martes, 11 de junio de 2013

Renta petrolera y capitalismo de estado - Rolando ASTARITA




www.sinpermiso.info, 7 junio 2013



 En una nota anterior comparé brevemente la utilización de la renta en Venezuela con la experiencia de los países petroleros del Tercer Mundo en los años 1970, cuando se intentó la industrialización en base al manejo estatal de la renta. Arabia Saudita, Irán, Libia, Irak, Argelia y la misma Venezuela, fueron casos destacados. Sin embargo, ninguno superó la dependencia y el atraso. Peor aún, varios países terminaron en agudas crisis y aplicando políticas pro mercado y antipopulares. ¿Por qué la lluvia de renta no pudo impulsar un desarrollo de las fuerzas productivas con bases sólidas? Posiblemente no haya una única respuesta, pero ante las dificultades que enfrenta hoy el proyecto chavista, vale la pena echar una mirada a los problemas y contradicciones de la experiencia de industrialización, sostenida en la renta petrolera, de los años 60 y 70. Es lo que tratamos en esta nota, con especial atención a la experiencia de Venezuela.

Ingreso rentístico sin desarrollo

Tal vez el caso histórico paradigmático de un país que recibe una enorme renta que no se emplea productivamente, sea España. Luego de recibir una enorme cantidad de oro y plata, proveniente de América, a lo largo del siglo XVI, la gente tomaba conciencia de que el oro llegado de América “no se quedó en España, sino que fue sustituido por una montaña de créditos, de compromisos, de títulos de renta y de mala moneda circulante” (Vilar, 1982, p. 229). Se observaba por entonces que no había actividad, las gentes vivían sin producir y “los impuestos son enormes porque el Estado está endeudado” (pp. 229-30). La entrada del oro había fomentado actividades improductivas, había “parasitismo colonial”, y los observadores pedían fomentar la industria, la agricultura e incrementar población (ídem, p. 231). Se constataba así que no era suficiente con inyectar renta España para que hubiera desarrollo; hacían falta transformaciones sociales para abrir un cauce a la acumulación.
Mutatis mutandi, puede decirse algo semejante acerca de las experiencias de los países petroleros del Tercer Mundo en el siglo XX y los inicios del XXI. Recibieron una enorme renta, pero al día de hoy continúan siendo tecnológicamente atrasados, y sus economías altamente desestructuradas y vulnerables. Varios autores han llamado la atención sobre este fenómeno. Así, y refiriéndose a Venezuela, Héctor Malavé Mata escribe: “La explotación petrolera.. le ha conferido una tipología particular a la economía del país, generando en ésta la asimetría estructural, la dependencia externa y la vulnerabilidad que la caracterizan indefectiblemente” (p. 28). Aunque durante mucho tiempo se habló de “convertir la renta petrolera en factor de desarrollo sostenido” (p. 29), en 1976 (año de la nacionalización de la industria de los hidrocarburos) persistían los síndromes del “país petrolero”, tales como una estructura asimétrica de la economía, la dependencia fiscal del petróleo y la expatriación de plusvalías territoriales (p. 44). Los problemas continuaron después de 1976: “A mediados de la década de los ochenta persistía el raquitismo estructural del crecimiento de la economía” (p. 45). En un plano más general, Asdrúbal Baptista, considera que existe una secuencia general, derivada de la inseparabilidad del origen de la renta de su uso y destino: “el desarrollo capitalista de una economía originalmente muy atrasada, basado en el aprovechamiento de una renta internacional de la tierra, sigue un curso previsible. A un período de intenso y generalizado crecimiento y maduración le sigue un aprovechamiento cada vez menor de la renta captada y empleada a los fines de crecer, hasta alcanzarse una situación en la que con la madurez aparecen necesidades institucionales y estructurales cuya satisfacción se enfrenta a la presencia misma de la renta. En esta condición históricamente final, los circuitos de la acumulación se entraban, impidiendo un desarrollo autosostenido y prolongado” (p. xxxiv). Más adelante apunta que el destino del ingreso rentístico “puede moverse desde la simple dilapidación… hasta su más rigurosa acumulación capitalista” (p. 21).

¿Limitación por demanda o problemas de estructura social?

El tema entonces es responder por qué la vía rentística-estatal-capitalista de industrialización de los países exportadores de petróleo del Tercer Mundo ha terminado en vía muerta. El propio Baptista presenta una explicación del fracaso. Sostiene que la dificultad reside en que, en los países rentísticos, las importaciones de medios de producción, que son financiadas con la renta, no tienen como contrapartida ingresos internos que sirvan para absorber el producto resultante del incremento de la capacidad productiva. En otras palabras, “no hay domésticamente ingresos para comprar los adicionales bienes producidos con el auxilio de estos instrumentos de producción importados” (pp. 208-9). Por lo cual, “el capitalismo rentístico, en líneas generales, no es viable en el largo plazo” (p. 209); existiría por ende una dificultad “estructural” para el desarrollo. Anotemos que esta explicación es una variante, centrada en la demanda, de la llamada “debilidad de la capacidad de absorción” de las inversiones (véase más adelante). La solución, según Baptista, pasaría por que la renta, a un mismo tiempo, pudiera dirigirse hacia la oferta y la demanda “con una razonable posibilidad de armonía entre ambas” (p. 211). Pero esta “armonía” es casi imposible. De ahí que concluya que, indefectiblemente, a la expansión de esa industrialización basada en la renta, deberá seguir el estrangulamiento del desarrollo.
El problema de esta tesis es que no parece haber una razón clara para que exista una limitación estructural de la absorción del producto que es incrementado con la inversión productiva de la renta. Para explicarlo con un ejemplo, supongamos una economía de farmers, que goza de una alta renta diferencial de la tierra, y cuya producción se exporta mayoritariamente; los farmers se apropian entonces de renta “internacional”, para utilizar la terminología de Baptista. Luego, esa renta, más la ganancia del capital, es reinvertida por estos granjeros, no solo para ampliar la producción agraria, sino también para iniciar (los más ricos) la producción industrial. ¿Por qué debería existir una insuficiencia estructural de demanda para esa producción incrementada? No se alcanza a visualizar la razón. Al contratar trabajadores productivos, se genera valor que conforma un poder de compra equivalente al valor agregado que es lanzado al mercado, bajo la forma de producto. Estamos en la reproducción ampliada “a lo Marx”. El hecho de que una parte del valor invertido en la industria sea renta, no cambia la naturaleza del asunto. Por eso, no habría razones para que exista una insuficiencia estructural de demanda si la renta se capitaliza productivamente.
Aclaremos también que es un error sostener, como hace Baptista, que la renta diferencial no es valor generado al interior de la nación, sino un ingreso que proviene de un “recargo” impuesto por “el ejercicio monopólico que entraña la propiedad territorial” (p. 33). La renta -sigo en esto la teoría de Marx- es valor generado por el trabajo que se aplica a los pozos relativamente más productivos. Ese trabajo funciona como trabajo potenciado.
Esta discusión preliminar sugiere entonces la necesidad de encarar los problemas de las economías rentísticas poniendo el acento en las estructuras de la oferta, más precisamente, en la estructura social de producción. Pareciera que ciertas estructuras sociales pueden ser decisivas en un proceso de desarrollo capitalista. Y en este punto, rescato un viejo artículo -es de 1983- de Abdelkader Sid Ahmed, referido a las economías petroleras (ver bibliografía). Dado que el escrito es poco conocido, y difícil de conseguir, en lo que sigue presento sus ideas principales con alguna extensión.
La explicación de Sid Ahmed

Sid Ahmed sostiene que después de la suba de los precios del petróleo en 1973-4, los países exportadores recibieron un fuerte impacto negativo con la caída del precio en 1982-3. Plantea que el crecimiento de los ingresos petroleros parecía haber llevado a la hinchazón de las importaciones, al desaliento de las exportaciones y de todo esfuerzo productivo. En particular, la devaluación del peso mexicano de comienzos de 1982, siendo una economía con recursos técnicos y humanos superiores a los de otros países, mostraba que “existe una lógica de la renta que puede oponerse a la lógica de la producción” (p. 63). En este nivel, sostiene Sid Ahmed, el desarrollo no debería medirse en términos del número de kilómetros de rutas o de líneas eléctricas tendidas, ya que supone más bien “la edificación de una economía volcada hacia la creatividad, el esfuerzo productivo y el ahorro interno” (ídem). Anotemos que la referencia a la “creatividad” empalma con la insistencia de los neoschumpeterianos en la importancia de la innovación tecnológica y la investigación y el desarrollo en los países atrasados. Desde el punto de vista del marxismo, hablaríamos de la necesidad de avanzar en el trabajo complejo y en la producción de mercancías con alto valor agregado.
Sid Ahmed plantea luego que en la relación entre renta y trabajo productivo de las economías petroleras reencontramos el rompecabezas de los economistas clásicos. Es que asimilar sencillamente la acumulación de capital a partir de una renta, a la acumulación del capital a partir del trabajo productivo, lleva a ignorar las características principales y estructurales del funcionamiento de las economías rentísticas. Lo cual es particularmente cierto para las rentas mineras (provenientes de diamantes, petróleo, oro, etc.), que juegan un rol de primer orden en el financiamiento de la economía nacional. Es que la valorización de los recursos naturales, o incluso la industrialización, no son una panacea, ya que sin una estrategia realista de desarrollo equilibrado, la valorización solo constituye una nueva forma de dependencia. Más precisamente, y en ausencia de un tejido industrial tecnológico y educacional serio, hay que hablar de un proceso acelerado de modernización técnica, pero no de desarrollo (Sid Ahmed utiliza el término “crecimiento”). Lo decisivo es que éste “supone la existencia de sistemas productivos relativamente integrados, con productividad en avance” (p. 64). Pero en las economías petroleras el sector productivo es limitado, y tienden a predominar los servicios. “En las economías petroleras, el Estado juega un rol principal pues redistribuye la renta. El bienestar -cuya amplitud depende del volumen de la renta-, que caracteriza a las economías petroleras y cuya característica es aislar totalmente el reparto de la producción, ha transformado un cierto número de estas economías en economías de asistidas, esto es, de pensionados” (ídem). Por este motivo, en ellas se pueden ver los signos del crecimiento -elevación del nivel de vida de la población, medicina gratuita, subvención de los productos de primera necesidad, etcétera- coexistiendo con una estructura productiva rudimentaria. Se refiere también a políticas voluntaristas, impotentes para movilizar la creatividad y las energías de los agentes, y destaca algunas características de estas economías:
a) La inexistencia de un vínculo entre la producción y la distribución. Los ingresos petroleros recibidos por los Estados no tienen su origen en sus sistemas productivos.
b) El valor agregado por la industria petrolera al PBI constituye un componente mayor de éste. Asimismo, los ingresos petroleros en relación a los ingresos totales del Estado y a los ingresos totales en divisas constituyen una proporción importante de estos últimos.
c) La existencia de una renta sustancial está en el origen de gastos públicos importantes sin que se ejerzan las constricciones tradicionales de orden fiscal, de balance de pagos y de inflación que padecen otros países en desarrollo.
d) El avance más rápido de los ingresos petroleros en relación al PBI se traduce en un desarrollo sin precedentes del sector público. Los conflictos de clases tienden a ordenarse en torno del reparto de la renta.
Sid Ahmed señala también que los desempeños en crecimiento de las economías exportadoras de hidrocarburos son en general mediocres, en vista del esfuerzo inversor realizado. Se revela una incapacidad para pasar de la fase de inversiones extensivas a las intensivas, y la inversión pública extensiva, aunque crea demanda, no genera sin embargo los cambios estructurales que harían posible el desarrollo socio-económico (p. 68), Además, la economía petrolera posee un “carácter explosivo potencial” debido a las oscilaciones bruscas de los precios y de la demanda mundial. Cuando sobrevienen los problemas “el poder de compra es amputado brutalmente, las subvenciones a los consumidores, muchas veces considerables, son reducidas o incluso suprimidas y las devaluaciones alcanzan una amplitud inimaginable en situaciones normales, como lo muestra la experiencia mexicana de los últimos años” (p. 71).

La “debilidad de la capacidad de la absorción”

En su artículo Sid Ahmed plantea que a partir de los planes de ayuda a los países subdesarrollados implementados por el Banco Mundial, en los años 1948-9 comenzó a prestarse atención a la llamada “capacidad de absorción”, una noción que se ha convertido en un lugar común en la literatura sobre desarrollo. El concepto alude a las dificultades que puede encontrar la inversión productiva por: a) la débil demanda y poca extensión de los mercados internos y externos; b) la carencia de infraestructura adecuada; c) los obstáculos de orden político, institucional o socio cultural. Estos factores podrían imposibilitar la acumulación sostenida (el planteo de Baptista sobre el estrangulamiento por insuficiencia de demanda es, en el fondo, una variante de esta línea de pensamiento). Pero Sid Ahmed sostiene que el concepto es limitado, ya que “la capacidad de absorción de un país podría ser cambiada en dinámica por la eliminación de uno u otro de los obstáculos antes mencionados” (p. 72). En particular, tanto las insuficiencias de la demanda, como de la infraestructura productiva, podrían ser remontadas. Todo depende de las transformaciones estructurales. En palabras de Sid Ahmed: “El concepto de absorción es demasiado limitado y estrecho para reflejar las transformaciones estructurales que exige la era del post-petróleo, y sobre todo este concepto pasa por alto los efectos perversos que ejerce la renta de hidrocarburos sobre la génesis del desarrollo autosostenido” (pp. 73-4). Una cierta estructura social como condición inicial puede llevar a que la renta petrolera retroalimente esa misma estructura, dando como resultado la persistencia en el tiempo de las características que definen a la estructura del país petrolero. La enseñanza que se desprendería de esto parece clara: una “revolución” no puede consistir en el mero reparto de la renta, desde alguna estructura de poder estatal. Un capitalismo de estado “rico”, debido a la disposición -por algún período de tiempo más o menos largo- de una abultada renta, no es condición suficiente para dar lugar a un proceso de desarrollo capitalista de las fuerzas productivas.

Los programas industrialistas

Como es conocido, a comienzos de los 1970 se produjo una fuerte suba de los precios del petróleo; en promedio, entre 1972 y 1974 se multiplicaron por seis. Este aumento tenía por base el aumento de la demanda (entre 1965 y 1973 el consumo mundial de energía creció un 43%) y el ascenso nacionalista en el Tercer Mundo. También por aquellos años las grandes compañías internacionales perdieron el control de la cadena petrolera; la producción, el transporte, la distribución y el refinado pasaron en gran medida a manos de los países productores (CEPII, 1983). En consecuencia, éstos dispusieron de una renta incrementada; entre 1974 y 1980 los saldos en cuenta corriente de los exportadores de la OPEP se elevaron a 288.00 millones de dólares.
Fortalecidos por este auge, los gobiernos de la OPEP pusieron en marcha ambiciosos programas de industrialización y crecimiento. De acuerdo a Sid Ahmed, entre 1974 y 1982 anticiparon inversiones por casi 900.000 millones de dólares, de los cuales unos 600.000 millones correspondieron a Arabia Saudita, Irán, Libia, Iraq y Argelia. El objetivo era promover industrias intensivas en energía y capital, como la refinación, petroquímica, siderurgia, que permitieran también valorizar el petróleo y el gas. Con la ejecución de los proyectos de inversión en infraestructura y desarrollo industrial, en Libia, Argelia, Venezuela, y otros lugares, se elevó rápidamente la tasa de formación del capital fijo. Por aquellos años 70, se consideraba que había una oferta ilimitada de capital, y que gracias a las exportaciones, las economías petroleras podrían hacer frente a las necesidades de importación, y avanzar en la cadena del valor. Muchos estaban convencidos de que el desarrollo capitalista podía insertarse fácilmente en el Tercer Mundo, en base a la importación de tecnología, equipos y maquinaria; por ejemplo, en 1980 el sha de Irán pronosticaba que su país llegaría a ser la quinta potencia del mundo.
Dinámica rentística: crecimiento con poco desarrollo

Sin embargo, las cosas sucedieron de manera bastante distinta, ya que hubo crecimiento -el PBI aumentó a una alta tasa en muchos países-, pero con escaso desarrollo de la productividad, la tecnología y del entramado industrial y productivo. La realidad es que coexistieron una industria petrolera relativamente avanzada, con estructuras de producción atrasadas; la industria petrolera evidenció una lógica de enclave, ya que había pocas relaciones entre ella y el resto del sistema productivo (véase Ominami, 1983). Por eso, el gasto de renta por parte del estado no logró superar el “dualismo estructural” (idem). Además, en la medida en que muchos países se volcaron a las mismas ramas -típicamente, la petroquímica- apareció una tendencia a la sobreproducción en el mercado mundial, con consecuencias negativas sobre las ganancias de las industrias. También debe tenerse presente que las posibilidades de venta interna de la producción de hidrocarburos y derivados eran limitadas, dado el crecimiento desarticulado. De ahí también una tendencia a la sobrecapacidad; un caso ilustrativo fueron las grandes empresas estatales de Argelia, que operaban, en los años 70 y 80, con alta capacidad ociosa, y muy baja rentabilidad (véase más adelante).
Por otra parte, la entrada de divisas, provenientes del petróleo, sin que hubiera un desarrollo tecnológico importante, generó presiones inflacionarias. Para contrarrestarlas, en muchos países las autoridades dejaron apreciar las monedas; pero de esta manera disminuyó todavía más la capacidad exportadora de los sectores no petroleros. Así, la fuerte promoción de las exportaciones se combinaba con una sustitución de importaciones débil, dando lugar a una polarización creciente de las exportaciones sobre los productos petroleros (Ominami). Por otro lado, a partir de la “lluvia de renta”, aumentó la demanda de bienes importados para la burguesía y la clase media alta, que adoptaban pautas de consumo propias de los países más avanzados. Una actitud acorde con una lógica rentista, que pasaba por alto la acumulación y expansión del trabajo productivo. Asimismo, la creación de fortunas colosales en los países petroleros promovió actividades especulativas y parasitarias (Sid Ahmed). Sid Ahmed señala otro factor negativo, la fuga de cerebros; aunque en muchos casos (como Argelia) la emigración alivió la desocupación, en especial de las zonas rurales, y habilitó una importante entrada de divisas.
A partir de la situación descrita, paulatinamente aumentaron los desequilibrios externos. A su vez, la necesidad de divisas para financiar primero las grandes inversiones (que muchas veces excedían la disponibilidad de renta), y luego para paliar los efectos de las caídas de los precios, llevaron a una mayor dependencia del capital financiero internacional, y a deudas externas crecientes en muchos países. Lo cual acentuó la obsesión por la exportación de petróleo o gas, al tiempo que la vulnerabilidad de las economías petroleras: “Los desequilibrios engendrados por la petrolización hicieron que el funcionamiento del sistema fuera muy vulnerable a los azares de la coyuntura internacional” (Ominami, p. 130). En particular, la profunda caída de los precios en los 1980, luego del alza de 1979-80, tuvo efectos muy negativos en muchos países (Venezuela y Argelia, entre ellos). No es de extrañar entonces que hacia fines de la década de los 80, las experiencias de industrialización en base a renta, estuvieran fuertemente cuestionadas. En esos años, muchos gobiernos viraron hacia políticas “de ajuste” (léase, ataque a las condiciones de vida de las masas trabajadoras) y amigables del mercado. Las esperanzas de que se pudiera desatar el desarrollo capitalista a partir de la renta, se habían frustrado. En palabras de Sid Ahmed, se había pasado por alto que “la revolución industrial en Europa fue precedida por muchos siglos de maduración intelectual y de evolución económica y social” (p. 78).

Capitalismo de estado y gestión burocrática

Los problemas descritos estuvieron sobredeterminados, de conjunto, por una gestión burocrática estatal de las industrias y la economía, que quedó por fuera del control de los trabajadores, y de los consumidores. Aclaremos que el capitalismo de estado no es progresivo “en sí”; lo es si está subordinado a una dinámica de desarrollo de las fuerzas de la producción, encabezada por una clase social que juegue un rol históricamente progresivo. Así, el capitalismo de estado jugó un rol en el desarrollo del capitalismo alemán, en el siglo XIX (lo cual dio pie al “socialismo estatista”, que criticó Engels). Y el capitalismo de estado fue entrevisto por Lenin como una herramienta para el avance al socialismo, pero subordinada al poder de los soviets, y a un programa revolucionario. El rol del capitalismo de estado entonces está determinado por el contexto social y político en que se desenvuelve.
Lo esencial es que la burocracia estatal, cuando está aislada (o parcialmente aislada) de lo que podríamos llamar “el control” o la “presión” de clase, tiende a convertirse en un factor autónomo, un estrato que se enriquece con la apropiación del excedente. No es una burguesía en el sentido clásico, ya que no es propietaria de los medios de producción, pero medra en los intersticios de la articulación entre los medios de producción estatales y la economía de mercado, quedándose con una parte de la plusvalía. En este marco, tiende a reproducirse una mecánica que adquiría características casi catastróficas en las economías soviéticas. En estas últimas, la burocracia gobernante, elevada por encima de los obreros y campesinos, y sin estar sujeta a la disciplina del mercado y de la ley del valor (al menos en principio), no tenía manera de orientar de forma racional y eficiente las inversiones, ni la economía de conjunto. Por eso, Trotsky decía, refiriéndose a la URSS, que la planificación económica solo era posible si se articulaba con la democracia de los productores, por un lado, y el mercado y el dinero, por el otro. Es que en toda economía hay que comparar y medir los tiempos de trabajo empleados en la producción y la distribución, a fin de asegurar “una economía racional, que asegure el mejor empleo del tiempo” (Trotsky). Y esto no puede hacerse si se anulan las señales del mercado y se suprime la democracia de los productores.
Pues bien, en muchas economías basadas en el capitalismo de estado tiende a reproducirse parcialmente esta mecánica, ya que conviven amplios sectores estatizados -en los cuales la acción de la ley del valor se anula, al menos parcialmente, por las imposiciones de la burocracia- con la economía que sigue en manos privadas; a la par que se mantienen relaciones estrechas con el capital internacional y el mercado mundial. Sobre estas bases, la marginación del poder de decisión y control de la clase obrera lleva a que la planificación burocrática gire en el aire, carente de información sobre lo que sucede en los lugares de trabajo. Además, dado que el peso relativo de las fracciones burocráticas está condicionado por los sectores de la economía que controlan, las inversiones y los planes económicos se realizan sin atender a consideraciones de productividad, o a las necesidades de las masas, sino a una lógica de sostenimiento del poder burocrático.
Como resultado de estos factores concurrentes, la planificación con frecuencia es incoherente; la producción estatal no se compagina con la privada, y los costos (incluidos los costos ambientales y otras externalidades) no son atendidos. Paralelamente, la hostilidad de las masas trabajadoras -industriales o campesinas- hacia la burocracia se puede manifestar a través de conflictos abiertos, pero también, y con frecuencia, se expresa en el trabajo a desgano, la falta de motivación y la baja producción. A su vez, la desatención de la productividad lleva al crecimiento extensivo, que agota recursos, generando cuellos de botella en la cadena productiva, y desequilibrios en la economía de conjunto; de manera que los aparatos estatales dirigentes no generan planes coherentes para la economía, con consecuencias que pueden ser graves.
En las economías basadas en el manejo estatal de la renta, esta mecánica puede ser aún más acentuada, ya que el manejo del presupuesto por la burocracia es el punto neurálgico de articulación de la circulación de la renta, entre la industria petrolera y el sector no petrolero de la economía (Ominami). Esto le otorga mayores posibilidades de autonomización relativa con respecto a las grandes clases sociales. Y da lugar a tensiones y problemas crecientes: “El carácter ‘administrativo’ de la articulación entre los dos sectores es a menudo la fuente de un alto grado de ineficacia” (Ominami, p. 127). Por eso, las quejas por el despilfarro de recursos -agravado por la corrupción, los negociados, etc.- son una constante en la literatura referida a las experiencias de capitalismo de estado rentístico. Con seguridad, los partidarios del modelo chavista acordarán con el diagnóstico de Silva Michelena, sobre la “Venezuela Saudita” de los años 1970 y 1980. Sostiene que existía un “manejo desordenado y despilfarrador de los fondos públicos”, y la corrupción se había instalado “en el sector público y en el sector privado por igual y con la misma extensión” (1997, p. 163).

Ni siquiera en Argelia

Posiblemente nadie cuestione hoy que en experiencias como la venezolana de los 70 y 80, los trabajadores estuvieron excluidos del poder. Sin embargo, Argelia fue, en apariencia, un caso distinto. El régimen argelino se consideraba a sí mismo un capitalismo de estado en transición al socialismo (de acuerdo con la vieja idea de Lenin), y la mayoría de la izquierda mundial acordaba con este diagnóstico. Sin embargo, este capitalismo de estado “revolucionario” no avanzó a socialización alguna de los medios de producción. La Argelia de la post independencia demuestra, una vez más, que el capitalismo de estado, en sí mismo, no es salida para el desarrollo, ni la solución de los problemas de las masas. Nunca se insistirá lo suficiente en que el capitalismo de estado como herramienta de construcción socialista, en Lenin, estaba condicionado a que se mantuviera, y se fortaleciera, el poder de los soviets.
Pero no es lo que sucedió en Argelia. Farsoun (1978) presenta una interesante descripción del proceso argelino. Señala que a partir del golpe de estado de 1965, el gobierno de Houari Boumedienne consolidó el proceso institucional que había empezado Ahmed Ben Bella en 1962: el reforzamiento del control estatal burocrático sobre la economía, la desintegración del Frente de Liberación Nacional originario, y su reemplazo por el ejército como factor de integración nacional. El régimen de Boumedienne también redujo el poder político de líderes provinciales, atacó a las fuerzas independientes de izquierda, y sumó técnicos, entrenados en Francia, a la burocracia que heredaba del gobierno de Ben Bella. Con el paso de los años, estos técnicos y burócratas pasaron a ser una clase social, con intereses propios.
El gobierno también limitó el poder de los sindicatos en las empresas nacionalizadas; en 1966 se aprobaron reformas al Código Penal que restringieron el derecho de huelga; en 1969, el movimiento sindical autónomo fue obligado a convertirse en una rama del FLN, se redujo la militancia obrera y se dispuso que los salarios fueran fijados por el estado. En las empresas estatizadas se mantuvieron las prácticas de las viejas empresas capitalistas. En las cooperativas agrícolas, en manos del estado, también se debilitó la autonomía de los consejos obreros y las antiguas guerrillas. En síntesis, por todos lados hubo un proceso de concentración de la autoridad. Farsoun señalaba que el obstáculo más serio para la transición al socialismo residía en la misma naturaleza capitalista del estado: “La tendencia a formar un estrato de la sociedad argelina más privilegiado y poderoso, que comenzó sobre una base ad hoc bajo Ben Bella, fue sistematizada y consolidada durante los primeros ocho años del gobierno de Boumedienne. Cada una de las capas de la “nueva elite” se formó a partir de las circunstancias especiales de la guerra por la independencia y la era inmediata de la posindependencia. El capitalismo de estado como un sistema económico ayudó a crear y sostener tal “nueva elite” (p. 26). Agregaba que los burócratas del estado no conformaban una nueva “clase” en el sentido capitalista clásico, ya que no eran propietarios de los medios de producción. Pero tenían el monopolio sobre los medios de producción, un estilo de vida distintivo, en términos de privilegios materiales y contactos sociales, y movilidad social ascendente a través de la jerarquía de la organización estatal. Esa burocracia compartía intereses con miembros de otros estratos, principalmente los líderes del ejército, los profesionales y los propietarios de tierra argelinos nativos (muchos de éstos estaban en la propia burocracia, y no estaban interesados en avanzar en la reforma agraria). Y concluía: “Todavía son los burócratas del estado, con sus aliados profesionales y los propietarios de las tierras, los que tienen el control de los medios de producción frente a los trabajadores” (p. 27). Los trabajadores nunca tuvieron acceso al control directo de la gestión de las empresas; por supuesto, menos poder tuvieron aún en lo que se refería a las decisiones estratégicas de la política económica, y general.
Por otra parte, la situación con respecto a la gestión obrera no había mejorado con la aprobación, en 1971, de la “Carta de Gestión Socialista”, que hablaba del involucramiento de las bases a través de la participación en consejos de empresa (véase Nells, 1977). Según el texto de la Carta, desaparecían a partir de ese momento los motivos de conflictos, y los trabajadores debían mejorar la productividad “porque las empresas son del pueblo”. Nells, que simpatizaba con el gobierno argelino, admitía que “el régimen está buscando evitar ser sofocado por una burocracia estéril e irresponsable” (p. 536). Pero, según el articulado, el control efectivo seguía en manos de los administradores estatal. Y en la implementación de la Carta se hizo todavía menos por avanzar en la gestión obrera. Las primeras asambleas para elegir los consejos se realizaron recién en 1974 (se dijo que era para preparar mejor la gestión obrera), rápidamente aparecieron los conflictos entre los directores y los trabajadores, y las cosas siguieron igual. Más tarde, con la llegada de Chadli Bendjedid al poder (en 1979), los trabajadores sufrieron nuevos ataques: se aumentó la semana laboral, se ató una parte más elevada de los salarios a la productividad, y disminuyeron los gastos sociales (Alexander, 2002). En 1981 y 1986 hubo importantes huelgas y manifestaciones en protesta por la crisis que, como sucede siempre, la estaban pagando a pleno los explotados; “para 1988 Benjedid se había convertido en un autócrata aislado que dependía de la alta jefatura militar para permanecer en el poder, pero carecía de aliados y redes clientelares que lo ayudara a gobernar” (Alexander, p. 328).
Señalemos también que las contradicciones y problemas asociados a la gestión burocrática se extendieron a la relación con los campesinos. Toda la experiencia histórica demuestra que la incorporación del campesinado a un proyecto socialista nunca pudo, ni podrá ser llevada a cabo por la burocracia capitalista de estado. En Argelia, en especial, hubo además una manifiesta desatención del sector agrícola, agravada por los manejos burocráticos; la consecuencia, fue la caída de la producción, lo que también acentuó el problema externo (como se desarrolla en la tercera parte de la nota).

Argelia

La argelina fue posiblemente la experiencia más radicalizada de todos los intentos de industrialización de los países petroleros, en los años 70. El punto de partida fue, ciertamente, muy difícil. Cuando el FLN tomó el poder, en 1962, la economía estaba devastada por ocho años de guerra contra los franceses, por el sabotaje contrarrevolucionario y la salida de personal capacitado y de capital (Frieden, 1981). De todas maneras, se pensó que a partir de la asignación productiva de la renta, y con la estatización de las palancas fundamentales de la economía -la industria pesada, los bancos y las compañías de seguros extranjeras, el comercio exterior- el país podría salir del atraso y emprender el camino del desarrollo. La estrategia aplicada se conoció como la de las “industrias industrializantes”, teorizada por el francés Gérard Gestanne de Bernis; consistía, básicamente, en impulsar un núcleo de grandes industrias, que deberían constituirse en los polos impulsores del resto de la economía. Con ese objetivo, a partir de 1967 se encararon grandes planes de inversión en industria pesada y producción de hidrocarburos, utilizando la renta petrolera y gasífera.
Se construyeron entonces complejos de la industria pesada. Se estima que hubo una inversión de unos 100.000 millones de dólares; la formación bruta de capital fijo absorbió, entre 1965 y 1980, una media del 40% del PBI (aunque la mitad de esa proporción la absorbió el sector de hidrocarburos). En los años 70 la participación de la inversión en la industria llegó a representar entre el 40% y el 50% del total de la inversión, un nivel similar al de la URSS (Marín, 1998). En el plan de 1967-69, el 52% de los gastos del gobierno fueron a la industria, de los cuales el 90% a la industria pesada; en los planes 1970-73 y 1974-77, se siguió con la misma tónica (Frieden). Como resultado, entre 1966 y 1978 la producción industrial se duplicó, y el crecimiento anual de la economía superó el 7% (Marín).
Sin embargo, la productividad se mantuvo baja, crecieron los costos, y la economía permaneció extremadamente desarticulada. El crecimiento se producía gracias a las inyecciones de capital en la industria pesada, pero la participación de la industria manufacturera en el producto casi no aumentó de ninguna manera significativa (Marin). Tampoco se intentó generar tecnología propia. El gobierno trató de superar el atraso importando tecnología, para lo cual adquirió sistemas de fábricas a empresas internacionales (por ejemplo, una planta de electrónicos, refinería) y firmó contratos con expertos extranjeros. Esto implicó un gran gasto de capital (recordemos, además, que se habían pagado indemnizaciones por las nacionalizaciones de 1971 de las empresas petroleras), pero las repercusiones sobre el nivel tecnológico fueron escasas. Como explican hoy los schumpeterianos de los “sistemas nacionales de innovación”, el desarrollo tecnológico no se puede comprar; exige una red de inversión en educación, investigación y desarrollo, y acumulación capitalista “original”.
La baja productividad, a su vez, aumentó la dependencia con respecto al extranjero, y las grandes industrias terminaron siendo industrias de enclave, sin generar efectos de arrastre o empuje hacia el resto de la economía (Marin). A pesar de la retórica antiimperialista, hubo mucha participación del capital extranjero en la economía de Argelia, a través de sociedades conjuntas (Frieden).
Asimismo, hubo un problema crónico de sobreinversión; en los 90 la tasa de utilización de capacidad en la industria era, usualmente, menor al 50%. Paulatinamente, además, se produjo una degradación de la industria por falta de mantenimiento, de materias primas y repuestos; y hubo obsolescencia prematura por negligencia (Marin). A esto se agregó que el flujo de divisas provenientes del petróleo y gas provocó la sobrevaluación crónica de la moneda, con efectos depresivos sobre la competitividad de la industria no vinculada a los hidrocarburos.
Por otra parte, cayó fuertemente la producción de alimentos. Desde la independencia y hasta la proclamación de la “Revolución Agraria”, en 1971, el régimen sistemáticamente desconoció la situación del campesinado. Se dejó que las relaciones sociales en el campo se estancaran, aparentemente por temor a antagonizar con la burguesía agraria. Incluso las antiguas granjas de los colonos, que se habían transformado en empresas autogestionadas, fueron desatendidas y les faltó capital (Paul, 1978). Los resultados fueron desastrosos. Antes de la independencia, Argelia producía 22 millones de quintales de cereales por año; a fines de la década de 1970 generaba solo 18 millones, y debía importar una cantidad equivalente para cubrir sus necesidades (Ominami, 1986). Lo mismo sucedía con otros productos agrarios, “bajo el impacto combinado de la baja productividad y la disminución de la superficie cultivada” (Ominami). Hacia 1975 el país tenía que gastar casi la cuarta parte de sus ingresos petroleros en importaciones de alimentos, y había grave malnutrición en la población rural. Según datos proporcionados por el gobierno, por aquellos años casi la mitad de la población rural dependía para sobrevivir de las remesas de los trabajadores emigrantes (Paul). De aquí que hubiera también un constante flujo de gente desde el campo a la ciudad, donde se hacinaban en condiciones terribles (Paul, también Marin). En 1996 la producción agraria satisfacía menos del 2% de las necesidades alimentarias nacionales (Marin).
De conjunto entonces, los desequilibrios se hicieron cada vez más insostenibles. Sid Ahmed señala, entre otros factores, que hubo desequilibrios en la estructura general de inversiones, restricciones crecientes en materia de recursos materiales y humanos, debilidad en el incremento del valor agregado en los sectores de producción de bienes, poca integración económica entre sectores, subutilización de la capacidad de producción instalada y burocratización creciente en la gestión económica. Los déficits en cuenta corriente, el creciente endeudamiento, la inestabilidad, los efectos desastrosos de la caída de los precios del petróleo, llevaron a la fuga de capitales, el control de cambios y a todo tipo de especulación en los mercados cambiario y financiero. El endeudamiento se disparó: la deuda externa pasó de apenas 129 millones de dólares en 1971, a 19.000 millones en 1979. Con ello, aumentó también la relación con el capital financiero internacional. Frieden cita en este respecto, la declaración de un banquero internacional a Euromoney, en octubre de 1977: “Nos gusta Argelia porque es totalitaria y si el gobierno dice que el pueblo tiene que reducir el consumo, la gente lo hará”. También Farsoun señaló la estrecha relación de la economía bajo Boumedienne con grandes bancos estadounidenses.
Finalmente, en la década de los 80 se abandonó cualquier perspectiva socialista: se adoptaron medidas pro mercado, en medio de protestas y descontento obrero y popular crecientes. El experimento de avance al socialismo, desde el estado capitalista, estaba en vía muerta. Luego, en 1992, el ejército dio un golpe de estado, y el país se vio sumido en un baño de sangre.

Venezuela

La economía venezolana tuvo una evolución en muchos sentidos similar a la de Argelia, aunque nunca se presentó como una experiencia radical de izquierda. Después de la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, la burguesía se hizo consciente de la necesidad de reorganizar el sistema de dominación, estableciendo una democracia capitalista, a la par que promovió políticas de industrialización y fortalecimiento del rol del estado en la economía (Sontag et al, 1985). Con este objetivo, los gobiernos adoptaron políticas desarrollistas, articuladas en el manejo estatal de la renta petrolera. “El peso del petróleo en la economía hizo al estado un poderoso agente económico bajo cuyo tutelaje avanzó el proceso de acumulación” (idem). Eran los tiempos en que dominaba el desarrollismo cepaliano, con influencias de marxistas (Paul Baran el más notorio) y de precursores de la corriente de la dependencia (véase Silva Michelena, 2006). Aumentó la intervención del estado en la economía. Bajo la presidencia de Rafael Caldera (1969-74), se nacionalizó el gas. Además, el estado se reservó la explotación del mercado interno de hidrocarburos, fijó los valores fiscales de exportación para determinar los impuestos que debían liquidar las empresas petroleras, y se estableció que la industria debía pasar al Estado en 1983. Paralelamente, el ahorro se puso a disposición del estado o de la banca privada, a fin de otorgar créditos subsidiados a la industria. La sobrevaluación de la moneda facilitó la importación de tecnología y maquinaria, y se aplicaron políticas proteccionistas, pero con la contrapartida de un débil acceso de los productos venezolanos a los mercados externos. La política interna tuvo su correlato en el plano internacional: el gobierno de Rómulo Betancurt promovió la creación de la OPEP.
Es a partir de la suba del petróleo de 1973 (los precios se multiplicaron por seis), que el gobierno y la clase dominante decidieron dar el “gran impulso”, en la idea de superar las limitaciones de la industrialización por sustitución de importaciones. Los ingresos del gobierno pasaron de 24.000 millones de bolívares a 55.600 millones, y las reservas internacionales saltaron de 2412 millones de dólares en 1973 a 9423 millones en 1975 (Silva Michelena, 1997). Entre 1972 y 1974 los ingresos en divisas y la recaudación fiscal se multiplicaron por tres, y el ingreso nacional casi se duplicó (Nolff, 1981). Por aquellos años, “los economistas del gobierno pensaron en un vasto programa de desarrollo general y sectorial, cuya punta de choque era la acción del estado, el cual desarrollaría por sus medios un gran sistema de industria pesada, administrada por la Corporación Venezolana de Guayana (CGV), y por la creación de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), que junto con sus operadoras absorbieron a los consorcios extranjeros una vez nacionalizada la industria petrolera en 1975” (Silva Michelena, 2006, p. 142). Entre 1973 y 1975 la inversión del estado aumentó 63%; al final de la presidencia de Carlos Andrés Pérez existían 137 empresas de Estado, de las cuales 71 eran mixtas o de participación estatal, y 48 eran institutos autónomos; en 1981 el número de empresas estatales se había elevado a 390 (Silva Michelena, 2006, p. 143). Se desarrollaron esencialmente la siderurgia, la producción de aluminio, petroquímica y química pesada, y cemento. Como balance del período de conjunto, entre 1960 y 1980 el PBI se triplicó, el producto industrial casi se cuadruplicó, el consumo de electricidad del sector industrial aumentó casi siete veces, las importaciones se multiplicaron por 10 y las exportaciones por cinco (Nolff). Se trata de un crecimiento que podría calificarse de asombroso.
Pero también estaban los problemas. Por un lado, las nacionalizaciones del petróleo y del acero generaron críticas de sectores de izquierda (también de la patronal Fedecámaras) debido a las altas indemnizaciones pagadas, y a que se firmaron onerosos contratos de comercialización y asistencia técnica con empresas transnacionales, en especial, en la industria de hidrocarburos. En segundo término, la expansión del gasto y la sobrevaluación de la moneda alentaron las importaciones, y dificultaron las exportaciones industriales. El consumo suntuario se disparó: en 1977 representaba el 15% de las importaciones totales (Silva Michelena, 1997). En tercer lugar, y posiblemente lo más importante, nunca se superaron las deficiencias de tipo estructural. El crecimiento entre 1968 y 1978 tuvo un sesgo extensivo, la renovación tecnológica se limitó a algunos sectores, y la productividad general de la economía no aumentó de manera significativa.
En este entorno, atenazadas por el tipo de cambio y la baja productividad, las industrias productoras de bienes de consumo para el mercado interno, como textiles, no podían competir con las importaciones. El desarrollo siguió siendo altamente desestructurado. Escribe Malavé Mata: “A comienzos de 1976, año inaugural de la nacionalización de la industria de los hidrocarburos, Venezuela mantenía los síndromes de “país petrolero” -estructura asimétrica de su economía, dependencia fiscal del petróleo, sensibilidad del mercado cambiario, expatriación de plusvalías territoriales…- que se proponía eliminar o reducir con la aplicación del nuevo esquema que consagraba mayores beneficios de la explotación de su recurso fundamental” (p. 44). Agrega que “… el mayor riesgo de la economía venezolana consistía en su persistente subordinación a un modelo de crecimiento que no estaba en capacidad de forjar una acumulación autónoma de capital sin el concurso del gasto público financiado con los aportes fiscales del petróleo” (p. 45). Y más abajo apunta que “a mediados de la década de los ochenta persistía el raquitismo estructural del crecimiento de la economía” (idem).
Por otra parte, dado que los recursos internos eran insuficientes para cubrir las inversiones proyectadas, se recurrió de forma creciente al endeudamiento externo (Banko, 2007). La deuda pública externa pasó de 1200 millones de dólares en 1973 a más de 11.800 millones en 1978; la CEPAL la calculaba, en 1980, en 16.400 millones de dólares (Silva Michelena, 2006). Lógicamente, cuando los precios del petróleo comenzaron a bajar, “quedaron al desnudo las limitaciones estructurales del modelo, ya que no era posible sostener planes de inversión con estancamiento del ingreso petrolero y creciente déficit en la balanza de pagos” (Banko, p. 10).

Crisis, estancamiento y medidas neoliberales

Con la suba de las tasas de interés internacionales, la crisis de la deuda mexicana, la recesión mundial de principios de los 80 y la caída de los precios del petróleo, la situación de Venezuela empeoró rápidamente. En 1980 y 1981 la economía se contrajo, en 1982 apenas creció, y hacia el final de ese año se aceleró la fuga de capitales y la caída de las reservas internacionales. En febrero de 1983 se devaluó el bolívar (su paridad con el dólar no se movía desde 1963); ese año el PBI venezolano se contrajo el 5,6%. La economía entró entonces en una prolongada fase de estancamiento.
La crisis puso fin a la tesis del excepcionalismo venezolano, esto es, a la creencia de que Venezuela era un caso aparte del resto de América Latina, y podía avanzar en la industrialización y mejoras de las condiciones de vida de la población, en el marco de una democracia burguesa estable. En 1989 estalló el “Caracazo”, en protesta contra medidas de ajuste acordadas con el FMI; representaba el final del “excepcionalismo”. La respuesta de la clase dominante fue profundizar el ataque contra las masas. El gobierno de Carlos Andrés Pérez -el mismo que en los 70 promovía el estatismo, la ISI y el proteccionismo- liberó el mercado cambiario, bajó los impuestos al comercio exterior, impuso un ajuste de salarios, aumentó las tarifas de servicios públicos y privatizó la Compañía Anónima Nacional de Teléfonos de Venezuela (CANTV) y VIASA, la línea aérea de bandera nacional. Luego, Rafael Caldera privatizó Siderúrgica del Orinoco (SIDOR), y avanzó en la privatización del sector eléctrico y otros servicios. El saldo que dejó la suma de crisis y políticas pro-capital fue desastroso. A fines de la década del 90, la pobreza superaba largamente el 50% de la población y el gasto social, en relación al PBI, era uno de los más bajos de América Latina. Por entonces, el ingreso por habitante era 8% menor que en 1970 y aumentaron los índices de crímenes (Lander, 2005). Había un appartheid social, con amplios sectores excluidos y condenados a la miseria (ídem). Los partidos tradicionales, Acción Democrática y COPEI perdieron rápidamente influencia electoral, y el chavismo inició su ascenso.

Conclusiones para el hoy

El fracaso de los países petroleros en la utilización de la renta para industrializarse es reveladora de las limitaciones del capitalismo estatista. Los defensores de la política chavista, sin embargo, no hacen un balance de lo sucedido. Pareciera que quieren disimular con esto el hecho de que el chavismo no ha modificado de alguna manera esencial el “raquitismo estructural del crecimiento de la economía venezolana”. El manejo de la renta sigue en manos de una burocracia estatal, sobre la cual la clase trabajadora no tiene ningún control; tampoco los trabajadores controlan los resortes esenciales de la economía. En este respecto, nada ha cambiado con respecto a las experiencias de industrialización estatista de otros países de la OPEP, de los 80 y 90. Puede decirse incluso que el chavismo apostó menos a la inversión productiva de la renta que lo que se hizo en los años 1960 y 1970. La mejora en las condiciones de vida de una parte muy importante de la población, con todos los elementos progresivos que pueda tener (en particular, en relación a lo vivido en los 1980 y 1990) no genera, en sí misma, la modificación de las estructuras económicas, petróleo dependientes y atrasadas. Además, un giro hacia la baja de los precios mundiales del petróleo tendría consecuencias directas y graves sobre la economía y el nivel de vida de las masas trabajadoras y más pobres. Todo indica que es necesaria una transformación radical -esto es, de las mismas relaciones sociales- para salir de esta situación. Se desprende de lo ocurrido no sólo en Venezuela y Argelia, sino también en el resto de los países petroleros del Tercer Mundo.

Textos citados:

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Rolando Astarita es profesor de ciencia económica en la Universidad de Buenos Aires

Fuente: http://rolandoastarita.wordpress.com/

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