www.sinpermiso.info, 7 junio 2013
En una nota anterior comparé brevemente la
utilización de la renta en Venezuela con la experiencia de los países
petroleros del Tercer Mundo en los años 1970, cuando se intentó la
industrialización en base al manejo estatal de la renta. Arabia Saudita, Irán,
Libia, Irak, Argelia y la misma Venezuela, fueron casos destacados. Sin
embargo, ninguno superó la dependencia y el atraso. Peor aún, varios países
terminaron en agudas crisis y aplicando políticas pro mercado y antipopulares.
¿Por qué la lluvia de renta no pudo impulsar un desarrollo de las fuerzas
productivas con bases sólidas? Posiblemente no haya una única respuesta, pero
ante las dificultades que enfrenta hoy el proyecto chavista, vale la pena echar
una mirada a los problemas y contradicciones de la experiencia de
industrialización, sostenida en la renta petrolera, de los años 60 y 70. Es lo
que tratamos en esta nota, con especial atención a la experiencia de Venezuela.
Ingreso rentístico sin
desarrollo
Tal vez el caso histórico paradigmático
de un país que recibe una enorme renta que no se emplea productivamente, sea
España. Luego de recibir una enorme cantidad de oro y plata, proveniente de
América, a lo largo del siglo XVI, la gente tomaba conciencia de que el oro
llegado de América “no se quedó en España, sino que fue sustituido por una
montaña de créditos, de compromisos, de títulos de renta y de mala moneda
circulante” (Vilar, 1982, p. 229). Se observaba por entonces que no había
actividad, las gentes vivían sin producir y “los impuestos son enormes porque
el Estado está endeudado” (pp. 229-30). La entrada del oro había fomentado
actividades improductivas, había “parasitismo colonial”, y los observadores
pedían fomentar la industria, la agricultura e incrementar población (ídem, p.
231). Se constataba así que no era suficiente con inyectar renta España para
que hubiera desarrollo; hacían falta transformaciones sociales para abrir un
cauce a la acumulación.
Mutatis mutandi, puede
decirse algo semejante acerca de las experiencias de los países petroleros del
Tercer Mundo en el siglo XX y los inicios del XXI. Recibieron una enorme renta,
pero al día de hoy continúan siendo tecnológicamente atrasados, y sus economías
altamente desestructuradas y vulnerables. Varios autores han llamado la
atención sobre este fenómeno. Así, y refiriéndose a Venezuela, Héctor Malavé
Mata escribe: “La explotación petrolera.. le ha conferido una tipología
particular a la economía del país, generando en ésta la asimetría estructural,
la dependencia externa y la vulnerabilidad que la caracterizan
indefectiblemente” (p. 28). Aunque durante mucho tiempo se habló de “convertir
la renta petrolera en factor de desarrollo sostenido” (p. 29), en 1976 (año de
la nacionalización de la industria de los hidrocarburos) persistían los
síndromes del “país petrolero”, tales como una estructura asimétrica de la
economía, la dependencia fiscal del petróleo y la expatriación de plusvalías territoriales
(p. 44). Los problemas continuaron después de 1976: “A mediados de la década de
los ochenta persistía el raquitismo estructural del crecimiento de la economía”
(p. 45). En un plano más general, Asdrúbal Baptista, considera que existe una
secuencia general, derivada de la inseparabilidad del origen de la renta de su
uso y destino: “el desarrollo capitalista de una economía originalmente muy
atrasada, basado en el aprovechamiento de una renta internacional de la tierra,
sigue un curso previsible. A un período de intenso y generalizado crecimiento y
maduración le sigue un aprovechamiento cada vez menor de la renta captada y
empleada a los fines de crecer, hasta alcanzarse una situación en la que con la
madurez aparecen necesidades institucionales y estructurales cuya satisfacción
se enfrenta a la presencia misma de la renta. En esta condición históricamente
final, los circuitos de la acumulación se entraban, impidiendo un desarrollo
autosostenido y prolongado” (p. xxxiv). Más adelante apunta que el destino del
ingreso rentístico “puede moverse desde la simple dilapidación… hasta su más
rigurosa acumulación capitalista” (p. 21).
¿Limitación por demanda o
problemas de estructura social?
El tema entonces es responder por
qué la vía rentística-estatal-capitalista de industrialización de los países
exportadores de petróleo del Tercer Mundo ha terminado en vía muerta. El propio
Baptista presenta una explicación del fracaso. Sostiene que la dificultad
reside en que, en los países rentísticos, las importaciones de medios de
producción, que son financiadas con la renta, no tienen como contrapartida
ingresos internos que sirvan para absorber el producto resultante del
incremento de la capacidad productiva. En otras palabras, “no hay
domésticamente ingresos para comprar los adicionales bienes producidos con el
auxilio de estos instrumentos de producción importados” (pp. 208-9). Por lo
cual, “el capitalismo rentístico, en líneas generales, no es viable en el largo
plazo” (p. 209); existiría por ende una dificultad “estructural” para el
desarrollo. Anotemos que esta explicación es una variante, centrada en la
demanda, de la llamada “debilidad de la capacidad de absorción” de las
inversiones (véase más adelante). La solución, según Baptista, pasaría por que
la renta, a un mismo tiempo, pudiera dirigirse hacia la oferta y la demanda
“con una razonable posibilidad de armonía entre ambas” (p. 211). Pero esta
“armonía” es casi imposible. De ahí que concluya que, indefectiblemente, a la
expansión de esa industrialización basada en la renta, deberá seguir el
estrangulamiento del desarrollo.
El problema de esta tesis es que no
parece haber una razón clara para que exista una limitación estructural de la
absorción del producto que es incrementado con la inversión productiva de la
renta. Para explicarlo con un ejemplo, supongamos una economía de farmers,
que goza de una alta renta diferencial de la tierra, y cuya producción se
exporta mayoritariamente; los farmers se apropian entonces de renta
“internacional”, para utilizar la terminología de Baptista. Luego, esa renta,
más la ganancia del capital, es reinvertida por estos granjeros, no solo para
ampliar la producción agraria, sino también para iniciar (los más ricos) la
producción industrial. ¿Por qué debería existir una insuficiencia estructural
de demanda para esa producción incrementada? No se alcanza a visualizar la
razón. Al contratar trabajadores productivos, se genera valor que conforma un
poder de compra equivalente al valor agregado que es lanzado al mercado, bajo
la forma de producto. Estamos en la reproducción ampliada “a lo Marx”. El hecho
de que una parte del valor invertido en la industria sea renta, no cambia la
naturaleza del asunto. Por eso, no habría razones para que exista una
insuficiencia estructural de demanda si la renta se capitaliza productivamente.
Aclaremos también que es un error
sostener, como hace Baptista, que la renta diferencial no es valor generado al
interior de la nación, sino un ingreso que proviene de un “recargo” impuesto
por “el ejercicio monopólico que entraña la propiedad territorial” (p. 33). La
renta -sigo en esto la teoría de Marx- es valor generado por el trabajo que se
aplica a los pozos relativamente más productivos. Ese trabajo funciona como
trabajo potenciado.
Esta discusión preliminar
sugiere entonces la necesidad de encarar los problemas de las economías rentísticas
poniendo el acento en las estructuras de la oferta, más precisamente, en la
estructura social de producción. Pareciera que ciertas estructuras sociales
pueden ser decisivas en un proceso de desarrollo capitalista. Y en este punto,
rescato un viejo artículo -es de 1983- de Abdelkader Sid Ahmed, referido a las
economías petroleras (ver bibliografía). Dado que el escrito es poco conocido,
y difícil de conseguir, en lo que sigue presento sus ideas principales con
alguna extensión.
La explicación de Sid Ahmed
Sid Ahmed sostiene que después de
la suba de los precios del petróleo en 1973-4, los países exportadores
recibieron un fuerte impacto negativo con la caída del precio en 1982-3.
Plantea que el crecimiento de los ingresos petroleros parecía haber llevado a
la hinchazón de las importaciones, al desaliento de las exportaciones y de todo
esfuerzo productivo. En particular, la devaluación del peso mexicano de
comienzos de 1982, siendo una economía con recursos técnicos y humanos
superiores a los de otros países, mostraba que “existe una lógica de la renta
que puede oponerse a la lógica de la producción” (p. 63). En este nivel,
sostiene Sid Ahmed, el desarrollo no debería medirse en términos del número de
kilómetros de rutas o de líneas eléctricas tendidas, ya que supone más bien “la
edificación de una economía volcada hacia la creatividad, el esfuerzo
productivo y el ahorro interno” (ídem). Anotemos que la referencia a la
“creatividad” empalma con la insistencia de los neoschumpeterianos en la importancia
de la innovación tecnológica y la investigación y el desarrollo en los países
atrasados. Desde el punto de vista del marxismo, hablaríamos de la necesidad de
avanzar en el trabajo complejo y en la producción de mercancías con alto valor
agregado.
Sid Ahmed plantea luego que en la
relación entre renta y trabajo productivo de las economías petroleras
reencontramos el rompecabezas de los economistas clásicos. Es que asimilar
sencillamente la acumulación de capital a partir de una renta, a la acumulación
del capital a partir del trabajo productivo, lleva a ignorar las
características principales y estructurales del funcionamiento de las economías
rentísticas. Lo cual es particularmente cierto para las rentas mineras
(provenientes de diamantes, petróleo, oro, etc.), que juegan un rol de primer
orden en el financiamiento de la economía nacional. Es que la valorización de
los recursos naturales, o incluso la industrialización, no son una panacea, ya
que sin una estrategia realista de desarrollo equilibrado, la valorización solo
constituye una nueva forma de dependencia. Más precisamente, y en ausencia de
un tejido industrial tecnológico y educacional serio, hay que hablar de un
proceso acelerado de modernización técnica, pero no de desarrollo (Sid Ahmed utiliza
el término “crecimiento”). Lo decisivo es que éste “supone la existencia de
sistemas productivos relativamente integrados, con productividad en avance” (p.
64). Pero en las economías petroleras el sector productivo es limitado, y
tienden a predominar los servicios. “En las economías petroleras, el Estado
juega un rol principal pues redistribuye la renta. El bienestar -cuya amplitud
depende del volumen de la renta-, que caracteriza a las economías petroleras y
cuya característica es aislar totalmente el reparto de la producción, ha
transformado un cierto número de estas economías en economías de asistidas,
esto es, de pensionados” (ídem). Por este motivo, en ellas se pueden ver los
signos del crecimiento -elevación del nivel de vida de la población, medicina
gratuita, subvención de los productos de primera necesidad, etcétera-
coexistiendo con una estructura productiva rudimentaria. Se refiere también a
políticas voluntaristas, impotentes para movilizar la creatividad y las
energías de los agentes, y destaca algunas características de estas economías:
a) La inexistencia de un vínculo
entre la producción y la distribución. Los ingresos petroleros recibidos por
los Estados no tienen su origen en sus sistemas productivos.
b) El valor agregado por la industria
petrolera al PBI constituye un componente mayor de éste. Asimismo, los ingresos
petroleros en relación a los ingresos totales del Estado y a los ingresos
totales en divisas constituyen una proporción importante de estos últimos.
c) La existencia de una renta
sustancial está en el origen de gastos públicos importantes sin que se ejerzan
las constricciones tradicionales de orden fiscal, de balance de pagos y de
inflación que padecen otros países en desarrollo.
d) El avance más rápido de los
ingresos petroleros en relación al PBI se traduce en un desarrollo sin
precedentes del sector público. Los conflictos de clases tienden a ordenarse en
torno del reparto de la renta.
Sid Ahmed señala también que los
desempeños en crecimiento de las economías exportadoras de hidrocarburos son en
general mediocres, en vista del esfuerzo inversor realizado. Se revela una
incapacidad para pasar de la fase de inversiones extensivas a las intensivas, y
la inversión pública extensiva, aunque crea demanda, no genera sin embargo los
cambios estructurales que harían posible el desarrollo socio-económico (p. 68),
Además, la economía petrolera posee un “carácter explosivo potencial” debido a
las oscilaciones bruscas de los precios y de la demanda mundial. Cuando
sobrevienen los problemas “el poder de compra es amputado brutalmente, las
subvenciones a los consumidores, muchas veces considerables, son reducidas o
incluso suprimidas y las devaluaciones alcanzan una amplitud inimaginable en
situaciones normales, como lo muestra la experiencia mexicana de los últimos
años” (p. 71).
La “debilidad de la capacidad de
la absorción”
En su artículo Sid Ahmed plantea
que a partir de los planes de ayuda a los países subdesarrollados implementados
por el Banco Mundial, en los años 1948-9 comenzó a prestarse atención a la
llamada “capacidad de absorción”, una noción que se ha convertido en un lugar
común en la literatura sobre desarrollo. El concepto alude a las dificultades
que puede encontrar la inversión productiva por: a) la débil demanda y poca
extensión de los mercados internos y externos; b) la carencia de
infraestructura adecuada; c) los obstáculos de orden político, institucional o
socio cultural. Estos factores podrían imposibilitar la acumulación sostenida
(el planteo de Baptista sobre el estrangulamiento por insuficiencia de demanda
es, en el fondo, una variante de esta línea de pensamiento). Pero Sid Ahmed
sostiene que el concepto es limitado, ya que “la capacidad de absorción de un
país podría ser cambiada en dinámica por la eliminación de uno u otro de los
obstáculos antes mencionados” (p. 72). En particular, tanto las insuficiencias
de la demanda, como de la infraestructura productiva, podrían ser remontadas.
Todo depende de las transformaciones estructurales. En palabras de Sid Ahmed:
“El concepto de absorción es demasiado limitado y estrecho para reflejar las
transformaciones estructurales que exige la era del post-petróleo, y sobre todo
este concepto pasa por alto los efectos perversos que ejerce la renta de
hidrocarburos sobre la génesis del desarrollo autosostenido” (pp. 73-4). Una
cierta estructura social como condición inicial puede llevar a que la renta
petrolera retroalimente esa misma estructura, dando como resultado la
persistencia en el tiempo de las características que definen a la estructura
del país petrolero. La enseñanza que se desprendería de esto parece clara: una
“revolución” no puede consistir en el mero reparto de la renta, desde alguna
estructura de poder estatal. Un capitalismo de estado “rico”, debido a la
disposición -por algún período de tiempo más o menos largo- de una abultada
renta, no es condición suficiente para dar lugar a un proceso de desarrollo
capitalista de las fuerzas productivas.
Los programas industrialistas
Como es conocido, a comienzos de
los 1970 se produjo una fuerte suba de los precios del petróleo; en promedio,
entre 1972 y 1974 se multiplicaron por seis. Este aumento tenía por base el
aumento de la demanda (entre 1965 y 1973 el consumo mundial de energía creció
un 43%) y el ascenso nacionalista en el Tercer Mundo. También por aquellos años
las grandes compañías internacionales perdieron el control de la cadena
petrolera; la producción, el transporte, la distribución y el refinado pasaron
en gran medida a manos de los países productores (CEPII, 1983). En
consecuencia, éstos dispusieron de una renta incrementada; entre 1974 y 1980
los saldos en cuenta corriente de los exportadores de la OPEP se elevaron a
288.00 millones de dólares.
Fortalecidos por este auge,
los gobiernos de la OPEP pusieron en marcha ambiciosos programas de
industrialización y crecimiento. De acuerdo a Sid Ahmed, entre 1974 y 1982
anticiparon inversiones por casi 900.000 millones de dólares, de los cuales
unos 600.000 millones correspondieron a Arabia Saudita, Irán, Libia, Iraq y
Argelia. El objetivo era promover industrias intensivas en energía y capital,
como la refinación, petroquímica, siderurgia, que permitieran también valorizar
el petróleo y el gas. Con la ejecución de los proyectos de inversión en infraestructura
y desarrollo industrial, en Libia, Argelia, Venezuela, y otros lugares, se
elevó rápidamente la tasa de formación del capital fijo. Por aquellos años 70,
se consideraba que había una oferta ilimitada de capital, y que gracias a las
exportaciones, las economías petroleras podrían hacer frente a las necesidades
de importación, y avanzar en la cadena del valor. Muchos estaban convencidos de
que el desarrollo capitalista podía insertarse fácilmente en el Tercer Mundo,
en base a la importación de tecnología, equipos y maquinaria; por ejemplo, en
1980 el sha de Irán pronosticaba que su país llegaría a ser la quinta potencia
del mundo.
Dinámica rentística: crecimiento
con poco desarrollo
Sin embargo, las cosas sucedieron
de manera bastante distinta, ya que hubo crecimiento -el PBI aumentó a una alta
tasa en muchos países-, pero con escaso desarrollo de la productividad, la
tecnología y del entramado industrial y productivo. La realidad es que
coexistieron una industria petrolera relativamente avanzada, con estructuras de
producción atrasadas; la industria petrolera evidenció una lógica de enclave,
ya que había pocas relaciones entre ella y el resto del sistema productivo
(véase Ominami, 1983). Por eso, el gasto de renta por parte del estado no logró
superar el “dualismo estructural” (idem). Además, en la medida en que muchos
países se volcaron a las mismas ramas -típicamente, la petroquímica- apareció
una tendencia a la sobreproducción en el mercado mundial, con consecuencias
negativas sobre las ganancias de las industrias. También debe tenerse presente
que las posibilidades de venta interna de la producción de hidrocarburos y
derivados eran limitadas, dado el crecimiento desarticulado. De ahí también una
tendencia a la sobrecapacidad; un caso ilustrativo fueron las grandes empresas
estatales de Argelia, que operaban, en los años 70 y 80, con alta capacidad
ociosa, y muy baja rentabilidad (véase más adelante).
Por otra parte, la entrada de
divisas, provenientes del petróleo, sin que hubiera un desarrollo tecnológico
importante, generó presiones inflacionarias. Para contrarrestarlas, en muchos
países las autoridades dejaron apreciar las monedas; pero de esta manera
disminuyó todavía más la capacidad exportadora de los sectores no petroleros.
Así, la fuerte promoción de las exportaciones se combinaba con una sustitución
de importaciones débil, dando lugar a una polarización creciente de las
exportaciones sobre los productos petroleros (Ominami). Por otro lado, a partir
de la “lluvia de renta”, aumentó la demanda de bienes importados para la
burguesía y la clase media alta, que adoptaban pautas de consumo propias de los
países más avanzados. Una actitud acorde con una lógica rentista, que pasaba
por alto la acumulación y expansión del trabajo productivo. Asimismo, la
creación de fortunas colosales en los países petroleros promovió actividades
especulativas y parasitarias (Sid Ahmed). Sid Ahmed señala otro factor
negativo, la fuga de cerebros; aunque en muchos casos (como Argelia) la
emigración alivió la desocupación, en especial de las zonas rurales, y habilitó
una importante entrada de divisas.
A partir de la situación descrita,
paulatinamente aumentaron los desequilibrios externos. A su vez, la necesidad
de divisas para financiar primero las grandes inversiones (que muchas veces
excedían la disponibilidad de renta), y luego para paliar los efectos de las
caídas de los precios, llevaron a una mayor dependencia del capital financiero
internacional, y a deudas externas crecientes en muchos países. Lo cual acentuó
la obsesión por la exportación de petróleo o gas, al tiempo que la
vulnerabilidad de las economías petroleras: “Los desequilibrios engendrados por
la petrolización hicieron que el funcionamiento del sistema fuera muy
vulnerable a los azares de la coyuntura internacional” (Ominami, p. 130). En
particular, la profunda caída de los precios en los 1980, luego del alza de
1979-80, tuvo efectos muy negativos en muchos países (Venezuela y Argelia,
entre ellos). No es de extrañar entonces que hacia fines de la década de los
80, las experiencias de industrialización en base a renta, estuvieran
fuertemente cuestionadas. En esos años, muchos gobiernos viraron hacia
políticas “de ajuste” (léase, ataque a las condiciones de vida de las masas
trabajadoras) y amigables del mercado. Las esperanzas de que se pudiera desatar
el desarrollo capitalista a partir de la renta, se habían frustrado. En
palabras de Sid Ahmed, se había pasado por alto que “la revolución industrial
en Europa fue precedida por muchos siglos de maduración intelectual y de
evolución económica y social” (p. 78).
Capitalismo de estado y gestión
burocrática
Los problemas descritos estuvieron
sobredeterminados, de conjunto, por una gestión burocrática estatal de las
industrias y la economía, que quedó por fuera del control de los trabajadores,
y de los consumidores. Aclaremos que el capitalismo de estado no es progresivo
“en sí”; lo es si está subordinado a una dinámica de desarrollo de las fuerzas
de la producción, encabezada por una clase social que juegue un rol
históricamente progresivo. Así, el capitalismo de estado jugó un rol en el
desarrollo del capitalismo alemán, en el siglo XIX (lo cual dio pie al
“socialismo estatista”, que criticó Engels). Y el capitalismo de estado fue
entrevisto por Lenin como una herramienta para el avance al socialismo, pero
subordinada al poder de los soviets, y a un programa revolucionario. El rol del
capitalismo de estado entonces está determinado por el contexto social y
político en que se desenvuelve.
Lo esencial es que la burocracia
estatal, cuando está aislada (o parcialmente aislada) de lo que podríamos
llamar “el control” o la “presión” de clase, tiende a convertirse en un factor
autónomo, un estrato que se enriquece con la apropiación del excedente. No es una
burguesía en el sentido clásico, ya que no es propietaria de los medios de
producción, pero medra en los intersticios de la articulación entre los medios
de producción estatales y la economía de mercado, quedándose con una parte de
la plusvalía. En este marco, tiende a reproducirse una mecánica que adquiría
características casi catastróficas en las economías soviéticas. En estas
últimas, la burocracia gobernante, elevada por encima de los obreros y
campesinos, y sin estar sujeta a la disciplina del mercado y de la ley del
valor (al menos en principio), no tenía manera de orientar de forma racional y
eficiente las inversiones, ni la economía de conjunto. Por eso, Trotsky decía,
refiriéndose a la URSS, que la planificación económica solo era posible si se articulaba
con la democracia de los productores, por un lado, y el mercado y el dinero,
por el otro. Es que en toda economía hay que comparar y medir los tiempos de
trabajo empleados en la producción y la distribución, a fin de asegurar “una
economía racional, que asegure el mejor empleo del tiempo” (Trotsky). Y esto no
puede hacerse si se anulan las señales del mercado y se suprime la democracia
de los productores.
Pues bien, en muchas economías
basadas en el capitalismo de estado tiende a reproducirse parcialmente esta
mecánica, ya que conviven amplios sectores estatizados -en los cuales la acción
de la ley del valor se anula, al menos parcialmente, por las imposiciones de la
burocracia- con la economía que sigue en manos privadas; a la par que se mantienen
relaciones estrechas con el capital internacional y el mercado mundial. Sobre
estas bases, la marginación del poder de decisión y control de la clase obrera
lleva a que la planificación burocrática gire en el aire, carente de
información sobre lo que sucede en los lugares de trabajo. Además, dado que el
peso relativo de las fracciones burocráticas está condicionado por los sectores
de la economía que controlan, las inversiones y los planes económicos se
realizan sin atender a consideraciones de productividad, o a las necesidades de
las masas, sino a una lógica de sostenimiento del poder burocrático.
Como resultado de estos factores
concurrentes, la planificación con frecuencia es incoherente; la producción
estatal no se compagina con la privada, y los costos (incluidos los costos
ambientales y otras externalidades) no son atendidos. Paralelamente, la
hostilidad de las masas trabajadoras -industriales o campesinas- hacia la
burocracia se puede manifestar a través de conflictos abiertos, pero también, y
con frecuencia, se expresa en el trabajo a desgano, la falta de motivación y la
baja producción. A su vez, la desatención de la productividad lleva al
crecimiento extensivo, que agota recursos, generando cuellos de botella en la
cadena productiva, y desequilibrios en la economía de conjunto; de manera que
los aparatos estatales dirigentes no generan planes coherentes para la
economía, con consecuencias que pueden ser graves.
En las economías basadas en el
manejo estatal de la renta, esta mecánica puede ser aún más acentuada, ya que
el manejo del presupuesto por la burocracia es el punto neurálgico de
articulación de la circulación de la renta, entre la industria petrolera y el
sector no petrolero de la economía (Ominami). Esto le otorga mayores
posibilidades de autonomización relativa con respecto a las grandes clases
sociales. Y da lugar a tensiones y problemas crecientes: “El carácter
‘administrativo’ de la articulación entre los dos sectores es a menudo la
fuente de un alto grado de ineficacia” (Ominami, p. 127). Por eso, las quejas
por el despilfarro de recursos -agravado por la corrupción, los negociados,
etc.- son una constante en la literatura referida a las experiencias de
capitalismo de estado rentístico. Con seguridad, los partidarios del modelo
chavista acordarán con el diagnóstico de Silva Michelena, sobre la “Venezuela
Saudita” de los años 1970 y 1980. Sostiene que existía un “manejo desordenado y
despilfarrador de los fondos públicos”, y la corrupción se había instalado “en
el sector público y en el sector privado por igual y con la misma extensión”
(1997, p. 163).
Ni siquiera en Argelia
Posiblemente nadie cuestione hoy
que en experiencias como la venezolana de los 70 y 80, los trabajadores
estuvieron excluidos del poder. Sin embargo, Argelia fue, en apariencia, un
caso distinto. El régimen argelino se consideraba a sí mismo un capitalismo de
estado en transición al socialismo (de acuerdo con la vieja idea de Lenin), y
la mayoría de la izquierda mundial acordaba con este diagnóstico. Sin embargo,
este capitalismo de estado “revolucionario” no avanzó a socialización alguna de
los medios de producción. La Argelia de la post independencia demuestra, una
vez más, que el capitalismo de estado, en sí mismo, no es salida para el
desarrollo, ni la solución de los problemas de las masas. Nunca se insistirá lo
suficiente en que el capitalismo de estado como herramienta de construcción
socialista, en Lenin, estaba condicionado a que se mantuviera, y se
fortaleciera, el poder de los soviets.
Pero no es lo que sucedió en
Argelia. Farsoun (1978) presenta una interesante descripción del proceso
argelino. Señala que a partir del golpe de estado de 1965, el gobierno de
Houari Boumedienne consolidó el proceso institucional que había empezado Ahmed
Ben Bella en 1962: el reforzamiento del control estatal burocrático sobre la
economía, la desintegración del Frente de Liberación Nacional originario, y su
reemplazo por el ejército como factor de integración nacional. El régimen de
Boumedienne también redujo el poder político de líderes provinciales, atacó a
las fuerzas independientes de izquierda, y sumó técnicos, entrenados en
Francia, a la burocracia que heredaba del gobierno de Ben Bella. Con el paso de
los años, estos técnicos y burócratas pasaron a ser una clase social, con
intereses propios.
El gobierno también limitó el poder
de los sindicatos en las empresas nacionalizadas; en 1966 se aprobaron reformas
al Código Penal que restringieron el derecho de huelga; en 1969, el movimiento
sindical autónomo fue obligado a convertirse en una rama del FLN, se redujo la
militancia obrera y se dispuso que los salarios fueran fijados por el estado.
En las empresas estatizadas se mantuvieron las prácticas de las viejas empresas
capitalistas. En las cooperativas agrícolas, en manos del estado, también se
debilitó la autonomía de los consejos obreros y las antiguas guerrillas. En
síntesis, por todos lados hubo un proceso de concentración de la autoridad.
Farsoun señalaba que el obstáculo más serio para la transición al socialismo
residía en la misma naturaleza capitalista del estado: “La tendencia a formar
un estrato de la sociedad argelina más privilegiado y poderoso, que comenzó
sobre una base ad hoc bajo Ben Bella, fue sistematizada y consolidada durante
los primeros ocho años del gobierno de Boumedienne. Cada una de las capas de la
“nueva elite” se formó a partir de las circunstancias especiales de la guerra
por la independencia y la era inmediata de la posindependencia. El capitalismo
de estado como un sistema económico ayudó a crear y sostener tal “nueva elite”
(p. 26). Agregaba que los burócratas del estado no conformaban una nueva
“clase” en el sentido capitalista clásico, ya que no eran propietarios de los
medios de producción. Pero tenían el monopolio sobre los medios de producción,
un estilo de vida distintivo, en términos de privilegios materiales y contactos
sociales, y movilidad social ascendente a través de la jerarquía de la
organización estatal. Esa burocracia compartía intereses con miembros de otros
estratos, principalmente los líderes del ejército, los profesionales y los
propietarios de tierra argelinos nativos (muchos de éstos estaban en la propia
burocracia, y no estaban interesados en avanzar en la reforma agraria). Y
concluía: “Todavía son los burócratas del estado, con sus aliados profesionales
y los propietarios de las tierras, los que tienen el control de los medios de
producción frente a los trabajadores” (p. 27). Los trabajadores nunca tuvieron
acceso al control directo de la gestión de las empresas; por supuesto, menos
poder tuvieron aún en lo que se refería a las decisiones estratégicas de la
política económica, y general.
Por otra parte, la situación con
respecto a la gestión obrera no había mejorado con la aprobación, en 1971, de
la “Carta de Gestión Socialista”, que hablaba del involucramiento de las bases
a través de la participación en consejos de empresa (véase Nells, 1977). Según
el texto de la Carta, desaparecían a partir de ese momento los motivos de
conflictos, y los trabajadores debían mejorar la productividad “porque las
empresas son del pueblo”. Nells, que simpatizaba con el gobierno argelino,
admitía que “el régimen está buscando evitar ser sofocado por una burocracia
estéril e irresponsable” (p. 536). Pero, según el articulado, el control efectivo
seguía en manos de los administradores estatal. Y en la implementación de la
Carta se hizo todavía menos por avanzar en la gestión obrera. Las primeras
asambleas para elegir los consejos se realizaron recién en 1974 (se dijo que
era para preparar mejor la gestión obrera), rápidamente aparecieron los
conflictos entre los directores y los trabajadores, y las cosas siguieron
igual. Más tarde, con la llegada de Chadli Bendjedid al poder (en 1979), los
trabajadores sufrieron nuevos ataques: se aumentó la semana laboral, se ató una
parte más elevada de los salarios a la productividad, y disminuyeron los gastos
sociales (Alexander, 2002). En 1981 y 1986 hubo importantes huelgas y
manifestaciones en protesta por la crisis que, como sucede siempre, la estaban
pagando a pleno los explotados; “para 1988 Benjedid se había convertido en un
autócrata aislado que dependía de la alta jefatura militar para permanecer en
el poder, pero carecía de aliados y redes clientelares que lo ayudara a
gobernar” (Alexander, p. 328).
Señalemos también que las
contradicciones y problemas asociados a la gestión burocrática se extendieron a
la relación con los campesinos. Toda la experiencia histórica demuestra que la
incorporación del campesinado a un proyecto socialista nunca pudo, ni podrá ser
llevada a cabo por la burocracia capitalista de estado. En Argelia, en
especial, hubo además una manifiesta desatención del sector agrícola, agravada
por los manejos burocráticos; la consecuencia, fue la caída de la producción,
lo que también acentuó el problema externo (como se desarrolla en la tercera
parte de la nota).
Argelia
La argelina fue posiblemente la
experiencia más radicalizada de todos los intentos de industrialización de los
países petroleros, en los años 70. El punto de partida fue, ciertamente, muy
difícil. Cuando el FLN tomó el poder, en 1962, la economía estaba devastada por
ocho años de guerra contra los franceses, por el sabotaje contrarrevolucionario
y la salida de personal capacitado y de capital (Frieden, 1981). De todas
maneras, se pensó que a partir de la asignación productiva de la renta, y con
la estatización de las palancas fundamentales de la economía -la industria
pesada, los bancos y las compañías de seguros extranjeras, el comercio
exterior- el país podría salir del atraso y emprender el camino del desarrollo.
La estrategia aplicada se conoció como la de las “industrias
industrializantes”, teorizada por el francés Gérard Gestanne de Bernis;
consistía, básicamente, en impulsar un núcleo de grandes industrias, que
deberían constituirse en los polos impulsores del resto de la economía. Con ese
objetivo, a partir de 1967 se encararon grandes planes de inversión en
industria pesada y producción de hidrocarburos, utilizando la renta petrolera y
gasífera.
Se construyeron entonces complejos
de la industria pesada. Se estima que hubo una inversión de unos 100.000
millones de dólares; la formación bruta de capital fijo absorbió, entre 1965 y
1980, una media del 40% del PBI (aunque la mitad de esa proporción la absorbió
el sector de hidrocarburos). En los años 70 la participación de la inversión en
la industria llegó a representar entre el 40% y el 50% del total de la
inversión, un nivel similar al de la URSS (Marín, 1998). En el plan de 1967-69,
el 52% de los gastos del gobierno fueron a la industria, de los cuales el 90% a
la industria pesada; en los planes 1970-73 y 1974-77, se siguió con la misma
tónica (Frieden). Como resultado, entre 1966 y 1978 la producción industrial se
duplicó, y el crecimiento anual de la economía superó el 7% (Marín).
Sin embargo, la productividad se
mantuvo baja, crecieron los costos, y la economía permaneció extremadamente
desarticulada. El crecimiento se producía gracias a las inyecciones de capital
en la industria pesada, pero la participación de la industria manufacturera en
el producto casi no aumentó de ninguna manera significativa (Marin). Tampoco se
intentó generar tecnología propia. El gobierno trató de superar el atraso
importando tecnología, para lo cual adquirió sistemas de fábricas a empresas
internacionales (por ejemplo, una planta de electrónicos, refinería) y firmó
contratos con expertos extranjeros. Esto implicó un gran gasto de capital
(recordemos, además, que se habían pagado indemnizaciones por las
nacionalizaciones de 1971 de las empresas petroleras), pero las repercusiones
sobre el nivel tecnológico fueron escasas. Como explican hoy los
schumpeterianos de los “sistemas nacionales de innovación”, el desarrollo
tecnológico no se puede comprar; exige una red de inversión en educación,
investigación y desarrollo, y acumulación capitalista “original”.
La baja productividad, a su
vez, aumentó la dependencia con respecto al extranjero, y las grandes
industrias terminaron siendo industrias de enclave, sin generar efectos de arrastre
o empuje hacia el resto de la economía (Marin). A pesar de la retórica
antiimperialista, hubo mucha participación del capital extranjero en la
economía de Argelia, a través de sociedades conjuntas (Frieden).
Asimismo, hubo un problema crónico
de sobreinversión; en los 90 la tasa de utilización de capacidad en la
industria era, usualmente, menor al 50%. Paulatinamente, además, se produjo una
degradación de la industria por falta de mantenimiento, de materias primas y
repuestos; y hubo obsolescencia prematura por negligencia (Marin). A esto se
agregó que el flujo de divisas provenientes del petróleo y gas provocó la
sobrevaluación crónica de la moneda, con efectos depresivos sobre la
competitividad de la industria no vinculada a los hidrocarburos.
Por otra parte, cayó fuertemente la
producción de alimentos. Desde la independencia y hasta la proclamación de la
“Revolución Agraria”, en 1971, el régimen sistemáticamente desconoció la
situación del campesinado. Se dejó que las relaciones sociales en el campo se
estancaran, aparentemente por temor a antagonizar con la burguesía agraria.
Incluso las antiguas granjas de los colonos, que se habían transformado en
empresas autogestionadas, fueron desatendidas y les faltó capital (Paul, 1978).
Los resultados fueron desastrosos. Antes de la independencia, Argelia producía
22 millones de quintales de cereales por año; a fines de la década de 1970
generaba solo 18 millones, y debía importar una cantidad equivalente para
cubrir sus necesidades (Ominami, 1986). Lo mismo sucedía con otros productos
agrarios, “bajo el impacto combinado de la baja productividad y la disminución
de la superficie cultivada” (Ominami). Hacia 1975 el país tenía que gastar casi
la cuarta parte de sus ingresos petroleros en importaciones de alimentos, y
había grave malnutrición en la población rural. Según datos proporcionados por
el gobierno, por aquellos años casi la mitad de la población rural dependía
para sobrevivir de las remesas de los trabajadores emigrantes (Paul). De aquí
que hubiera también un constante flujo de gente desde el campo a la ciudad,
donde se hacinaban en condiciones terribles (Paul, también Marin). En 1996 la
producción agraria satisfacía menos del 2% de las necesidades alimentarias
nacionales (Marin).
De conjunto entonces, los
desequilibrios se hicieron cada vez más insostenibles. Sid Ahmed señala, entre
otros factores, que hubo desequilibrios en la estructura general de
inversiones, restricciones crecientes en materia de recursos materiales y
humanos, debilidad en el incremento del valor agregado en los sectores de
producción de bienes, poca integración económica entre sectores, subutilización
de la capacidad de producción instalada y burocratización creciente en la
gestión económica. Los déficits en cuenta corriente, el creciente
endeudamiento, la inestabilidad, los efectos desastrosos de la caída de los
precios del petróleo, llevaron a la fuga de capitales, el control de cambios y
a todo tipo de especulación en los mercados cambiario y financiero. El
endeudamiento se disparó: la deuda externa pasó de apenas 129 millones de
dólares en 1971, a 19.000 millones en 1979. Con ello, aumentó también la
relación con el capital financiero internacional. Frieden cita en este
respecto, la declaración de un banquero internacional a Euromoney, en octubre
de 1977: “Nos gusta Argelia porque es totalitaria y si el gobierno dice que el
pueblo tiene que reducir el consumo, la gente lo hará”. También Farsoun señaló
la estrecha relación de la economía bajo Boumedienne con grandes bancos
estadounidenses.
Finalmente, en la década de los 80
se abandonó cualquier perspectiva socialista: se adoptaron medidas pro mercado,
en medio de protestas y descontento obrero y popular crecientes. El experimento
de avance al socialismo, desde el estado capitalista, estaba en vía muerta.
Luego, en 1992, el ejército dio un golpe de estado, y el país se vio sumido en
un baño de sangre.
Venezuela
La economía venezolana tuvo una
evolución en muchos sentidos similar a la de Argelia, aunque nunca se presentó
como una experiencia radical de izquierda. Después de la caída de la dictadura
de Pérez Jiménez, la burguesía se hizo consciente de la necesidad de
reorganizar el sistema de dominación, estableciendo una democracia capitalista,
a la par que promovió políticas de industrialización y fortalecimiento del rol
del estado en la economía (Sontag et al, 1985). Con este objetivo, los
gobiernos adoptaron políticas desarrollistas, articuladas en el manejo estatal
de la renta petrolera. “El peso del petróleo en la economía hizo al estado un
poderoso agente económico bajo cuyo tutelaje avanzó el proceso de acumulación”
(idem). Eran los tiempos en que dominaba el desarrollismo cepaliano, con
influencias de marxistas (Paul Baran el más notorio) y de precursores de la
corriente de la dependencia (véase Silva Michelena, 2006). Aumentó la
intervención del estado en la economía. Bajo la presidencia de Rafael Caldera
(1969-74), se nacionalizó el gas. Además, el estado se reservó la explotación
del mercado interno de hidrocarburos, fijó los valores fiscales de exportación
para determinar los impuestos que debían liquidar las empresas petroleras, y se
estableció que la industria debía pasar al Estado en 1983. Paralelamente, el
ahorro se puso a disposición del estado o de la banca privada, a fin de otorgar
créditos subsidiados a la industria. La sobrevaluación de la moneda facilitó la
importación de tecnología y maquinaria, y se aplicaron políticas
proteccionistas, pero con la contrapartida de un débil acceso de los productos
venezolanos a los mercados externos. La política interna tuvo su correlato en
el plano internacional: el gobierno de Rómulo Betancurt promovió la creación de
la OPEP.
Es a partir de la suba del petróleo
de 1973 (los precios se multiplicaron por seis), que el gobierno y la clase
dominante decidieron dar el “gran impulso”, en la idea de superar las
limitaciones de la industrialización por sustitución de importaciones. Los
ingresos del gobierno pasaron de 24.000 millones de bolívares a 55.600
millones, y las reservas internacionales saltaron de 2412 millones de dólares
en 1973 a 9423 millones en 1975 (Silva Michelena, 1997). Entre 1972 y 1974 los
ingresos en divisas y la recaudación fiscal se multiplicaron por tres, y el
ingreso nacional casi se duplicó (Nolff, 1981). Por aquellos años, “los
economistas del gobierno pensaron en un vasto programa de desarrollo general y
sectorial, cuya punta de choque era la acción del estado, el cual desarrollaría
por sus medios un gran sistema de industria pesada, administrada por la
Corporación Venezolana de Guayana (CGV), y por la creación de Petróleos de
Venezuela (Pdvsa), que junto con sus operadoras absorbieron a los consorcios
extranjeros una vez nacionalizada la industria petrolera en 1975” (Silva
Michelena, 2006, p. 142). Entre 1973 y 1975 la inversión del estado aumentó
63%; al final de la presidencia de Carlos Andrés Pérez existían 137 empresas de
Estado, de las cuales 71 eran mixtas o de participación estatal, y 48 eran
institutos autónomos; en 1981 el número de empresas estatales se había elevado
a 390 (Silva Michelena, 2006, p. 143). Se desarrollaron esencialmente la
siderurgia, la producción de aluminio, petroquímica y química pesada, y
cemento. Como balance del período de conjunto, entre 1960 y 1980 el PBI se triplicó,
el producto industrial casi se cuadruplicó, el consumo de electricidad del
sector industrial aumentó casi siete veces, las importaciones se multiplicaron
por 10 y las exportaciones por cinco (Nolff). Se trata de un crecimiento que
podría calificarse de asombroso.
Pero también estaban los problemas.
Por un lado, las nacionalizaciones del petróleo y del acero generaron críticas
de sectores de izquierda (también de la patronal Fedecámaras) debido a las
altas indemnizaciones pagadas, y a que se firmaron onerosos contratos de
comercialización y asistencia técnica con empresas transnacionales, en
especial, en la industria de hidrocarburos. En segundo término, la expansión
del gasto y la sobrevaluación de la moneda alentaron las importaciones, y
dificultaron las exportaciones industriales. El consumo suntuario se disparó:
en 1977 representaba el 15% de las importaciones totales (Silva Michelena,
1997). En tercer lugar, y posiblemente lo más importante, nunca se superaron
las deficiencias de tipo estructural. El crecimiento entre 1968 y 1978 tuvo un
sesgo extensivo, la renovación tecnológica se limitó a algunos sectores, y la
productividad general de la economía no aumentó de manera significativa.
En este entorno, atenazadas por el
tipo de cambio y la baja productividad, las industrias productoras de bienes de
consumo para el mercado interno, como textiles, no podían competir con las
importaciones. El desarrollo siguió siendo altamente desestructurado. Escribe
Malavé Mata: “A comienzos de 1976, año inaugural de la nacionalización de la
industria de los hidrocarburos, Venezuela mantenía los síndromes de “país
petrolero” -estructura asimétrica de su economía, dependencia fiscal del
petróleo, sensibilidad del mercado cambiario, expatriación de plusvalías
territoriales…- que se proponía eliminar o reducir con la aplicación del nuevo
esquema que consagraba mayores beneficios de la explotación de su recurso
fundamental” (p. 44). Agrega que “… el mayor riesgo de la economía venezolana
consistía en su persistente subordinación a un modelo de crecimiento que no
estaba en capacidad de forjar una acumulación autónoma de capital sin el
concurso del gasto público financiado con los aportes fiscales del petróleo”
(p. 45). Y más abajo apunta que “a mediados de la década de los ochenta
persistía el raquitismo estructural del crecimiento de la economía” (idem).
Por otra parte, dado que los
recursos internos eran insuficientes para cubrir las inversiones proyectadas,
se recurrió de forma creciente al endeudamiento externo (Banko, 2007). La deuda
pública externa pasó de 1200 millones de dólares en 1973 a más de 11.800
millones en 1978; la CEPAL la calculaba, en 1980, en 16.400 millones de dólares
(Silva Michelena, 2006). Lógicamente, cuando los precios del petróleo
comenzaron a bajar, “quedaron al desnudo las limitaciones estructurales del
modelo, ya que no era posible sostener planes de inversión con estancamiento
del ingreso petrolero y creciente déficit en la balanza de pagos” (Banko, p.
10).
Crisis, estancamiento y medidas
neoliberales
Con la suba de las tasas de interés
internacionales, la crisis de la deuda mexicana, la recesión mundial de
principios de los 80 y la caída de los precios del petróleo, la situación de
Venezuela empeoró rápidamente. En 1980 y 1981 la economía se contrajo, en 1982
apenas creció, y hacia el final de ese año se aceleró la fuga de capitales y la
caída de las reservas internacionales. En febrero de 1983 se devaluó el bolívar
(su paridad con el dólar no se movía desde 1963); ese año el PBI venezolano se
contrajo el 5,6%. La economía entró entonces en una prolongada fase de
estancamiento.
La crisis puso fin a la tesis del
excepcionalismo venezolano, esto es, a la creencia de que Venezuela era un caso
aparte del resto de América Latina, y podía avanzar en la industrialización y
mejoras de las condiciones de vida de la población, en el marco de una
democracia burguesa estable. En 1989 estalló el “Caracazo”, en protesta contra
medidas de ajuste acordadas con el FMI; representaba el final del “excepcionalismo”.
La respuesta de la clase dominante fue profundizar el ataque contra las masas.
El gobierno de Carlos Andrés Pérez -el mismo que en los 70 promovía el
estatismo, la ISI y el proteccionismo- liberó el mercado cambiario, bajó los
impuestos al comercio exterior, impuso un ajuste de salarios, aumentó las
tarifas de servicios públicos y privatizó la Compañía Anónima Nacional de
Teléfonos de Venezuela (CANTV) y VIASA, la línea aérea de bandera nacional.
Luego, Rafael Caldera privatizó Siderúrgica del Orinoco (SIDOR), y avanzó en la
privatización del sector eléctrico y otros servicios. El saldo que dejó la suma
de crisis y políticas pro-capital fue desastroso. A fines de la década del 90,
la pobreza superaba largamente el 50% de la población y el gasto social, en
relación al PBI, era uno de los más bajos de América Latina. Por entonces, el
ingreso por habitante era 8% menor que en 1970 y aumentaron los índices de
crímenes (Lander, 2005). Había un appartheid social, con amplios sectores
excluidos y condenados a la miseria (ídem). Los partidos tradicionales, Acción
Democrática y COPEI perdieron rápidamente influencia electoral, y el chavismo
inició su ascenso.
Conclusiones para el hoy
El fracaso de los países petroleros
en la utilización de la renta para industrializarse es reveladora de las
limitaciones del capitalismo estatista. Los defensores de la política chavista,
sin embargo, no hacen un balance de lo sucedido. Pareciera que quieren
disimular con esto el hecho de que el chavismo no ha modificado de alguna
manera esencial el “raquitismo estructural del crecimiento de la economía
venezolana”. El manejo de la renta sigue en manos de una burocracia estatal,
sobre la cual la clase trabajadora no tiene ningún control; tampoco los
trabajadores controlan los resortes esenciales de la economía. En este
respecto, nada ha cambiado con respecto a las experiencias de industrialización
estatista de otros países de la OPEP, de los 80 y 90. Puede decirse incluso que
el chavismo apostó menos a la inversión productiva de la renta que lo que se
hizo en los años 1960 y 1970. La mejora en las condiciones de vida de una parte
muy importante de la población, con todos los elementos progresivos que pueda
tener (en particular, en relación a lo vivido en los 1980 y 1990) no genera, en
sí misma, la modificación de las estructuras económicas, petróleo dependientes
y atrasadas. Además, un giro hacia la baja de los precios mundiales del
petróleo tendría consecuencias directas y graves sobre la economía y el nivel
de vida de las masas trabajadoras y más pobres. Todo indica que es necesaria
una transformación radical -esto es, de las mismas relaciones sociales- para
salir de esta situación. Se desprende de lo ocurrido no sólo en Venezuela y
Argelia, sino también en el resto de los países petroleros del Tercer Mundo.
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Rolando Astarita es profesor
de ciencia económica en la Universidad de Buenos Aires
Fuente:
http://rolandoastarita.wordpress.com/
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