglaterra).
No se trata solo de China superando a los Estados Unidos, siguiendo los datos del FMI en
2014 el BRICS ha alcanzado al G5 (cada uno representa aproximadamente el 30 % del
Producto Bruto Mundial) y lo estaría superando en 2015.
El militarismo es asumido por la clase dominante norteamericana como la “solución” a sus
problemas buscando así someter a sus aliados-vasallos de la OTAN, acorralar a Rusia y a
China, sumergir en el caos a países de todos los continentes y así tomar posesión de una
amplia variedad de recursos naturales de la periferia, desde el petróleo y el gas hasta
llegar al coltan, al litio o al oro. Esa andanada de agresiones comienza a transformarse en
un súper boomerang que golpea a la cabeza del imperio acosado por deudas y amenazas
inflacionarias y recesivas.
Por otra parte no hay desacople, la Unión Europea y Japón se hunden junto a su amo.
Tampoco se salvan los capitalismos “emergentes” de la periferia y aunque a corto plazo
sacan ventajas del debilitamiento del centro del mundo a mediano plazo esos países van
quedando atrapados en la decadencia global. Sus principales clientes comerciales son
precisamente las economías capitalistas centrales declinantes mientras que la trama
financiera (equivalente a veinte veces el Producto Bruto Mundial) envuelve a todas las
burguesías centrales y periféricas, neoliberales y estatizantes, pobres y ricas.
Tanto Rusia como China seguidas por un amplio espectro de países periféricos han
conseguido gracias a los controles e intervenciones económicas de sus estados preservar
durante un cierto tiempo sus mercados internos y sus estructuras productivas, pero las
economías de China, India y Brasil se desaceleran y en consecuencia se aceleran sus
contradicciones internas y Rusia ya ha entrado en recesión (suave por ahora).
El viejo centro del mundo en torno del G5 apura su decadencia amenazando imponer el
mayor desastre civilizacional y ecológico de la historia en tanto que sus oponentes
periféricos buscan resistir a una avalancha que los desborda. Tratan de integrarse pero
ocurre que cada potencia emergente ha basado su prosperidad reciente en las demandas
de los mercados centrales en crisis que a través de complejas arquitecturas financieras y comerciales pudieron mantener en funcionamiento sus economías inundando al planeta
con dólares sobrevaluados que les permitían comprar producciones periféricas a bajo
costo. Pero ahora y en el futuro previsible para seguir funcionando (en realidad para
prolongar su agonía) necesitan bajar aún más los costos periféricos hasta llevar el
proceso al nivel de saqueo. Por su parte los periféricos no pueden prescindir de esos
mercados centrales, no tienen como remplazarlos completamente ni a corto ni a mediano
plazo.
Un horizonte de guerras y crisis se va instalando de manera irresistible.
Asistimos actualmente a una doble carrera contra el tiempo. En primer lugar la de
Occidente y Japón que buscan someter en unos pocos años al resto del mundo para
saquear sus recursos naturales y exprimir velozmente lo que reste de sus mercados
internos. Sus estrategas consideran que de ese modo podrían reducir los costos de sus
empresas, preservar sus ganancias y sostener a los mercados internos imperiales o por lo
menos desacelerar su declinación. Aunque el logro de esas metas choca con resistencias
periféricas (estatales y populares) que el Imperio no ha podido hasta ahora anular,
además su decadencia económica y política reduce año tras año la eficacia de dichos
proyectos.
Por su parte los capitalismos emergentes también desarrollan una guerra contra el tiempo
aunque a un plazo más largo que se va acortando. En torno del BRICS, las integraciones
eurasiáticas, latinoamericanas, etc. buscan desarrollar mercados comunes que remplacen
a los mercados occidentales declinantes generando de ese modo una dinámica capaz de
salvarlos del desastre global motorizado por Occidente e incluso arrastrando a este último
más adelante hacia una nueva prosperidad. Pero esa ilusión enfrenta problemas de casi
imposible solución. Los emergentes periféricos necesitan tiempo para reconvertirse y
adaptarse a los mercados de reemplazo internos y externos, si los capitalismos centrales
se derrumban a corto plazo los emergentes sufrirán el impacto de esa retracción y
entrarán en un período de crisis explosivas. Para que los capitalismos centrales no se
derrumben a corto plazo prolongando una suerte de declinación controlada sería
necesario que los mismos preserven sus privilegios monetarios (hegemonía del dólar) y
comerciales pero eso solo es posible a costa de la estabilidad económica y política de los
capitalismos emergentes. Doblegando a Rusia, China, Irán y sus aliados y amigos
periféricos podrían entonces saquear libremente al conjunto de la periferia. Occidente
lograría una suerte de aterrizaje suave con lo que el planeta ingresaría en una era de
decadencia general prolongada.
Dicho de otra manera: para no caer los emergentes necesitan que Occidente demore,
desacelere su caída y para que ello ocurra Occidente necesita saquear a la periferia,
hacer caer a los emergentes. De todos modos si Occidente llega a tener éxito y sumerge
en el caos al resto del mundo seguramente ese caos provocará el quiebre de sus propias
sociedades.
En realidad ambas carreras contra el tiempo tienden a converger en un proceso común de
crisis, sus ritmos diferenciados de desaceleración del crecimiento económico comienzan a
acercarse, (Brasil y Rusia por ejemplo se estancan actualmente igual que Inglaterra o
Japón) integrándose a un espacio universal de crisis políticas, financieras, militares,
sociales, locales, regionales, etc., es decir a la trama compleja de la decadencia del
capitalismo como sistema mundial. Las esperanzas de superación de la crisis desde el
interior del sistema se van diluyendo, Occidente no recupera sus glorias definitivamente
perdidas y desde la periferia no llega la regeneración, el rejuvenecimiento del capitalismo.
Algunos años antes de la Comuna de París Proudhon describía a la Francia decadente de
su tiempo de la siguiente manera: “Todas la tradiciones están gastadas, todas las
creencias anuladas, en cambio el nuevo programa no aparece, no está en la conciencia
del pueblo, de ahí lo que yo llamo 'la disolución'. Es el momento más atroz en la
existencia de las sociedades”1. Como sabemos unos pocos años después, desde lo más
profundo del desastre emergió la Comuna de París (1871), insurgencia efímera pero
decisiva que iluminó las rebeliones del siglo XX.
El horizonte negro que nos ofrece esta civilización contrasta con la increíble vitalidad
demográfica, tecnológica y social en general que demuestra la humanidad lo que anuncia
choques, confrontaciones, alternativas que deberían ir más allá de los límites deteriorados
del sistema.
1 Citado en Pierre Olivier, “La Commune”, Ch. 1, Gallimard, Paris, 1939.
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